Por Hernán Andrés Kruse.-

El recuerdo del cuadragésimo segundo aniversario del derrocamiento de María Estela Martínez de Perón puso en evidencia, una vez más, que las heridas aún sangran. La tragedia de la década del setenta le hizo mucho daño al pueblo, pulverizó la armonía social, inoculó en los espíritus odio, violencia y venganza. ¿Por qué descendimos al infierno? ¿Quiénes fueron los responsables?

La antinomia peronismo-antiperonismo se incrustó en el espíritu colectivo desde que irrumpió en la escena política Juan Domingo Perón. La figura de Perón creó dos bandos irreconciliables, dos sectores que se odiaron sin miramientos. El golpe de estado cívico-militar que derrocó a Perón fue el resultado de una serie de enfrentamientos entre ambos sectores que jamás se toleraron. Fuera Perón del poder el gobierno de facto emergente de los hechos del 16 de septiembre de 1955 intentó por todos los medios disponibles una tarea titánica: desperonizar a la Argentina, hacer que el sector peronista de la sociedad se olvide para siempre de Perón. Para ello el gobierno de facto puso en práctica el más crudo e implacable antiperonismo jacobino. Se prohibió el nombre de Perón, se disolvió la CGT y se proscribió al peronismo como partido político. En junio de 1956 hubo un intento de golpe de estado encabezado por el general Valle. El gobierno de facto impuso la pena capital y Valle y sus seguidores fueron fusilados. El error histórico de semejante decisión fue gigantesco. Las víctimas pasaron a la categoría de mártires y, lo que fue mucho peor, alimentó el espíritu revanchista que fue hábilmente manipulado por Perón desde el exilio. Los fusilamientos de José León Suárez dieron origen a la que se conoció con el nombre de “resistencia peronista” y, fundamentalmente, incubó las semillas de la guerrilla que luego florecerían a partir de los sesenta. El jacobinismo antiperonista, sin suponerlo en aquel entonces, no estaba haciendo más que crear las condiciones que permitieron el regreso triunfal de Perón en el futuro.

Otro hecho que hizo del peronismo un mártir fue la proscripción a la que fue sometido. Perón, un maquiavélico genial, supo sacar provecho de esa situación a lo largo de casi dos décadas. Durante todo ese tiempo el antiperonismo jacobino demostró ser dueño de una cintura política más tosca que un elefante en un bazar. El triunfo de Frondizi en 1958 fue la primera señal de alarma. El brillante dirigente alcanzó la presidencia gracias al pacto que hizo con Perón por intermedio de Rogelio Frigerio. De esa forma Frondizi quedó a merced del antagonismo peronismo-antiperonismo. En lugar de elegir uno de los bandos, el presidente cometió el peor de los pecados: quiso quedar bien con Dios y con el diablo. Su derrocamiento fue la consecuencia lógica de semejante estrategia. Desde Madrid Perón comenzó a festejar. La caída de Frondizi le abrió al antiperonismo jacobino nuevamente la puerta del palacio. En 1962 el país retrocedía, políticamente hablando, a 1955-56. Esa involución no hacía más que favorecer a Perón. En 1963 hay nuevamente elecciones a presidente y otra vez el peronismo se ve impedido de participar, como en 1958. Pero en esta oportunidad quien resultó electo presidente fue un dirigente radical perteneciente al sector del radicalismo encolumnado detrás de la figura de Ricardo Balbín, enfrentado con Frondizi desde 1958. Arturo Illia fue un hombre decente, con buenas intenciones, un demócrata cabal pero que, lamentablemente, fue fagocitado por el antagonismo peronismo-antiperonismo. Pese a su apego al estado de derecho, el médico de Cruz del Eje fue permanentemente saboteado por un sindicalismo que lanzó un plan de lucha que terminó por socavar su legitimidad. Illia cayó en junio de 1966 y Perón volvió a festejar. Las dos experiencias electorales que se produjeron durante su exilio terminaron en golpes de Estado.

Fue entonces cuando entró en escena la guerrilla peronista. Sus cuadros dirigentes salieron fundamentalmente del Colegio Nacional de Buenos Aires y pese a su origen nacionalista de derecha, con el tiempo se adhirieron al marxismo leninismo. Su objetivo era implantar en la Argentina “el socialismo”, lo que evidentemente colisionaba con los proyectos políticos de Perón. A pesar de ello, Perón y los montoneros se necesitaban mutuamente. Para Perón era fundamental contar con una guerrilla capaz de crear zozobra a un régimen militar que estaba atrapado en su propio laberinto. Y la guerrilla necesitaba contar con el apoyo de Perón para imponer su proyecto político. El primer gran golpe que dio la guerrilla peronista se produjo el 29 de mayo de 1970. Ese día la cúpula montonera comandada por Arrostito secuestró al general Pedro Eugenio Aramburu, un hecho que conmocionó a la opinión pública. Días después decidieron su ejecución que estuvo a cargo de Fernando Abal Medina. El por entonces presidente de la Nación, el general Juan Carlos Onganía, que soñaba con un proceso militar de muchísimo años, jamás logró recuperarse del golpe, a tal punto que inmediatamente después fue reemplazado por otro general, Roberto Marcelo Levingston, un militar que intentó aplicar las recetas del peronismo jacobino. A esa altura de los acontecimientos Perón no hacía más descorchar innumerables botellas de champagne en su residencia madrileña. Consciente de que el antiperonismo jacobino no hacía más que favorecer los planes de retorno de Perón, el general Alejandro Agustín Lanusse se hizo cargo del ejecutivo en marzo de 1971. Su plan era, seguramente contra su pesar, sentar las bases mínimas que garanticen un retorno a la democracia, es decir, dar por terminada la experiencia militar y convocar al pueblo a elecciones presidenciales sin proscripciones. Era el cabal reconocimiento del fracaso del antiperonismo jacobino. Sin embargo, Lanusse se reservó una jugada: permitir la participación del peronismo pero no la de su líder. ¿Qué hizo Perón? Bendijo la fórmula Cámpora-Solano Lima mientras al mismo tiempo felicitaba a los montoneros.

Ese binomio ganó cómodamente el 11 de marzo de 1973. Quien creyó que por fin se habían terminado las antinomias y los conflictos, se equivocó groseramente. Es probable que la inmensa mayoría del pueblo jamás hubiera imaginado que a partir de entonces el país comenzaría un terrible descenso al infierno. ¿Cómo fue posible que ello sucediera? Perón comprendió el 20 de junio de 1973 que no tenía todo bajo control dentro del peronismo, que había un sector, la izquierda, que quería compartir con él la conducción del movimiento y, obviamente, la del país. La “juventud maravillosa” se le había sublevado, algo que Perón no podía tolerar. Y no lo hizo. En julio echó del gobierno a Cámpora y Solano Lima, es decir a la izquierda peronista. El mensaje era claro y contundente. Fue el principio del desastre. Perón rompió con la izquierda peronista y ésta hizo lo propio con el líder. El 23 de septiembre Perón retornó a la presidencia por tercera vez. El 62% lo votó porque confiaba en su capacidad política. Fue entonces cuando los montoneros cometieron quizá el peor de sus crímenes: el fusilamiento de José Ignacio Rucci. Fue un golpe directo a la mandíbula de Perón. Creyeron que con esa atrocidad convencerían al “viejo” de que en su gobierno debía estar representada la “Orga” o, para peor, que la “Orga” debía conducir los destinos del país junto con Perón.

A partir de entonces el país entró en guerra o, mejor dicho, la derecha y la izquierda del peronismo decidieron dirimir sus diferencias a balazos. El territorio nacional se cubrió de cadáveres de ambos bandos dando lugar a una orgía criminal inédita en el país. Perón tomó partido: siendo fiel a su ideología bancó a la derecha del movimiento. La “Orga” pasó a ser el enemigo irreconciliable y Perón pasó a ser el gran traidor de la cusa socialista. El 1 de mayo Perón dijo que había llegado la hora de hacer tronar el escarmiento. Fue una declaración de guerra mientras la “Orga” abandonaba la Plaza de Mayo. El 1 de julio el líder pasó a la inmortalidad y la presidencia quedó en manos de su esposa y vice, María Estela Martínez de Perón, mientras que el poder real era detentado por José López Rega. La derecha peronista se había adueñado del gobierno y del país. Nada que ver con los sueños socialistas de la izquierda peronista. Fue entonces cuando puso en práctica la estrategia de ahondar las contradicciones (Mao) para provocar el colapso del gobierno. La “Orga” se proponía ocasionar la caída del gobierno de la presidente para que asumiera una dictadura militar feroz y represiva que provocaría, imaginaba, la rebelión de las masas populares que terminarían apoyando el proyecto político de la “Orga”.

En 1975 comenzó en Tucumán el “Operativo Independencia” para destruir a la guerrilla marxista. Contó, obviamente, con el visto bueno del gobierno nacional. Fue entonces cuando comenzó a ponerse en práctica el terrorismo estatal comandado primero por el general Vila y luego por el general Bussi. A mediados de ese año la presidenta tomó licencia y su reemplazante interino, Italo Luder, ordenó el aniquilamiento de la guerrilla en todo el territorio nacional. El terrorismo estatal comenzó a funcionar a pleno en todo el país a partir de esa orden. Mientras tanto, los grandes medios comenzaron a hablar del vacío de poder y la amenaza de la guerrilla. Para colmo, la situación económica era calamitosa, con lo cual el panorama era por demás sombrío. Un aire de fin de ciclo comenzó a respirarse a partir del segundo semestre de 1975. Por ese entonces el ejército estaba en manos de Jorge Rafael Videla, un militar con fama de profesionalidad y apoliticidad. Lo que siguió a posteriori fue la crónica de un final anunciado. Nadie apostaba un centavo por la presidente. Fue evidente que la estaban dejando sola. El peronismo nada hizo por apuntalar un gobierno que se estaba desmoronando como un castillo de naipes. Mientras tanto, los grandes medios continuaban machacando con la amenaza subversiva. A fines de diciembre la guerrilla sufrió un durísimo golpe en Monte Chingolo del que jamás logró reponerse. Es probable que en ese momento la guerrilla haya dejado de ser seriamente una amenaza militar. Sin embargo, los grandes medios continuaron con su prédica de temor a la subversión.

La presidente fue derrocada en la madrugada del 24 de marzo de 1976. Nadie se sorprendió por la noticia y muchos, muchísimos argentinos, respiraron con alivio. El golpe fue total y absolutamente incruento. La ahora ex presidente fue secuestrada y alojada en calidad de detenida en el sur mientras una Junta Militar se hacía cargo del país. Ese mismo día se profundizó el terrorismo estatal que había comenzado meses antes en Tucumán. Lo que sucedió fue que el genocidio comenzó a tener carácter sistémico, estructural. La llegada de los militares al poder contó con el apoyo explícito de la jerarquía de la Iglesia, del gran empresariado, del grueso de la dirigencia política y sindical, de los grandes medios, del gobierno de Estados Unidos, del Partido Comunista y…de la Orga y el Erp. En efecto, la guerrilla había logrado lo que se propuso: el surgimiento de una nueva dictadura militar. Inmediatamente los militares aplicaron sistemáticamente el método de la capucha para “aniquilar a la subversión”, una subversión que en ese momento había dejado de ser una amenaza militar pero que el régimen militar necesitaba imperiosamente que la población continuara creyendo en dicha amenaza. La guerrilla, por su parte, no hacía más que legitimar, a través de aislados pero cruentos atentados, el terrorismo de estado. Dicho accionar le permitió a la dictadura militar poner en práctica un proceso de domesticación de la sociedad para que terminara aceptando mansamente un nuevo sistema económico basado en el poder financiero. En esa época el país descendió al infierno. La vida humana no valía nada ya que cualquiera podía ser “chupado” en cualquier momento. La inmensa mayoría no sufrió las consecuencias del genocidio pero ello se debió pura y exclusivamente a que no significaba un “peligro” para el régimen militar. ¿Por qué los militares utilizaron el método de la “capucha”? Es probable que hayan tenido muy en cuenta la imagen del régimen militar a nivel internacional. Creyeron que aplicando el terrorismo de estado en las sombras el mundo no se enteraría y no pasaría nada. Se equivocaron. El mundo se enteró y no lo perdonó. La dictadura militar creó la figura jurídica del “desaparecido” y sus métodos de desaparición forzada de personas incluyeron los tristemente célebres “vuelos de la muerte”.

El paso del tiempo puso en evidencia lo conveniente que hubiera sido que los militares hubieran imitado a los italianos que se valieron del estado de derecho para combatir y derrotar a las brigadas rojas. Lamentablemente, siguieron el ejemplo de los franceses en Argelia. Esa decisión marcó a las Fuerzas Armadas para siempre. Con esa decisión no hicieron más que elevar a los guerrilleros a la categoría de mártires, de jóvenes idealistas que pagaron con su vida el haber osado desafiar al orden establecido. Los guerrilleros actuaron al margen de la ley; en consecuencia, debieron haber sido castigados con la ley en la mano. Esa es la lección más importante que deja esta triste historia. Al poner en práctica el método de la capucha los militares descendieron al nivel de los guerrilleros pero con una salvedad: disponían de todo el poder represivo. La disparidad en el poder de fuego era sideral. Otra lección por demás relevante es la siguiente: la violencia no soluciona los problemas. En realidad, no hace más que empeorar las cosas. Durante esa trágica época las balas reemplazaron al diálogo. Nadie quiso solucionar las cosas pacíficamente sino a balazos. La locura criminal de la guerrilla fue respondida con la locura criminal de un Estado devenido en terrorista.

Aunque muchos se resistan a creerlo, la guerrilla, aunque perdió militarmente, ganó la batalla ideológica. La ganó precisamente porque los militares se valieron de la capucha para combatirla. Los guerrilleros quedaron como las víctimas idealistas de unos militares perversos y despiadados, que impusieron un modelo de sociedad a sangre y fuego. El éxito de los actos que se vienen sucediendo hace años cada 24 de marzo lo pone en evidencia. Es la victoria de una visión sesgada y parcial de la historia trágica de los setenta. Es la victoria de una visión que niega, por ejemplo, a la triple A y la responsabilidad de un gobierno peronista que no supo estar a la altura de las circunstancias. Y, fundamentalmente, niega la responsabilidad de las organizaciones guerrilleras. Triunfó una visión completamente maniquea según la cual los buenos, es decir, los guerrilleros, fueron víctimas inocentes de los malos, es decir, los militares. En el fondo, cada 24 de marzo lo que hacen sus organizadores es hacer apología de la subversión. Nadie discute las atrocidades que cometieron los militares. Nadie discute que los responsables del genocidio merecen estar donde están, en la cárcel. Pero también es cierto que la guerrilla no hizo más que echar más leña al fuego, un fuego que terminó por incendiar al país, que era lo que esa guerrilla buscaba.

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