Por Hernán Andrés Kruse.-

En la última reunión de 2016 de la comisión de selección del Consejo de la Magistratura, la camarista-consejera Gabriela Vázquez pregunta mientras agita un papel: “¿Nadie va a decir nada de esto?”. Es la última de las cuatro cartas enviadas por Mariela López Iñíguez, una jueza penal de la CABA que decidió concursar para intentar llegar a un tribunal oral federal. La magistrada ganó el concurso. Posee el decreto que la designa desde septiembre de 2015, igual que sus colegas Sabrina Namer y Nicolás Toselli. El problema es que ese tribunal es inexistente pese a la existencia de una ley que ordenó su creación hace seis años. Vale decir que varios magistrados concursaron para acceder a un tribunal oral federal inexistente. Luis Landriscina hubiera elaborado una narración inolvidable. En los viejos tribunales orales de Comodoro Py aparecieron vacantes que deberían llenarse precisamente con aquellos magistrados que, como López Iñíguez y sus pares, concursaron para esa especialidad. Lamentablemente, en la justicia vernácula la lógica suele colisionar con las reglas de juego impuestas por la corporación judicial. Los consejeros tomaron la decisión de enviar varones como suplentes-algunos sin concurso-en lugar de las magistradas que sí concursaron con todo éxito. Las cartas de López Iñíguez han pasado a ser una cuestión tabú para la justicia por una sencilla y contundente razón: dejan al descubierto dos cuestiones que comprometen al macrismo. En primer lugar, el mecanismo que emplea la mayoría del Consejo, compuesta por una alianza de miembros del macrismo con miembros de la corporación judicial, para reservarse ciertos cargos que aún no han sido cubiertos y retardar algunos concursos para activarlos en el momento oportuno con el objetivo de favorecer a conocidos, amigos o directamente para intercambiar favores. En segundo lugar, la clara intención del oficialismo de ejercer un control absoluto sobre los tribunales orales federales, el ámbito donde se decidirá el futuro procesal de muchos funcionarios y ex funcionarios. No fue casualidad que justo el último día de 2016 se hubiera promulgado la ley que transformará seis tribunales ordinarios en federales. Con una simple mayoría del Consejo (los siete votos del PRO, el radicalismo, dos jueces y los abogados) es suficiente para decidir cuáles de los 30 tribunales se harán cargo de los delitos de corrupción, narcotráfico y derechos humanos. Los tribunales federales nuevos tendrán en sus manos casos tan resonantes como las causas contra Cristina Fernández de Kirchner, contra Amado Boudou, Julio de Vido, Aníbal Fernández, Lázaro Báez, a los que se les pueden sumar en el futuro casos vinculados con funcionarios del gobierno de Macri (los Panamá Papers, por ejemplo).

A raíz de la reforma de 1992 hoy existen seis tribunales orales federales. El objetivo fue imponer un sistema mixto: una primera etapa de instrucción (escrita) y una segunda fase oral. De esa forma se instauró un método que hizo que ciertas causas de corrupción durasen entre 15 y 20 años. En 2015 el Congreso votó por un sistema acusatorio, oral, ágil y con gran protagonismo de los fiscales en las investigaciones. Lamentablemente, con el cambio de gobierno esa reforma quedó en la nada. Durante mucho tiempo quienes trabajaban en los tribunales orales federales (TOF) se quejaban de lo mismo: había demasiado trabajo y juicios sumamente complejos. A raíz de ello, hace seis años el parlamento votó la creación de los tribunales federales 7 y 8. El Consejo de la Magistratura llamó a concurso teniendo lugar el examen en agosto de 2012. Los ganadores, quienes lograron el acuerdo senatorial, fueron: a) para el TOF 8, López Iñíguez, Sabrina Namer (fue fiscal federal de juicio y miembro de la Unidad AMIA) y Nicolás Toselli (defensor oficial en La Plata); y para el TOF 7, Andrés Basso (ex secretario en Lomas de Zamora), Javier Ríos (juez de instrucción) y Fernando Machado Pelloni (defensor oficial). Poco tiempo antes de abandonar el poder la presidente Cristina Kirchner firmó los decretos que confirmaban los nombramientos. El problema que se les presentó a los ganadores fue que los nuevos tribunales no fueron habilitados. Como los jueces nuevos no tienen lugar físico para desempeñar sus funciones, no se puede conceder la habilitación. El organismo encargado de conseguir los edificios es el Consejo y pese a haber dispuesto de seis años para hacerlo, hasta hoy se cruzó de brazos (igual que la propia Corte Suprema, encargada de la habilitación). Un día, los jueces del TOF 3 se jubilaron. En lugar de llamar a concurso para cubrir las vacantes, hubo un “pedido” por escrito del ministro Garavano y con el apoyo de la mayoría del macrismo en la Comisión de Selección, el Consejo de la Magistratura hizo dos maniobras de antología: decidió que los jueces que habían sido designados para el TOF 7 irían a ocupar los despachos del TOF 3 (ahí están en forma definitiva); y el 4 de agosto pasado eligió de la vieja lista de concursantes los tres nombres que estaban inmediatamente por debajo de los ganadores y los asignó al TOF 7. Los “beneficiados” fueron Herminio Canero (trabajó con Julio Nazareno en la Corte), Enrique Méndez Signori (trabajó en la secretaría penal de la Corte) y el fiscal Julio Castro (su designación está empantanada a raíz de una denuncia). En su lugar, quedaron la secretaria letrada de la unidad AMIA a partir de la gestión Nisman, Vanesa Alfaro, y el fiscal Ariel Yapur.

López Iñíguez y Namer, nombradas para el TOF 8, presentaron una nota ante Garavano, el lord mayor de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y el Consejo. Las damnificadas consideran que al haber en Comodoro Py solo tres mujeres, son (Iñíguez y Namer) víctimas de discriminación. Esa carta no fue respondida. Tuvo el mismo destino una carta anterior firmada por Toselli, en la que efectuaba un firme reclamo de habilitación de sus tribunales. En otra carta, a raíz de una vacante que se producía en el TOF 1, solicitaron que el Consejo no efectuara traslados de jueces que no habían concursado. No obtuvieron respuesta alguna y en ese lugar fue nombrado Gabriel Vega, un juez de un tribunal oral ordinario. Namer presentó otra nota en la que ponía en evidencia lo absurdo de la situación (no poder asumir por falta de oficina): “(…) mientras se esperan soluciones inmobiliarias o cuasi futbolísticas a la deriva del cierre de la temporada de pases de un tribunal a otro, se leen en los diarios que algunas causas de banqueros o de funcionarios acusados de corrupción prescriben por falta de un cuarto juez para iniciar los juicios, o que los juicios de lesa humanidad no pueden empezar por el mismo motivo, o que quedan libres narcotraficantes por soluciones que reducen su pena para no violar los plazos de prisión preventiva ante la imposibilidad de hacer juicios orales. La falta de un espacio físico, generó aparentemente que el señor Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación no diera curso a los pedidos de habilitación de los cargos efectuados por la Cámara de Casación Penal” (…) “Paradójico todo, si además se pregona que el sentido común, el respeto al interés público y la transparencia deben regir las decisiones de los funcionarios”. Ahora sí hubo una respuesta: una acordada de los supremos dio la habilitación. Pero en medio de esta situación, sucedió algo insólito. La Comisión de Selección no tuvo mejor idea que implementar un sorteo en virtud del cual cada vez que se producían vacantes los designados las fueran ocupando. De esa forme quedó el siguiente orden: Namer, López Iñíguez, Canero, Toselli y Méndez Signori. Mientras caminaba por Parque Centenario, Namer recibió un llamado del secretario de Selección, quien le avisaba que se había producido una vacante en un tribunal ordinario (20). Harta de la situación, Namer aceptó la “invitación” y el 28 de diciembre juró como jueza federal para un tribunal común con Canero y Méndez Signori, quienes carecen de tribunal asignado. Por su parte, López Iñíguez reclamó por escrito la vacante del TOC 1 cuya suplencia vencía. La jueza manifiesta su malestar por la falta de respuesta a sus pedidos y al “reclamo de género por la evidente discriminación que vengo padeciendo en relación a colegas varones que ya se encuentran desempeñando sus cargos, hecho que reviste gravedad institucional ya que la propia Corte Suprema” reconoció que debían ponerla en funciones. “Hasta ahora”, manifestó con evidente enojo, “el único que ha demostrado tener perspectiva de género es el bolillero utilizado el pasado 17 de noviembre” con el que se creó el mencionado orden de mérito que les permitió a la jueza y a Namer ocupar los primeros puestos. Ni Alberto Migré hubiera sido capaz de elucubrar semejante sainete. Virginia García, senador K en el Consejo, manifestó que era una vergüenza la manera como se estaban subastando los cargos. Sus blancos eran Luis Cabral, el cuestionado ex subrogante permanente de la Cámara de Casación vinculado a legisladores macristas y radicales, Juan Mahiques, representante del Poder Ejecutivo, el juez Leónidas Moldes y los abogados Miguel Piedecasas y Adriana Donato. Pero el macrismo respira tranquilo ya que tiene la mayoría asegurada en las votaciones. La prueba más contundente de que el oficialismo quiere controlar el fuero y sus tribunales orales es la denominada “Ley de Fortalecimiento de los Tribunales Orales en lo Criminal Federal”. Esta norma tiene por objeto convertir seis tribunales ordinarios en federales: uno desaparecerá y sus jueces trasladados y los restantes serán convertidos desde TOF 7 en adelante. También se prevén juicios unipersonales. La decisión de qué jueces del fuero ordinario pasarán al fuero federal será tomada por simple mayoría del Consejo, hoy a merced de la coalición político-judicial con el apoyo logístico del poder mediático (fuente: Irina Hauser, “Un recuerdo de la famosa servilleta de Corach”, Página/12, 9/1/017).

En su edición del 9 de enero, Página/12 publicó en su sección “Temas de debate”, dos interesantes notas de los economistas Rafael A. Selva (“Un déficit para cada modelo”) y Fabián Amico y Alejandro Fiorito (“La aritmética del ajuste fiscal”).

Según Selva, “El programa de apertura y valorización financiera imperante entre 1976 y 2001 se propuso alcanzar el equilibrio fiscal mediante la minimización del Estado y el endeudamiento, pero fracasó en el intento. Aunque sus detentores hayan construido un relato de paladines de la consolidación fiscal, los resultados de esas políticas fueron elocuentes y perduran en la memoria colectiva los efectos del colapso de los años noventa. Paradójicamente, las cuentas fiscales mejoraron cuando se adoptó un rumbo orientado a la producción, antes de 1975 y después de 2003. Es en esas etapas cuando el resultado fiscal dejó de ser un objetivo para transformarse en un instrumento, evidenciando que las cuentas fiscales no se ordenan a partir del debilitamiento del Estado, sino con su fortalecimiento. Desde una perspectiva histórica, se puede circunscribir la evolución de las cuentas públicas a los profundos cambios acaecidos en las formas de intervención del Estado. Así, previo a 1975 la característica fue un resultado económico (ingresos menos gastos corrientes) superavitario, que permitió niveles elevados de inversión pública. Algo similar ocurrió a partir de 2003, cuando el Estado comenzó a recuperar instrumentos de intervención y a ampliar progresivamente su rol. Esta reconfiguración tuvo reflejo tanto del lado de los ingresos como de los gastos. El incremento de la presión tributaria y la apropiación de parte de la renta agraria permitieron equilibrar las cuentas al tiempo que se recuperaba la inversión pública y se expandían las prestaciones y derechos sociales. El desendeudamiento y la independencia del FMI permitieron además impulsar, con políticas fiscales expansivas, el crecimiento del mercado interno con el objeto de reducir el desempleo” (…) “En contraposición, en la última dictadura militar y durante la convertibilidad, con el equilibrio presupuestario como objetivo de política económica, se redujo la intervención estatal con privatizaciones y ajustes en salud, educación y seguridad social y se desregularon los mercados, incluidas las relaciones de trabajo. También se profundizó la regresividad del sistema impositivo y la merma de los ingresos tributarios (reducción en contribuciones patronales, generalización del IVA y desvío de recursos a las AFJP). La consecuencia fue la retracción de la industria, la mayor desigualdad en la distribución del ingreso y el endeudamiento. Finalmente aumentó el déficit (3 por ciento del PIB en 2001), ya que la caída del gasto operativo del Estado se vio más que compensada por la disminución de los ingresos y la mayor carga en intereses de la deuda pública. Y se contrajo la inversión pública. Hoy, como en el pasado, el modelo económico de Cambiemos pone en relieve la visión del Estado que trae aparejado. El acento vuelve a ponerse en el equilibrio fiscal como objetivo y se anuncian las mismas recetas de ajuste. Mientras tanto, en 2016 el déficit se incrementó (a cerca de 5 por ciento del PIB) y no para impulsar la actividad económica. Ya que éste se debió centralmente a la reducción de impuestos a sectores de elevados ingresos, en tanto se contrajo el gasto en términos reales orientado a los sectores populares”.

Por su parte, Amico y Fiorito sostienen que “El gobierno de Cambiemos hizo de la disminución del déficit fiscal un punto medular de su política, apuntando a que el ajuste del gasto público debía llevar a una baja del peso del déficit fiscal sobre el PIB. Pero la aritmética no es tan simple: el gasto público influye en el producto y el tamaño de éste incide sobre la recaudación” (…) “Una familia “austera” puede controlar el resultado de sus gastos e ingresos; el gobierno no. Los ingresos del gobierno no son independientes de sus gastos. El gobierno puede decidir cuánto gastar, pero no puede decidir cuánto “ganar” (recaudar) porque eso depende también del sector privado.

“(…) “¿Porqué el gobierno está empecinado en reducir el déficit fiscal? Esta sería una condición para el aumento (o llegada) de inversiones, el motor “genuino” del crecimiento sostenido. La inversión aumentaría por la mejora de la confianza y por la reducción de los costos de financiamiento gracias a la disminución del déficit fiscal” (…) “Mala noticia número 1: la baja de la demanda agregada, por causa del ajuste fiscal, supone así un obstáculo infranqueable al aumento de la inversión privada. Más simple: ¿quién va a invertir si no hay a quién venderle una mayor producción? Mala noticia número 2: Los autores del documento (Coremberg, Marotte, Rubini y Tisocco) comprobaron que las variables proxy del costo de invertir (tasas de interés nominal y real, activa y pasiva, volumen de crédito, etc.) no resultan relevantes para explicar la inversión privada. Así, aun suponiendo que la reducción del déficit tenga relación con el costo del financiamiento, el ajuste sería un esfuerzo inútil. Mala noticia número 3: La investigación examina la relevancia de la “inseguridad jurídica” sobre la inversión y no se reveló ninguna correlación definida. La “confianza” parece no ser importante. La implicancia directa de todo esto es que el ajuste fiscal impacta negativamente en la demanda (como está ocurriendo), lo que implica una reducción en el PIB y por tanto una caída de la inversión. Así se llega a la “desagradable” aritmética del ajuste fiscal” (…) “¿Es tan apremiante eliminar el déficit fiscal? Si el gobierno se endeudara en moneda doméstica para financiar el déficit, no hay ninguna posibilidad de que el Estado quiebre en su propia moneda. Sea un bono del Tesoro o Lebacs del BCRA, ninguna deuda en pesos podrá “explotar” nunca. Si hay desempleo y existe capacidad ociosa, cuando el gobierno se endeuda para gastar eso aumenta el nivel de actividad y de empleo. El problema es el endeudamiento en dólares, justamente porque no “fabricamos” esos billetes verdes, y ahí-como sabemos-se puede quebrar en grande. La política del gobierno, gradual o de shock, no consigue disminuir el déficit, ni aumentar la inversión ni relanzar el crecimiento. Más bien, en Argentina el crecimiento sería una precondición para reducir el déficit, lo cual torna bastante irrelevante preocuparse por él, como sostenían Abba Lerner y los viejos keynesianos”.

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