Por Hernán Andrés Kruse.-

En las últimas horas Carlos Zannini, ex Secretario de Legal y Técnica de la Nación y ex candidato a la vicepresidencia de la nación por el kirchnerismo en las últimas elecciones, sufrió dos escraches. El primero el domingo pasado en la platea de Boca Juniors y el segundo el lunes por la noche cuando estaba en un avión con destino a los Estados Unidos. Las escenas que registraron las cámaras de televisión son por demás elocuentes. El más alevoso fue el segundo. Zannini estaba sentado en su asiento esperando el despegue del avión cuando de golpe se vio asediado por algunas personas que comenzaron a increparlo de manera salvaje. Se vio a un hombre bastante corpulento, calvo, que se paró detrás del asiento de Zannini y casi respirándole en la cabeza le descerrajó un rosario de improperios mientras quienes los rodeaban se solazaban tomando selfies. Esas escenas fueron pasadas por diversos canales de televisión durante la noche del lunes y todo el martes, en una verdadera apología del accionar patoteril. Porque eso es, en definitiva, un escrache: el accionar cobarde de un grupo de individuos dispuestos a maltratar, por lo menos psicológicamente, a alguien que está solo. Hace un tiempo el ex ministro de Economía, Axel Kicillof, también sufrió una embestida parecida cuando viajaba en barco rumbo a Uruguay. La horda que lo increpó ni siquiera tuvo contemplaciones con la familia que lo acompañaba.

La práctica del escrache fue inaugurada por la organización HIJOS. Los descendientes de los desparecidos decidieron escrachar, a través de pintadas y gritos, a los responsables del terrorismo de Estado que no habían sido juzgados por la justicia argentina. Durante la hecatombe de 2001 diversos políticos sufrieron la ira de los caceroleros y de quienes gritaban hasta la afonía “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Lamentablemente, esta práctica antidemocrática e inmoral resurgió durante las dos presidencias de Cristina Kirchner, haciendo eclosión durante la presidencia de Mauricio Macri. Lo que sucedió primero con Kicillof y luego con Zannini lejos está de ser una reacción espontánea de personas enojadas. Muy por el contrario, son el resultado de aceitadas campañas de desprestigio montadas por los medios de comunicación enemigos del kirchnerismo (TN, América, canal 26 y compañía). Porque lo que el monopolio mediático persigue es el aniquilamiento espiritual de quienes considera son los emblemas del kirchnerismo. Busca su muerte civil, en suma.

Confieso que jamás observé en mi país tanta maldad, tanto deseo de venganza, tanta perversión. Porque quienes participan de esos escraches son malas personas, asesinos en potencia, aprendices de torturadores que se solazan con el vejamen a la víctima de turno. Son, en el fondo, unos miserables que no se atreven a enfrentarse solos con quien odian, cara a cara. Necesitan estar acompañados para descerrajar sobre una persona indefensa lo peor de sus instintos, aquello que jamás harían si no estuvieran rodeados. Los que participan en los escraches son la peor escoria del género humano. Valientes en grupo, en soledad quedan reducidos a la categoría de cucarachas, con perdón del pobre insecto. Lo peor de todo es que estos forajidos, además de tener el apoyo mediático, gozan de la simpatía de aquellos que, escudándose en el anonimato, los aplauden en los portales de los grandes diarios nacionales.

Estas personas despreciables arremeten contra quien previamente juzgaron y sentenciaron. Eso pasó, por ejemplo, con Carlos Zannini. Como formó parte del círculo áulico de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, lo condenaron sin juicio previo. Su crimen: ser kirchnerista. Para estos energúmenos ser kirchnerista constituye una afrenta incalificable. Quien es kirchnerista, pontifican, merecen ser castigados con severidad para que sirva de escarmiento. No conciben el principio de presunción de inocencia y el que sostiene que nadie puede ser condenado sin juicio previo. Los escrachadores se sitúan por encima de los jueces y sus sentencias son inapelables. ¡CORRUPTO!, ¡DELINCUENTE!, gritan desaforados a quien ya decidieron crucificar. Y la víctima queda marcada de por vida, sin posibilidad de absolución. Porque los escrachadores tienen otra “virtud”: no perdonan.

Los escrachadores son capaces de las peores bajezas, incluida la felicidad por la muerte de quien detestan. Ello quedó dramáticamente en evidencia con el fallecimiento de Néstor Kirchner. Durante varios días miles y miles de argentinos festejaron el deceso del ex presidente de la nación, rememorando el tristemente célebre “viva el cáncer”. En los masivos cacerolazos de 2012 y 2013 hubo quienes portaban pancartas donde se leía algo siniestro: el ruego a Néstor para que se lleve a Cristina. Lo peor de todo era que quienes portaban esas pancartas eran mujeres muy bien vestidas de Recoleta. Muchos están convencidos de que ese odio fue provocado por el kirchnerismo. Nada más alejado de la realidad. Ese odio existió desde siempre en la Argentina, probablemente desde que se pelearon Saavedra y Moreno en 1810. El odio hace a la esencia de la historia de la Argentina. Siempre estuvo presente entre nosotros. El problema es que nunca nadie intentó enterrarlo para siempre. La famosa “brecha” se ahondó peligrosamente con la llegada de Perón creando una antinomia-peronismo versus antiperonismo-que continúa vigente. A partir de entonces todo intento por unir a los argentinos fue sepultado por toneladas de irracionalidad, violencia e intolerancia. No es el momento de hacer un recordatorio de la violencia que se enseñoreó entre nosotros a partir de la Revolución Libertadora. Con posterioridad a 1955 hubo proscripciones, persecuciones, ataques terroristas, asesinatos a mansalva, desaparecidos, fusilamientos, bombas y vuelos de la muerte. Nadie es inocente en esta triste historia. Y si alguien se considera libre de toda culpa que tire la primera piedra.

Los escraches a Zannini, figura política por la que siento poca simpatía, cabe aclarar, ponen en evidencia que hay argentinos que aún apuestan por la intolerancia y la violencia; por la antidemocracia, en suma. Porque los escrachadores reniegan de la democracia y de sus valores fundamentales: la tolerancia, el respeto, la pluralidad ideológica, las libertades y garantías individuales. Ellos reniegan de la condición humana de sus víctimas, las consideran masas de carne con las que se puede hacer cualquier cosa. Entonces surge un problema de muy difícil solución y que se resume en la siguiente pregunta: ¿se puede convivir con semejantes “personajes”? Claro que no se puede, ni se debe, porque es un imperativo moral no convivir con los enemigos de la democracia. Por eso resulta tragicómico cuando escuchamos al presidente de la nación abogando por el retorno a la paz y la conciliación. ¿Conciliarnos con quiénes? ¿Con los escrachadores? ¿Con los caceroleros que festejaron la muerte de Kirchner?

Los problemas que aquejan a los argentinos son muy profundos. Éste, el de la convivencia, es quizás uno de los más graves. Porque resulta una misión prácticamente imposible convivir con o, si se prefiere, tolerar a los intolerantes, los violentos, los fundamentalistas. Por eso es que estoy convencido de que, al menos por ahora, la Argentina no tiene solución. Y no la tiene porque no se pueden mezclar la democracia con la antidemocracia, la tolerancia con la intolerancia, la paz espiritual con la violencia, el respeto con el escarnio; las personas con los mastines, en suma.

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