Por Hernán Andrés Kruse.-

El 10 de diciembre de 1983 fue una jornada histórica. El pueblo había recuperado la democracia y asumía como presidente de todos los argentinos Raúl Ricardo Alfonsín. El líder radical había hecho una hazaña el 30 de octubre al derrotar al peronismo en elecciones libres y transparentes. Se trataba de un hecho inédito en nuestra historia ya que entre 1946 y 1983 el movimiento creado por Perón nunca había perdido en las urnas. La asunción de Alfonsín se tradujo en una sola palabra: ilusión. El pueblo estaba ilusionado porque confiaba en el flamante presidente. Estaba realmente convencido de que con el retorno a la democracia y el liderazgo de Alfonsín la Argentina comenzaría a transitar a paso firme el camino del progreso. Aquel estribillo “con la democracia se come, se educa y se cura” había pasado a ser un dogma que no admitía discusión alguna. Era imposible que el flamante gobierno fracasase. A nadie se le hubiera pensado dudar de la capacidad de Alfonsín como presidente aquel soleado y caluroso 10 de diciembre. Cinco años y medio después Alfonsín se vio obligado a entregar anticipadamente el poder a su sucesor, el peronista Carlos Saúl Menem. Al asumir el riojano el 8 de julio de 1989, la inflación rozaba el 200% mensual. ¡200%! Una cifra escandalosa, sencillamente monstruosa. Pensar que ahora nos hablan del 40% anual y nos agarramos la cabeza. En 1989 la inflación anual fue de un porcentual que superó largamente el número 1000. Ello significa que la inflación había dejado su lugar a la hiperinflación. El dinero literalmente se licuaba todos los días y nadie estaba en condiciones de efectuar cálculo económico alguno. La desesperación nos había invadido, al igual que la incertidumbre y el desasosiego. Aquella gigantesca ilusión de diciembre de 1983 había sido sepultada por el gigantesco desasosiego de julio de 1989. Nos sentíamos muy frustrados. No era para menos. Quizá depositamos en Alfonsín demasiadas esperanzas y nos olvidamos de que no era un semidios sino un hombre de carne y hueso, un ser humano que hizo lo que pudo. Durante su traumática presidencia nos dimos cuenta de que la democracia política por sí sola a veces es incapaz de garantizar la comida, la educación y la salud. La hiperinflación nos enseñó que la economía es fundamental, que es prioritario para cualquier gobierno ejecutar un plan económico integral conducido por un ministro de Economía inteligente, sensato y, fundamentalmente, éticamente intachable.

Ese estado espiritual de los argentinos depositó a Menem en la Rosada. Astuto y pragmático, el riojano se percató de ello y llegó a la conclusión de que presentándose como una suerte de Mesías vernáculo no tendría problema alguno en ser el nuevo presidente. Menem preparó cuidadosamente la campaña electoral. Utilizó el famoso “Menem-móvil” para recorrer una y otra vez el territorio nacional dirigiéndose a sus seguidores como si fueran fieles de una Iglesia. “Síganme, que no los voy a defraudar” fue su canto de guerra, su mensaje bíblico para captar la mayor cantidad posible de adherentes. También aludió al “salariazo” y a la “revolución productiva” sin intentar jamás efectuar algún tipo de precisión al respecto. Menem ganó holgadamente la elección presidencial. Fue la crónica de una victoria anunciada. Si bien su asunción lejos estuvo de la de Alfonsín en cuanto a entusiasmo e ilusión, en general el pueblo estaba expectante y en cierta manera optimista, pese al rechazo que la figura de Menem provocaba en los sectores medios y medios altos de la sociedad. A diferencia de Alfonsín, que lo que prometió durante la campaña electoral lo cumplió siendo presidente (el juicio a las Juntas, por ejemplo), Menem mintió descaradamente. Décadas más tarde confesaría que si durante la campaña electoral hubiera sido sincero no hubiera llegado a la Rosada. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia archivó la revolución productiva y el salariazo. En su lugar, impuso una “economía popular de mercado” bendecida por el establishment local y el poder financiero transnacional. Su éxito en el combate contra la inflación le permitió ganar los comicios de 1991, 1993 y 1995. La población había vuelto a recuperar la confianza en la moneda por la drástica reducción de la inflación, aunque el costo que se pagó fue la creación de un gigantesco ejército industrial de reserva surgido a raíz del achicamiento del Estado y del enfriamiento de la economía. Con ese fenomenal cuento de ciencia ficción llamado “convertibilidad” Menem se mantuvo en el poder diez años y medio. Una verdadera proeza. Además, demostró lo que es capaz de tolerar y soportar el pueblo argentino con tal de que no haya inflación. Su apogeo tuvo lugar cuando fue reelecto en 1995. Fue un masivo voto de confianza de parte de una sociedad que no quería saber más nada, y con justa razón, con la inflación. Pero había algo que estaba comenzando a fatigarla: la feroz corrupción del menemismo. Lo que la mayoría del pueblo deseaba era que el modelo económico continuara vivito y coleando pero que el futuro gobernante no fuera tan corrupto. Como ese deseo era de imposible cumplimiento mientras Menem estuviera en la Rosada, la sociedad esperó hasta que surgiera en el firmamento ese potencial presidente que fuera honrado y que no tocara la convertibilidad.

Ese potencial presidente tuvo nombre y apellido: Fernando de la Rúa. Dirigente de una vasta trayectoria política-siendo joven fue candidato a la vicepresidencia de la nación junto a Balbín en las elecciones de septiembre de 1973-, se presentó ante el electorado como el mejor garante de la estabilidad monetaria y, fundamentalmente, de la ética republicana. Justo lo que deseaba la mayoría de la sociedad. La victoria de la Alianza en las elecciones de medio término de 1997 no hizo más que allanarle el camino a la presidencia. Por si ello no hubiera resultado suficiente, su opositor, Eduardo Duhalde, no tuvo mejor idea que basar su campaña electoral en la crítica a la convertibilidad. Resultado: la sociedad lo asoció inmediatamente con el flagelo inflacionario. En octubre de 1999 De la Rúa triunfó sin inconvenientes. Había bastante alegría en la sociedad aunque no se podía comparar con los festejos que se produjeron luego de conocerse la victoria de Alfonsín en 1983. Lo que más algarabía produjo fue el fin del menemismo. La ilusión colectiva, era, por ende, bastante elevada. Dos años más tarde esa ilusión volaba por los aires. La renuncia de De la Rúa, por la forma en que se produjo, significó un golpe durísimo para quienes se habían ilusionado con la Alianza dos años antes y, obviamente, para el radicalismo. Las instituciones fundamentales de la democracia-la Presidencia, el Congreso, la Justicia y los partidos políticos-estaban desechas. Nadie creía en ellas. En diciembre de 2001 el país estuvo a centímetros de entrar en un estado de anarquía de impredecibles consecuencias. En ese contexto asumió como presidente interino Eduardo Duhalde. La ilusión colectiva en enero de 2002 era mínima. Para colmo, con el bonaerense en la presidencia retornó el monstruo tan temido: la inflación. Para muchos fue como volver a la época de Alfonsín. Con Duhalde retornaron la devaluación, la pérdida del poder adquisitivo de la moneda y el crecimiento exponencial de la pobreza y la indigencia.

El 25 de mayo de 2003 asumió como presidente de la nación Néstor Kirchner. Su arribo a la Rosada fue casi obra de la casualidad. En ese entonces el pueblo, lejos de estar ilusionado, estaba profundamente angustiado. Si bien la economía había comenzado a enderezarse un poco en el período anterior luego de que Roberto Lavagna asumiera como ministro de Economía, el patagónico se encontró con un gravísimo panorama. Para colmo, su nivel de apoyo era escaso-el 22%-y el establishment no lo consideraba un presidente “sustentable”. Durante su presidencia Néstor Kirchner logró enderezar la economía y reconstruir la autoridad presidencial, factores que explican la victoria de Cristina en octubre de 2011. En esa elección la sociedad decidió continuar otorgando un voto de confianza a un gobierno que había logrado sacar al país de la crisis más profunda de su historia contemporánea. Cristina continuó gobernando tal como lo había hecho su antecesor. Sin embargo, el establishment no toleró que el kirchnerismo continuara en el poder en 2007. La crisis que se desató a raíz de la resolución 125 fue desmedida y peligrosa para la joven democracia. Un incremento de las retenciones al maíz, al girasol y a otros productos del campo dio lugar a una sublevación del poder agropecuario que asombró por su dureza. Un conflicto que se pudo haber solucionado en veinticuatro horas se prolongó por cuatro meses, poniendo al país al borde de un quiebre de la continuidad institucional. Lo más probable es que el orden   conservador haya intentado presionar para intentar obtener su objetivo de máxima: forzar la renuncia de Cristina. Si ello fue así cabe reconocer que estuvo cerca de lograrlo. El voto no positivo del vicepresidente de la nación, favoreciendo los intereses de la corporación campestre, constituyó uno de los actos institucionales más irresponsables de las últimas décadas. Sin embargo, Cristina logró sobrevivir. Lamentablemente, el 27 de octubre de 2010 se produjo el hecho que significó un punto de inflexión para el kirchnerismo: Néstor Kirchner fallecía inesperadamente en el sur argentino. Cristina se había quedado sin el soporte político de toda su vida, lo que en buen romance significa que se quedó sola. A partir de entonces, tuvo que hacerse cargo por sí misma de la presidencia y del destino del país. Con el correr del tiempo las diferencias entre la presidente y su antecesor se hicieron notorias, pese a que la esencia del kirchnerismo se mantuvo incólume. La pérdida de su compañero de toda la vida fue un factor fundamental a la hora de entender su arrasadora victoria en 2011. También ayudó sobremanera la increíble fragmentación de la oposición.

El 10 de diciembre de 2011 Cristina asumió con el poder absoluto. Reelegida por amplia mayoría y con mayoría absoluta en ambas Cámaras, la presidente era la dirigente política más poderosa del país. Nadie, dentro de la clase política, estaba en condiciones de hacerle sombra. La sociedad le había otorgado un cheque en blanco y no había una oposición capaz de hacerle sombra. Luego de Perón en 1973 ningún presidente tuvo tanto poder como Cristina a fines de 2011. Tenía el país en sus manos. Lamentablemente, no supo-o no pudo-sacar provecho de esa situación. En materia económica, Cristina demostró ser bastante más heterodoxa que Néstor. Si el patagónico era un obseso del equilibrio fiscal, la platense demostró que era mucho más proclive al gasto público. Con el neokeynesiano Axel Kicillof en Economía y con La Cámpora controlando varios e importantes organismos del Estado, Cristina gobernó su segundo período pensando en la continuidad luego de 2015. En ese sentido, se asemejó al Carlos Menem de la segunda presidencia. Su decisión de no tener en cuenta al peronismo tradicional y la incipiente inflación, conspiraron contra las chances electorales del kirchnerismo en las elecciones de medio término de 2013. En ese comicio la sociedad le dijo a la presidente que había comenzado a desilusionarse con su gobierno. Fue un claro mensaje de muchos argentinos y argentinas preocupados por la marcha de la economía y, quizá, por la forma de ser de la presidente. Mientras tanto, la grieta no hacía más que profundizarse. El encono entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo era a esa altura feroz, fogoneado por un poder mediático concentrado que quería ver destruida a Cristina.

La victoria de Macri en el ballotage fue la lógica consecuencia de la mala situación económica y del odio profesado por amplios sectores de la sociedad hacia la figura de la presidente. Al conocerse los resultados electorales la noche del 22 de noviembre una mitad celebró y la otra mitad se puso triste. Convivieron la algarabía de los antikirchneristas y la desilusión de los kirchneristas. Lo cierto es que un gobierno que duró doce años y medio no terminó bien, al igual que los gobiernos de Alfonsín, Menem, de la Rúa y Duhalde. Demasiadas veces en las que la ilusión depositada por los argentinos en el presidente entrante quedó severamente dañada al término de su mandato. El 10 de diciembre de 2015 asumió Macri y, tal como lo hicieron sus antecesores, prometió el fin de una época y el comienzo de otra, signada por la prosperidad, el desarrollo y la felicidad. Seis meses después la ilusión que habían depositado millones de argentinos en el flamante presidente se hizo trizas. Hasta De la Rúa mantuvo más tiempo la ilusión que había creado. ¡De la Rúa! Lamentablemente, el pueblo argentino ha experimentado una nueva frustración provocada por la incompetencia y la desidia de un dirigente político que parece estar empecinado en que el pueblo comience a extrañar desde ahora a Cristina Kirchner.

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