Por Hernán Andrés Kruse.-

¿Es Mauricio Macri el peor presidente de 1983 a esta parte? No es sencillo responder porque el ex presidente de Boca sólo lleva 10 meses en el ejercicio del poder, lo que dificulta compararlo con quienes estuvieron en la Rosada a partir del 10 de diciembre de 1983. De todas formas, en estos meses el presidente ha puesto en evidencia los lineamientos básicos de su gobierno que, salvo que se produzca una catástrofe, mantendrá incólumes hasta el 10 de diciembre de 2019. Se puede, por ende, efectuar una comparación del actual presidente con su antecesores para de esa manera brindar una respuesta lo más concreta posible a la pregunta que motiva este artículo.

Raúl Alfonsín fue el presidente que necesitaban los argentinos en aquella época. Uno de sus méritos más importantes fue haber demolido el dogma de la imbatibilidad del peronismo en las urnas. En este sentido, su victoria del 30 de octubre de 1983 constituye uno de los hitos políticos más relevantes de la historia. Alfonsín demostró que se podía vencer al peronismo, con lo cual no hizo más que brindar un aporte extraordinario a la democracia. En efecto, su victoria le abrió las puertas al sistema de partidos bipartidista, le hizo ver a los argentinos que no sólo el peronismo era capaz de ganar. El 30 de octubre de 1983 nació el radicalismo como partido político competitivo, como fuerza con vocación de poder que fue capaz de poner fuera de combate al coloso peronista.

Para valorar la presidencia de Alfonsín no queda más remedio que situarla históricamente. Las Fuerzas Armadas no habían tenido más remedio que negociar con la clase política la entrega del poder a raíz de la dura derrota en suelo malvinense. Para colmo y contra todos los pronósticos, el vencedor fue Raúl Alfonsín y no Italo Luder, el preferido por el partido militar. Durante la campaña electoral Alfonsín prometió que si llegaba a la presidencia los máximos responsables del terrorismo de Estado serían llevados a juicio. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia emitió dos decretos ordenando el juzgamiento de los miembros de las tres primeras juntas militares y de los cabecillas de la guerrilla. El juicio a Videla y compañía tuvo lugar en 1985 estando a cargo de la justicia civil porque la justicia militar se había negado a juzgar a sus pares. El 10 de diciembre de ese año tuvieron lugar las sentencias que enviaron a los jerarcas militares a prisión. Sin embargo, el panorama militar lejos estuvo de despejarse ya que con posterioridad tuvieron lugar varios levantamientos militares protagonizados por los carapintadas.

Sin embargo, los problemas más serios que debió afrontar el presidente provinieron de la economía. Cabe reconocer que Alfonsín jamás logró domar a la inflación, ese verdadero flagelo que lo atormentó durante sus cinco años y medio de estadía en la Rosada. A comienzos de 1985 el presidente tomó una de sus decisiones más dolorosas al echar del ministerio de Economía a su entrañable amigo Bernardo Grinspun, un neokeynesiano que no quería saber nada con ajustar la economía. Ello motivó a Alfonsín a reemplazarlo por un tecnócrata que en junio de ese año impuso el plan austral, el primer programa de ajuste de la democracia. Luego vinieron otros ajustes que tuvieron idéntico final: el fracaso más absoluto. Era evidente que el presidente quería recomponer su relación con Ronald Reagan, un halcón republicano que nunca lo vio con buenos ojos. El fracaso económico del gobierno envalentonó al sindicalismo peronista que quería desquitarse del presidente por haber pretendido inmiscuirse en sus asuntos internos (la democratización sindical prometida por Alfonsín). De la mano de Saúl Ubaldini, el sindicalismo le hizo trece paros generales en una clara actitud destituyente. Para colmo, las relaciones del presidente con los tradicionales factores de poder-la Iglesia y las corporaciones empresarias-empeoraban a diario. En 1988, en la tradicional apertura de la exposición rural en Palermo, el presidente fue abucheado por la concurrencia, molesta por algunas decisiones que había tomado el gobierno en materia agropecuaria. Un año antes, el oficialismo había perdido claramente en las elecciones a gobernador, emergiendo como claro vencedor Antonio Cafiero, un aliado de Alfonsín durante la Semana Santa de 1987. 1989 comenzó de manera dramática para el gobierno ya que el 23 de enero un residuo del ERP decidió copar a sangre y fuego el regimiento de La Tablada. Para empeorar el panorama la inflación se descontroló lo que obligó a Alfonsín a nombrar a Juan Carlos Pugliese como ministro de Economía y días más tarde a Jesús Rodríguez. Con el correr de los días la inflación pasó a ser hiperinflación provocando angustia en la población. Incapaz de de seguir haciendo frente a la situación Alfonsín, luego de arduas negociaciones, le entregó la banda presidencial a Carlos Menem en julio de ese año.

La caída de Alfonsín fue un duro golpe para el radicalismo. Lamentablemente, su nombre quedó indisolublemente asociado con la hiperinflación, opacando algunos aspectos muy buenos de su gobierno. Lo que hizo Menem apenas asumió no se comprende si no se tienen en consideración dos cuestiones fundamentales: la hiperinflación y el cambio de paradigma que se estaba produciendo a nivel planetario. Menem fue consciente de que con semejante nivel de inflación duraría en la Rosada lo que un suspiro. Astuto y pragmático decidió entregar el manejo de la economía a la corporación Bunge y Born, quien le aportó dos de sus mejores hombres, los ejecutivos Roig y Rapanelli. Mientras tanto, el presidente implantaba un nuevo paradigma en la política exterior, adecuada a lo que estaba pasando en el mundo. En 1989 comenzó la implosión del comunismo que se exteriorizó en la caída del Muro de Berlín, símbolo del totalitarismo estalinista. Estados Unidos había ganado la guerra fría y Menem se acercó inmediatamente al presidente George Bush. Debía convencerlo de la sinceridad de su alineamiento y para ello tomó drásticas decisiones internas y externas. Internamente decidió aplicar una política económica alineada con los dogmas del Consenso de Washington, que denominó “economía popular de mercado”. El riojano impuso ajustes drásticos y un inédito proceso de privatizaciones de las empresas estatales. La frutilla del postre fue el plan de convertibilidad propuesto e impulsado por el nuevo ministro de Economía, Domingo Cavallo. Con la paridad fija-un dólar igual a un peso-el gobierno logró domar la inflación permitiéndole a Menem ganar las elecciones de 1991, 1993 y la reelección presidencial de 1995. Por primera vez en décadas los argentinos comenzamos a respirar aires de estabilidad monetaria pese a que se trataba de una ilusión.

El viraje ideológico de la política exterior no resultó gratis para la Argentina. La decisión de Menem de enviar a la zona caliente del Golfo Pérsico a fines de 1990 dos buques de guerra no pasó inadvertida, no por su importancia militar sino por su importancia simbólica. A partir de entonces la Argentina se alineó de manera incondicional con la república imperial, en una hábil y riesgosa jugada estratégica que trajo severas consecuencias para el país. No fue casualidad que en marzo de 1992 el terrorismo internacional demoliera el edificio de la Embajada de Israel y que dos años más tarde lo hiciera con el edificio de la Amia. Fue el precio que se pagó por tener relaciones carnales con los Estados Unidos. Cabe reconocer que si el otro candidato a la presidencia en 1989, el radical Eduardo Angeloz, hubiera ganado no se hubiera diferenciado demasiado de las políticas menemistas. El mundo había cambiado y la Argentina debía adecuarse sí o sí. Con semejantes pruebas de amor, Bush se convenció de la “sinceridad” de Menem, a tal punto que no dudó en comenzar a presentarlo como uno de los grandes presidentes del mundo. Nunca antes en nuestra historia ambas naciones se habían mostrado tan “hermanadas”. Fruto de ese flamante “amor” los organismos multilaterales de crédito comenzaron a enviar montañas de dólares para financiar el programa económico de Menem. Al poder financiero transnacional poco le importaba el saqueo de la nación que significaron las privatizaciones, la farandulización de la política y la desocupación. Argentina se había convertido en un gigantesco negocio y Menem en un títere ideal.

En mayo de 1995 Menem alcanzó el pináculo de su popularidad. Había sido reelecto por la mitad del electorado y nadie estaba en condiciones de hacerle frente. Tenía el país en sus manos ya que controlaba a los otros dos poderes del estado y los factores de poder le rendían pleitesía. Todos lo veían como un presidente alto, rubio y de ojos azules. Entonces cometió el peor error político de su vida: pretender quedarse en el poder de por vida. En lugar de gobernar para el pueblo dedicó todas sus energías para forzar lo imposible: la reforma constitucional que le permitiera presentarse en las presidenciales de 1999. En lugar de ejercer el poder como corresponde decidió pelearse con quienes consideraba eran sus peores enemigos: el gobernador Eduardo Duhalde y el propio ministro de Economía Domingo Cavallo. La pelea con el “Mingo” terminó en 1996 con su eyección del ministerio. La pelea con Duhalde fue mucho más complicada, encarnizada, a tal punto que definió la suerte de Duhalde en 1999. Para colmo, el sistema económico internacional se complicó sobremanera luego de la devaluación brusca de la moneda mexicana, cuyos efectos se expandieron por doquier. Durante la segunda presidencia de Menem la situación económica se agravó peligrosamente pero ello no impidió que el presidente dedicara todo su tiempo en neutralizar a Duhalde, ignorando algo que luego estallaría en las elecciones de 1997: el hartazgo de importantes franjas de la población del estilo de gobierno del riojano.

La victoria de la Alianza en 1997 puso fin a las ambiciones re-reeleccionistas del presidente de la nación. Rencoroso como pocos Carlos Menem utilizó sus dos últimos dos años como presidente para impedir que Duhalde fuera su sucesor. Para colmo, en una pésima lectura del estado de ánimo de la población, Duhalde no tuvo mejor idea que comenzar a despotricar contra la convertibilidad, justamente lo que más consenso tenía en aquella época. Duhalde no vio que lo que la sociedad quería era la continuidad de la convertibilidad pero sin Menem. Por eso eligió a Fernando de la Rúa, sin imaginarse lo que sucedería dos años más tarde. Es interesante analizar el gobierno de la Alianza porque fue el primer gobierno de coalición de la historia. Su fórmula presidencial estaba integrada por dos dirigentes que eran muy diferentes, cuyas trayectorias de vida eran prácticamente antagónicas. El escándalo de “la Banelco” puso al descubierto las profundas diferencias entre el presidente y su vice que desembocaron en la renuncia de éste en octubre de 2000. Chacho Álvarez, que estaba convencido de que había llegado la hora de instaurar en el país una nueva forma de hacer política, se estrelló contra unos hábitos políticos inmodificables. Luego del estallido del escándalo el vicepresidente se dio cuenta de que el presidente lo había dejado solo, había privilegiado sus relaciones con los senadores nacionales, emblema de la vieja política. Luego de la renuncia del vicepresidente la Alianza como gobierno de coalición dejó de existir. Lo que quedó fue delarruismo químicamente puro. 2001 fue quizás el peor año de la Argentina en democracia. La incapacidad del presidente para hacer frente a los problemas económicas y convencer a los organismos internacionales de crédito que era un presidente confiable, sellaron su suerte y la de su gobierno. La derrota electoral en octubre y el corralito lo obligaron a renunciar el 20 de diciembre en medio de un peligroso caos social. Luego de diez días en los que tuvimos cinco presidentes, finalmente asumió como presidente interino Eduardo Duhalde gracias al apoyo de Raúl Alfonsín.

A Duhalde le tocó ser presidente en un momento dramático. Nada funcionaba en el país, absolutamente nada. Miles y miles de argentinos huían despavoridos al exterior, la economía era un desastre y los tres poderes del Estado habían colapsado. El modelo neoliberal instaurado por Menem había implosionado mucho antes de que asumiera Duhalde, quien se limitó a extenderle su certificado de defunción. Duhalde hizo lo que pudo, ayudado por su ministro de Economía, Roberto Lavagna. Cuando la economía comenzaba lentamente a enderezarse se produjo la tragedia de la estación Avellaneda, que obligó a Duhalde a anticipar la fecha de las elecciones presidenciales. A partir de ese trágico suceso el presidente interino utilizó toda su astucia para evitar el retorno a la presidencia de Carlos Menem. Aplicando el más crudo maquiavelismo, eligió como su delfín a Néstor Kirchner y bendijo la participación en los comicios de Rodríguez Saá. Su objetivo fue fraccionar al peronismo para obligar a Menem a ir al balotaje, consciente de que en esa instancia el grueso del electorado no votaría por el riojano. Su estrategia dio los frutos esperados: Menem se vio obligado a ir a la segunda vuelta con Kirchner. Su decisión de no participar le evitó un papelón electoral histórico.

Así fue cómo surgió el kirchnerismo como fuerza política nacional. Al asumir en mayo de 2003 Kirchner era un dirigente desconocido para la inmensa mayoría de la población. Había arribado a la Rosada gracias al apoyo del aparato duhaldista de la provincia de Buenos Aires. Duhalde había hecho presidente a Kirchner, en suma. El patagónico, consciente de lo que estaba en juego, tomó una decisión radical pero perfectamente entendible: se independizó de su “tutor”. Dueño de una increíble capacidad de construcción política, Kirchner terminó su mandato con la autoridad presidencial reconstruida, la economía puesta de pie y con la firme decisión de no ser un títere del presidente de los Estados Unidos. El propósito fundamental del santacruceño fue reemplazar el paradigma neoliberal por un paradigma progresista. La elección de 2007 demostró que el kirchnerismo se había convertido en la principal fuerza política nacional. Con Cristina en la presidencia y Néstor manejando los hilos del poder, daba la sensación de que se estaba en presencia de una nueva era en el país. Pero un hecho dramático se produjo que cambió por completo el escenario político nacional: la muerte de Néstor Kirchner el 27 de octubre de 2010. El kirchnerismo jamás logró recuperarse a pesar de la histórica reelección de Cristina en 2011. Porque con su muerte se desmoronó como un castillo de naipes el plan trazado por el matrimonio de detentar el poder durante varios años o décadas. ¿Buscó Cristina la re-reelección presidencial emulando a Carlos Menem? Puede ser, aunque ella jamás lo reconoció públicamente. Quien sí lo hizo fue Diana Conti al referirse a “Cristina eterna”. La elección de medio término de 2013 sepultó definitivamente el plan re-reeleccionista, si alguna vez existió. A partir de entonces, la sucesión presidencial se transformó en el tema político central de la Argentina. El gobierno tenía a su favor la fragmentación de la oposición pero tenía en contra una economía que comenzaba a marchar a los tumbos. Para colmo, el poder mediático no se cansaba de disparar munición gruesa contra Cristina con el evidente propósito de destruirla políticamente. Dentro del oficialismo surgió como el único candidato capaz de ganar en 2019 el gobernador bonaerense, Daniel Scioli. El problema era que Scioli nunca fue kirchnerista. Mientras se acercaba la elección de 2015 sus chances comenzaron a crecer, fundamentalmente porque la oposición se mostraba, una vez más, dividida. Pero en la primer vuelta se produjo lo impensado: Scioli ganó pero no lo suficiente como para evitar la segunda vuelta. Ganó pero en el fondo, perdió. En el balotaje compitió contra Mauricio Macri quien supo decirle a la población lo que quería escuchar. Haciendo flamear la bandera del cambio Macri le ganó a Scioli y se transformó en el sucesor de Cristina.

Con Macri en la Rosada la Argentina retornó a julio de 1989 cuando Menem se hizo cargo del país. Más que un cambio, se produjo una involución. El lenguaje de los noventa-déficit cero, ajuste, racionalidad, apertura de la economía, reinstalar el país en el mundo-floreció nuevamente a partir del 10 de diciembre. Pero a diferencia de Menem, Mauricio Macri directamente formó su gabinete con CEOs de varias empresas multinacionales. El riojano no se había animado a tanto, pero es probable que lo hubiera pensado. En cuanto al plan económico, Macri no está haciendo otra cosa que repetir los lineamientos básicos del menemismo, con la única y sustancial diferencia en que Macri es un genuino miembro del establishment y Menem era un “outsider”. Pero en lo esencial, son lo mismo: gobernar para los ricos en detrimento de los sectores populares. Sin embargo, no dudamos en tildar a Macri como el peor presidente de 1983 a esta parte porque, si bien aplica un programa económico similar al de Menem, al menos el riojano lo hizo no por convicción sino por puro pragmatismo. Macri, en cambio, lo hace por placer porque está convencido de que el país sólo saldrá adelante si se sacrifica a un importante porcentaje de la población, como lo hizo Roca en el siglo XIX.

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