Por Hernán Andrés Kruse.-

Borges tuvo una imaginación notable. Ahí están sus “Ficciones” para demostrarlo. Luego de su fallecimiento en junio de 1986 dejó un vacío que por fin acaba de ser ocupado. En las últimas horas un digno discípulo suyo acaba de publicar un relato fantástico que hubiera maravillado al insigne escritor. Me refiero a Marcos Peña, jefe de Gabinete de Mauricio Macri, que dio a conocer un documento sobre el estado de la economía al final del mandato de su jefe. El “paper” es verdaderamente desopilante.

A continuación transcribo aquellos párrafos que ponen en evidencia la increíble capacidad de Peña por la literatura fantástica. “A fin de 2019 el país está listo para crecer. Sin magia, sin mentira, sin ficción. Gracias al esfuerzo de los argentinos hemos logrado revertir la herencia de 2015 (…) Es cierto que en 2019 hay problemas. Y que no hemos podido cumplir las mejoras de bienestar que todos anhelamos. La inflación sigue alta. Y a pesar de haber creado 1.250.000 puestos de trabajo en esta gestión, no fue suficiente, porque hay más gente que busca trabajo”. Según el discípulo de Borges “el punto de partida para 2020 es mucho más sano”. Ahora hay equilibrio fiscal primario, una menor presión tributaria, “un tipo de cambio competitivo que nos permite un comercio balanceado con el resto del mundo, sin sorpresas cambiaras para el futuro”. “Volvimos a tener energía”, enfatiza. Con Macri “por primera vez en mucho tiempo Argentina tuvo una idea de largo plazo basada en reglas claras, estabilidad económica e inserción en el mundo (…) Lamentablemente, no se puede eliminar la inflación de un día para el otro (…) Pero en estos cuatro años hemos dado los pasos necesarios para empezar a ver una reducción sostenida y sostenible de la inflación: corregimos las tarifas y el tipo de cambio, y equilibramos las cuentas públicas (…) Dos de cada tres dólares que tomamos de la deuda fueron para mejorar los plazos o las condiciones de deudas viejas (…) Decidimos financiarnos de forma transparente y clara”. El final de la ficción es apoteótico: “Sabemos que todavía falta mucho, pero este es el camino correcto para tener un país mejor, generando confianza y trabajando a la par del mundo”.

Este nefasto personaje fue el hombre de máxima confianza del presidente durante estos cuatros años de gestión de Juntos por el Cambio. Una vez el presidente aseguró que su Jefe de Gabinete eran sus ojos y sus oídos. Ello significa que este documento refleja el pensamiento presidencial. Confieso que aún no he podido descifrar este enigma: si Macri realmente está convencido del contenido del “paper” o es un cínico sin igual. Es probable que sea lo segundo. Pero a esta altura, cuando está a punto de abandonar el poder, es poco importante la resolución de este intríngulis. Lo que sí es relevante es la distancia sideral que hay entre lo que expresa el documento y la cruda y dura realidad que nos agobia.

Mauricio Macri impuso desde el principio un clásico programa de ajuste ortodoxo. La inflación y el déficit fiscal fueron sus grandes obsesiones apenas se sentó en el sillón de Rivadavia. Para bajar la primera y achicar el segundo impuso sin anestesia la política del ajuste permanente que terminó como debía terminar: en un estruendoso fracaso. Cuando le entregue la banda presidencial y el bastón de mando a Alberto Fernández la inflación rondará el 60%, la pobreza será del 40%, la desocupación superará los dos dígitos, el dólar valdrá seis veces más que hace cuatro años, la deuda externa superará los 300 mil millones de dólares y comer decentemente será una misión imposible para millones de compatriotas. Cuando Alberto Fernández pase a ser el presidente en ejercicio se encontrará con una educación y una salud públicas diezmadas, colapsadas, derruidas; unas fuerzas de seguridad enemistadas con la población; un auge exponencial del narcotráfico y un Poder Judicial que administra injusticia. En definitiva, se encontrará con tierra arrasada.

El gobierno de Macri le causó un daño tremendo a la Argentina. Devastó a la población con una política económica que sólo tuvo como objetivo hacer más ricos a su grupo de amigos. Macri apañó una fuga de capitales monstruosa y al mejor estilo Houdini hizo desaparecer como por arte de magia los casi 60 mil millones de dólares que le prestó el FMI para evitar su caída. En diciembre de 2015 la divisa norteamericana costaba 9,5$. Hoy cuesta 63$. La devaluación fue monstruosa provocando un descenso de la calidad de vida de la inmensa mayoría de los argentinos lesivo de su dignidad. Los continuos tarifazos diezmaron el poder adquisitivo de los salarios. Las tarifas dolarizadas persiguieron, qué duda cabe, beneficiar a un puñado de “vivos” enquistados en las altas esferas de las empresas prestatarias de servicios fundamentales (luz y energía).

Pero el daño que Macri ocasionó al pueblo fue más profundo. En efecto, apenas accedió al poder no hizo más que inyectarle, de manera sistemática, al espíritu colectivo un odio de clase altamente pernicioso. Si a ello se le agrega el paradigma del individualismo extremo y la meritocracia, el resultado no puede más que una sociedad dividida en dos sectores antagónicos: los ganadores y los perdedores. Aunque esté en las antípodas de Carlos Marx el presidente sembró el territorio del país con las semillas de la lucha de clases.

Durante cuatro años fuimos gobernados por un presidente soberbio, altanero, mentiroso y burlón. Siempre menospreció nuestro coeficiente intelectual y no ocultó su aversión por la clase trabajadora. Increíblemente el pasado 27 de octubre fue votado por diez millones de compatriotas. Ello pone de manifiesto que un importante sector del pueblo se siente plenamente identificado con el paradigma macrista. Macri dejó al descubierto lo que es hoy el país: un inmenso y rico territorio donde se ven obligadas a “convivir” dos sociedades que se odian y se desprecian. Aunque cueste admitirlo la Argentina sigue siendo una nación inviable.

Anexo

Una conferencia excepcional (primera parte) (**)

La conferencia pronunciada por el filósofo Theodor Adorno el 18 de abril de 1966 sobre Auschwitz constituye una de las más brillantes reflexiones jamás elucubradas sobre el nazismo.

La educación después de Auschwitz (*)

“La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentarla. No acierto a entender que se le haya dedicado tan poca atención hasta hoy. Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido. Pero el que se haya tomado tan escasa conciencia de esa exigencia así como de los interrogantes que plantea, muestra que lo monstruoso no ha penetrado lo bastante en los hombres, síntoma de que la posibilidad de repetición persiste en lo que atañe al estado de conciencia e inconsciencia de estos. Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con este: que Auschwitz no se repita. Fue la barbarie, contra la que se dirige toda educación. Se habla de inminente recaída en la barbarie. Pero ella no amenaza meramente: Auschwitz lo fue, la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial las condiciones que hicieron madurar esa recaída. Precisamente, ahí está lo horrible. Por más oculta que esté hoy la necesidad, la presión social sigue gravitando. Arrastra a los hombres a lo inenarrable, que en escala histórico-universal culminó en Auschwitz. Entre las intuiciones de Freud que con verdad alcanzan también a la cultura y la sociología, una de las más profundas, a mi juicio, es que la civilización engendra por sí misma la anti civilización y, además, la refuerza de modo creciente. Debería prestarse mayor atención a sus obras “El malestar en la cultura”, “Psicología de las masas” y “Análisis del yo”, precisamente en conexión con Auschwitz. Si en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, entonces la lucha contra ésta tiene algo de desesperado”.

“La reflexión sobre la manera de impedir la repetición de Auschwitz es enturbiada por el hecho de que hay que tomar conciencia de ese carácter desesperado, si no se quiere caer en la fraseología idealista. Sin embargo, es preciso intentarlo, sobre todo en vista de que la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, los protagonistas, son hoy los mismos que hace veinticinco años. Millones de inocentes-establecer las cifras o regatear acerca de ellas es indigno del hombre-fueron sistemáticamente exterminados. Nadie tiene derecho a invalidar este hecho con la excusa de que fue un fenómeno superficial, una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración de la humanidad presuntamente en marcha. Que sucediera es por sí solo expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Quisiera al respeto referirme a otro hecho que, muy significativamente, apenas si parece ser conocido en Alemania, aunque constituyó el tema de un best-seller como “Los cuarenta días de Musa Daga”, de Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial, los turcos-el movimiento llamado “Los jóvenes turcos”, dirigido por Enver Bajá y Talaat Bajá-habían asesinado a más de un millón de armenios. Como es sabido, altas autoridades alemanas y aun del gobierno conocían la matanza; pero guardaron estricta reserva. El genocidio hunde sus raíces en esa resurrección del nacionalismo agresivo sobrevenida en muchos países desde fines del siglo diecinueve”.

“Es imposible sustraerse a la reflexión de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede literalmente eliminar de un solo golpe a centenares de miles de seres humanos pertenece al mismo contexto que el genocidio. El crecimiento brusco de la población suele denominarse hoy con preferencia “explosión demográfica”: no parece sino que la fatalidad histórica tuviese ya dispuestas, para frenar la explosión demográfica, unas contra explosiones: la matanza de pueblos enteros. Esto, sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas contra las que se debe combatir brotan de la propia historia universal. Como la posibilidad de alterar las condiciones objetivas, es decir, sociales y políticas, en las que se incuban tales acontecimientos es hoy en extremo limitada, los intentos por contrarrestar la repetición se reducen necesariamente al aspecto subjetivo. Por esto entiendo también, en lo esencial, la psicología de los hombres que hacen tales cosas. No creo que sirviese de mucho apelar a valores eternos, pues, ante ellos, precisamente quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que ayudara gran cosa una tarea de ilustración acerca de las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces deben buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas sobre la base de las acusaciones más mezquinas. En este sentido, lo que urge es lo que en otra ocasión he llamado el “giro” hacia el sujeto. Debemos descubrir los mecanismos que vuelven a los hombres capaces de tales atrocidades, mostrárselos a ellos mismos y tratar de impedir que vuelvan a ser así, a la vez que se despierta una conciencia general respecto de tales mecanismos.

No son los asesinados los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco con que muchos quisieran todavía imaginarlos. Los únicos culpables son quienes, sin misericordia, descargaron sobre ellos su odio y agresividad. Esa insensibilidad es la que hay que combatir; es necesario disuadir a los hombres de golpear hacia el exterior sin reflexión sobre sí mismos. La educación en general carecería absolutamente de sentido si no fuese educación para una autorreflexión crítica. Pero como los rasgos básicos del carácter, aun en el caso de quienes perpetran los crímenes en edad tardía, se constituyen, según los conocimientos de la psicología profunda, ya en la primera infancia, la educación que pretenda impedir la repetición de aquellos hechos monstruosos ha de concentrarse en esa etapa de la vida. Ya he mencionado la tesis de Freud sobre el malestar en la cultura. Pues bien, sus alcances son todavía mayores que los que Freud supuso; ante todo, porque entretanto la presión civilizatoria que él había observado se multiplicó hasta hacerse intolerable. Con ella, las tendencias a la explosión sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. Pero el malestar en la cultura tiene un aspecto social -que Freud no ignoró, aunque no le haya dedicado una investigación concreta-. Puede hablarse de una claustrofobia de la humanidad dentro del mundo regulado, de un sentimiento de encierro dentro de una trabazón completamente socializada, constituida por una tupida red. Cuanto más espesa es la red, tanto más se ansía salir de ella, mientras que, precisamente, su espesor impide cualquier evasión. Esto refuerza la furia contra la civilización, furia que, violenta e irracional, se levanta contra ella”.

“Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, ante todo contra aquellos a quienes se percibe como socialmente débiles y al mismo tiempo-con razón o sin ella-como felices. Desde el punto de vista sociológico me atrevería a agregar que nuestra sociedad, al tiempo que se integra cada vez más, incuba tendencias a la disociación. Apenas ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, éstas han progresado hasta límites extremos. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre los hombres individuales y las instituciones singulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su capacidad de resistencia, pierden los hombres también las cualidades en virtud de las cuales podrían oponerse a lo que eventualmente los tentase de nuevo al crimen. Tal vez apenas serían todavía capaces de resistir si los poderes constituidos les ordenasen reincidir, mientras estos lo hicieran a nombre de un ideal cualquiera, en el que ellos creyeran a medias o, incluso, en el que no creyeran en absoluto”.

“Cuando hablo de la educación después de Auschwitz, incluyo dos esferas: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; luego, ilustración general que establezca un clima espiritual, cultural y social que no admita la repetición de Auschwitz; un clima, por tanto, en el que los motivos que condujeron al terror hayan llegado, en cierta medida, a hacerse conscientes. Naturalmente, no puedo pretender esbozar el plan de una tal educación, ni siquiera en líneas generales. Pero al menos quisiera señalar algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia, por ejemplo en Estados Unidos, se ha responsabilizado del nacionalsocialismo y de Auschwitz al espíritu alemán, propenso al autoritarismo. Tengo esta explicación por demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, las actitudes autoritarias y el autoritarismo ciego perduran mucho más tenazmente que lo admisible en condiciones de democracia formal. Hay que aceptar, más bien, que el fascismo y el terror a que dio origen se vincularon con el hecho de que las antiguas autoridades del Imperio fueron derrocadas, abatidas, pero sin que los hombres estuvieran todavía psicológicamente preparados para determinarse por sí mismos. Demostraron no estar a la altura de la libertad que les cayó del cielo. De ahí, entonces, que las estructuras de la autoridad asumiesen aquella dimensión destructiva y-por decirlo así-demencial, que antes no tenían o, al menos, no manifestaron. Si se piensa cómo la visita de cualquier soberano, políticamente ya sin función efectiva, arranca expresiones de éxtasis a poblaciones enteras, entonces está perfectamente fundada la sospecha de que el potencial autoritario es, ahora como antes, mucho más fuerte que lo que podría imaginarse. Pero quisiera insistir explícitamente en que el retorno o no del fascismo es en definitiva un problema social, no psicológico. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos es exclusivamente porque los otros momentos, más esenciales, escapan en buena medida precisamente, a la voluntad de la educación, si no ya a la intervención de los individuos en general”.

“Personas bien intencionadas, opuestas a que Auschwitz se repita, citan a cada paso el concepto de “atadura”. Ellas responsabilizan de lo sucedido al hecho de que los hombres no tuviesen ya ninguna atadura. Efectivamente, una de las condiciones del terror sádico-autoritario está ligada con la desaparición de la autoridad. Al sano sentido común le parece posible invocar obligaciones que contrarresten, mediante un enérgico “tu no debes”, lo sádico, destructivo, desintegrador. No obstante, considero ilusorio esperar que la apelación a ataduras, o incluso la exigencia de que se contraigan otras nuevas, sirva de veras para mejorar el mundo y los hombres. No tarda en percibirse la falsedad de ataduras exigidas solo para conseguir salgo-aunque ese algo sea bueno-, sin que ellas sean experimentadas por los hombres como substanciales en sí mismas. ¡Cuán asombrosamente pronto reaccionan aun los hombres más idiotas e ingenuos cuando de fisgonear las debilidades de los mejores se trata! Con facilidad las llamadas ataduras o bien se convierten en un salvoconducto de buenos sentimientos-se las acepta para legitimarse como honrado ciudadano-, o bien producen odiosos rencores, psicológicamente lo contrario de lo que se buscaba con ellas. Significan heteronimia, un hacerse dependiente de mandatos, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama súper yo, la conciencia moral, es reemplazado en nombre de las ataduras por autoridades exteriores, facultativas, mudables, como se ha podido ver con suficiente claridad en la misma Alemania tras el derrumbe del Tercer Reich. Pero, precisamente, la disposición a ponerse de parte del poder y a inclinarse exteriormente, como norma, ante el más fuerte constituye la idiosincracia típica de los torturadores, idiosincracia que no debe ya levantar cabeza. Por eso es tan fatal el encomendarse a las ataduras o sujeciones. Los hombres que de mejor o peor grado las aceptan quedan reducidos a un estado de permanente necesidad de órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite emplear la expresión kantiana; la fuerza de la reflexión, de la autodeterminación, del no entrar en el juego del otro”.

“Cierta experiencia me asustó mucho: leía yo durante unas vacaciones en el lago de Constanza un diario badense en el que se comentaba una pieza de teatro de Sartre, “Muertos en sepultura”, que contiene las cosas más terribles. Al crítico la obra le resultaba francamente desagradable. Pero él no explicaba su malestar por el horror de la cosa, que es el horror de nuestro mundo, sino que invertía de este modo la situación: frente a una actitud como la de Sartre, que se ocupó del asunto, difícilmente-procuro ser fiel a sus palabras-tendríamos conciencia de algo superior, es decir que no podríamos reconocer el sinsentido del horror. En una palabra: con su noble cháchara existencial el crítico pretendía sustraerse a la confrontación con el horror. En esto radica, en buena parte, el peligro de que el terror se repita: que no se lo deje adueñarse de nosotros mismos, y si alguien osa mencionarlo siquiera, se lo aparta con violencia, como si el culpable fuese él, por su rudeza, y no los autores del crimen”.

“En el tratamiento del problema de la autoridad y la barbarie se impone un aspecto en general descuidado. A él remite una observación del libro “Der SS-Staat”, de Eugen Kogon, libro que contiene medulares ideas sobre todo este complejo y que no ha sido asimilado por la ciencia y la pedagogía en el grado en que lo merecería. Kogon dice que los torturadores del campo de concentración en que él mismo estuvo confinado varios años eran en su mayor parte jóvenes hijos de campesinos. La diferencia cultural que todavía subsiste entre ciudad y campo es una de las condiciones del terror, aunque-por cierto-no la única ni la más importante. Disto mucho de albergar sentimientos de superioridad respecto de la población campesina. Sé que nadie tiene la culpa de haber crecido en la ciudad o en el campo. Me limito a registrar que probablemente la desbarbarización haya avanzado en la campaña todavía menos que en otras partes. Ni la televisación ni los demás medios de comunicación de masas han modificado gran cosa la situación de quienes no están muy familiarizados con la cultura. Me parece más correcto expresar este hecho y tratar de remediarlo que ensalzar de manera sentimental cualidades particulares-por otra parte, en vías de desaparición-de la vida de campo”.

“Me atrevo a sostener que la desbarbarización del campo constituye uno de los objetivos más importantes de la educación. Aquella supone, de todos modos, un estudio de la conciencia e inconsciencia de la población de esos lugares. Ante todo será preciso considerar el efecto producido por los modernos medios de comunicación de masas sobre un estado de conciencia que sólo recientemente ha alcanzado el nivel del liberalismo cultural burgués del siglo diecinueve. Para cambiar esta situación no podría bastar el sistema normal de escuelas populares, a menudo harto problemático en la campaña. Se me ocurre una serie de posibilidades. Una sería-estoy improvisando-que se planeasen programas de televisión que atendiesen a los puntos neurálgicos de ese específico estado de conciencia. Pienso también en la formación de algo así como grupos y columnas móviles de educación, integrados por voluntarios, que saliesen al campo y que, a través de discusiones, cursos y enseñanza suplementaria, intentasen suplir las fallas más peligrosas. No ignoro, por cierto, que difícilmente tales personas hayan de ser bien recibidas. Pero no tardará en constituirse un pequeño grupo de discusión en torno de ellos, que podría, tal vez, convertirse en un foco de irradiación”.

(*) Publicada en Zum Bildungsbegriff des Gegenwart, Frankfort, 1967, p. 11 y sigs.

(*) Ser y Sociedad, mayo/junio de 2010.

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