Por Enrique Arenz.-

He pasado muchos años de mi vida difundiendo las ideas de la libertad. Publiqué cientos de artículos en La Prensa, en Correo de la Semana y en muchos otros medios; dicté seminarios de hasta ocho horas en Mar del Plata y en varias ciudades vecinas durante los años ochenta; di varias charlas y escribí dos libros que tuvieron mucha aceptación y aun hoy se siguen leyendo.

En los duros años setenta, y después, en los primeros años de la naciente democracia, llegué a entusiasmarme por lo fácil que resultaba convencer a las personas predispuestas a escuchar de las ventajas de la libertad económica. Sólo había que ser didáctico, hablar con un lenguaje claro y preciso y aplicar un razonamiento lógico.

Aquí explico la «Escalera del intercambio» en una de las clases en la sede de la UCeDé. (1986)

En esos tiempos inventé la Escalera del Intercambio, para demostrar en un pizarrón cómo en toda compraventa ganan siempre los dos partes, el vendedor y el comprador.

También inventé la Pirámide de los medios y los fines, para explicar que el dinero y el afán de lucro sólo son medios para alcanzar fines más altos, y que cada fin alcanzado se transforma en otro medio para un fin aún superior.

Pero no tardé mucho en desencantarme. De las muchas personas que salían convencidas de aquellas clases, sólo algunas conservaban en su cabeza lo que habían aprendido. Eran los que tenían alguna formación académica o actividad intelectual superior al promedio de las almas: dirigentes, empresarios, profesionales universitarios, estudiantes avanzados, artistas. Condición cognitiva que les permitía procesar de manera virtuosa la información recibida.

Si estas personas quedaban convencidas de la superioridad moral, social y económica del liberalismo como herramienta de limitación del poder y de desarrollo personal, jamás lo olvidaban. Al mismo tiempo vi con mucha pena que las personas poco preparadas que también habían comprendido esos principios, tendían con el tiempo a confundirlos, a mezclarlos con otros conceptos opuestos, y hasta llegaban a olvidarlos por completo. Cuando me encontraba, años más tarde, con algunas de ellas, comprobaba desalentado que no recordaban mucho de lo aprendido. Una década después se habían hecho peronistas, nacionalistas, desarrollistas o radicales.

Con el gran maestro de liberales, el Almirante Carlos Sánchez Sañudo, preparando una de sus clases magistrales. 1983.

Si por aquellos años pensábamos que el liberalismo debía ser difundido a todo el mundo para que un día los votantes supieran elegir a quienes les aseguraran el grado máximo de libertad económica, estábamos equivocados.

Según algunos estudios, la edad mental promedio de los humanos oscila entre los 13 y los 17 años. El escritor norteamericano John Gardner asegura que por una ley universal el 87% de la gente es incompetente en su trabajo. Eso nos da alguna explicación al fenómeno del socialismo y de los gobiernos autocráticos que llegan con apoyo popular.

«No arrojes margaritas a los cerdos porque las pisotearán», dice un conocido pasaje bíblico. No miren esta cita como desdeñosa de las mayorías populares sino como una metáfora de la realidad. Es inútil hacer tanto esfuerzo por difundir las ideas de la libertad porque la mayoría de la gente, aunque las comprendiera, no las retendría por mucho tiempo ni alcanzaría a ver su correlación con el esfuerzo y el mérito personal. Es más fácil adherir a cualquier ideología que prometa un super Estado que nos ordena la vida, que piensa por nosotros y que nos exima de perfeccionarnos en el arte del trabajo y la competencia para vivir mejor, que creer en la peligrosa libertad individual donde los derechos vienen unidos a las obligaciones, y los beneficios, a las responsabilidades.

Hemos visto que un líder libertario muy carismático se ha hecho ahora famoso y ha sido votado por mucha gente común. ¿Pero fue porque se convencieron de las ideas liberales? No, les atrajo su cara de malo con la cabeza agachada y la mirada hacia arriba, les encantó que insultara indiscriminadamente a la «casta» política, y quedaron cautivados cuando lo oyeron gritar: «¡Viva la libertad, carajo!». Fue una aparición disruptiva, rebelde, histriónica que sedujo a muchas víctimas del estatismo, la inflación, la pobreza y la inseguridad (o sea, víctimas de ellos mismos). Pero ese líder antisistema no les enseñó mucho sobre las causas y razones por las cuales la libertad económica, con su carga de responsabilidad individual y, sobre todo, pérdida de privilegios, es la condición de la prosperidad.

Muchos auténticos liberales, viejos y jóvenes, que adhirieron de buena fe al nuevo líder, se me ocurre que no pensaron en las consecuencias de embaucar con gestualidad teatral a electores enojados que no tienen la menor idea de lo que es una sociedad libre. «Populismo libertario» debiera llamarse a esa manera de hacer política.

La adhesión de tantas personas poco capacitadas a este novedoso populismo demuestra que las masas no quieren un instrumento para construir una vida mejor, quieren un martillo para demoler a los culpables imaginarios de su autoinfligida desgracia. ¿Podemos imponer un régimen de libertad e igualdad ante la ley sobre la base de la intolerancia y el resentimiento? No, porque las ideas liberales componen un corpus de sabiduría, madurez, cultura, respeto por el pensamiento ajeno, capacidad de reflexión y disposición a afrontar los riesgos y desafíos de vivir en libertad. Y las masas nunca lo tendrán como cosmovisión.  Ni en la Argentina ni en el mundo.

¿Estoy diciendo que el liberalismo es una utopía?

No. Estoy reafirmando lo que me cansé de escribí por décadas: No malgastemos nuestras energías tratando de convencer a las multitudes sobre lo que significa un mercado libre porque nunca lo van a entender, y si lo entienden, no lo van a conservar mucho tiempo en su memoria. Invirtamos ese trabajo en la educación de intelectuales, dirigentes y personas cultas, arcilla todavía virgen, y el esfuerzo habrá valido la pena. Cuando un médico, un ingeniero, un empresario, un comerciante, un docente o un sacerdote han viajado por los rieles de esa montaña rusa que es la teoría subjetiva del valor, cuando han experimentado el vértigo de los descensos a los abismos y las subidas a las más altas cimas del razonamiento de ese hallazgo de la Escuela Austríaca, no la olvidarán jamás.

Y aquí está el secreto: los intelectuales (comprendidos en este término todos los que hacen del trabajo, el estudio y la superación personal un estilo de vida) son los que orientan de mil maneras a la sociedad, los que les dicen a sus pacientes, a sus empleados, a sus alumnos, a sus lectores y a sus feligreses a quién hay que votar, y a quién repudiar. Porque la gente sin preparación, que necesita que la guíen, siente gran respeto por la autoridad de esas personas.

Desde hace décadas he insistido en los siguientes conceptos:

La comunidad heterogénea de los intelectuales ejerce una influencia decisiva sobre el resto de la sociedad. Son los orientadores de la opinión pública, los que ponen de moda las ideologías dominantes, las buenas y las malas, e influyen sobre las decisiones políticas trascendentales.

Sus pensamientos se divulgan en las aulas donde enseñan, en los círculos que frecuentan, en los medios periodísticos que logran dominar, en los cultos religiosos y hasta en los burocráticos organismos internacionales.

Nada más peligroso que un intelectual resentido y a la vez temeroso de la libertad. Aunque sea un don nadie, oficia de lazarillo del mundo. Sus ideas son asimiladas por la opinión pública que las proyecta de una forma u otra al sistema político.

El estatismo, el corporativismo y la socialdemocracia intervencionista y fiscalista siguen prevaleciendo en nuestra cultura, a pesar de sus estruendosos fracasos, porque nuestros intelectuales todavía se aferran, por ignorancia, por temor o por mezquindad calculada, a los dogmas y mitos que los sostienen.

No sirve de mucho convencer al quince o veinte por ciento del electorado para que voten algunos diputados liberales como se logró en los ochenta y noventa y se está volviendo a lograr ahora. Nunca pasaran de ser minorías veletas y reciclables, y aunque llegaran por milagro a una segunda vuelta, serían derrotados por la mayoría que rechaza la libertad económica.

Se necesita una prolongada dosis de docencia y paciencia para cambiar eso, pero enfocadas primordialmente hacia los intelectuales. Mientras tanto no pretendamos alcanzar el poder con gritos e insultos, porque aunque esa hazaña se lograra, ¿Cómo haríamos para producir los cambios profundos, en cierto sentido desgarradores, sin el consenso sostenido de intelectuales y clases dirigentes?

Por ahora sólo nos queda unirnos en una oposición mayoritaria, republicana e inevitablemente heterogénea para expulsar definitivamente del poder al peronismo corrupto, que es la gran tragedia argentina, y tratar de alivianar y morigerar este sistema socialdemócrata instalado como una roca gigante.

En lo inmediato, todo lo que podemos hacer en la Argentina es alejarnos del modelo nicaragüense-venezolano y tratar de parecernos lo más posible a Finlandia. O al Uruguay; modestísimo objetivo, lo admito, pero que es la opción menos mala en este momento.

Los pueblos (no sólo en la Argentina, también en los EE.UU y en la socialista Europa) aceptarán el liberalismo cuando el nuevo sistema, una vez implantado, sea una condición natural; cuando los intelectuales que lo impulsaron con su influencia lo sostengan en el tiempo, y cuando los políticos aprendan por reflejo condicionado que los votos se ganan prometiendo más libertad y menos impuestos.

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