Por José Luis Milia.-

Dos mujeres, una de 93 años, la otra de 91. Las dos se llaman Hebe. Ambas, madres que perdieron hijos de manera violenta cuando los demonios sueltos en la Argentina hicieron sonar campanas de guerra. Esa es toda la similitud que las une mientras que, por sus actitudes, a cuarenta y cinco años de aquella guerra, bien podríamos decir que ellas representan a dos Argentina absolutamente diferentes.

Una de ellas, con el cadáver aún caliente de su hijo, escribió una carta que la fortuita circunstancia de un homenaje negado por cobardía ha devuelto a la actualidad; carta que empezaba: “Me dirijo a aquellos que troncharon la vida de mi hijo, a los que sin mostrarse a la luz pretenden destrozar los pilares indestructibles de nuestra Patria…. No los maldigo, les doy las gracias en nombre de él y de todos los héroes que dejaron su vida por amor a Dios, a la Patria y a la familia, porque todavía esa es la fe del soldado, esa es su meta.”

Y terminaba diciendo: “Mi pérdida es irreparable, pero me siento henchida de orgullo porque sé que mi Rodolfo está en la gloria de Dios y en el corazón de todos los compañeros que lucharon o no a su lado. Gracias».

En esta carta, un paradigma del dolor de una madre por la pérdida de su hijo, se conjugan cosas tan profundas como el dolor, el orgullo de sentir que éste, su hijo, había vivido- seguramente por lo aprendido en su hogar- tal como indica la vieja máxima castellana: “vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”; y la idea cristiana del perdón ya que al decir: “gracias… a aquellos que troncharon la vida de mi hijo”, les está diciendo a los asesinos, “yo los perdono”.

Esta carta fue escrita, hace cuarenta y cinco años, por Hebe Solari de Berdina. Pocos han escuchado de ella, hoy tiene 93 años y es la madre del Subteniente Rodolfo Berdina caído en el combate de Potrero Negro el 5 de setiembre de 1975. Luego de la muerte de su hijo se recluyó en su dolor y en su familia, con la ilusión de ver que el sacrificio de su hijo no había sido en vano; pero la Argentina es hoy, como lo fue siempre, impiadosa con sus héroes. Los mismos que los vitoreaban y celebraban las victorias conseguidas contra la subversión olvidaron al tiempo a los que habían muerto por su libertad y vieron, sin mover un dedo, como una venganza disfrazada de justicia perseguía a aquellos que como el Subteniente Berdina fueron al combate solo por ver honrada a la Patria.

De la otra Hebe podríamos decir que no hay argentino que no sepa de ella- transcribir sus mensajes de odio y desprecio nauseados a lo largos de estos años nos llevaría horas- pero también debemos señalar que ha adquirido un poder casi omnímodo, ante ella jueces, políticos y periodistas sienten que sus carnes tiemblan si ella los señala como enemigos. Por miedo o conveniencia, la hemos convertido en una leyenda que a caballo de una escoba surca la vida argentina escupiendo irreverencia, rabia y venganza; para ella no existe ni siquiera la paz de los sepulcros porque su idea de paz es un cementerio donde enterrar a todos los que componen sus posibles “tablas de sangre”.

Ella, nombrémosla, es Hebe Pastor de Bonafini, y los argentinos, así como habíamos olvidado a la madre de un héroe, seguimos enalteciendo -por miedo muchos y por política otros- a esta Némesis maniquea. No nos preguntemos entonces por que la grieta que divide a la Argentina es tan profunda.

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