Por Rodolfo Patricio Florido.-

El final de esta campaña electoral no deja de sorprenderme. Apelaciones al miedo, como presumiendo que es el único argumento que queda para convencer a ciudadanos que quieren, por muy diversos motivos, concurrentes y no concurrentes, darse la oportunidad de que nuestra democracia camine caminos distintos a los usuales. No hay inocentes en este juego.

El ciudadano no debería decidir por motivos inducidos. Ni siquiera debería decidir por su situación de bienestar o de fracaso.

En Democracia, el ciudadano debe elegir por lo que cree que ofrece esperanzas de vivir plenamente sin prejuicios, repudiar a los absolutos excluyentes y a los que hacen de sus verdades un fundamentalismo descalificador.

El Papa dijo ayer: “voten a conciencia”. La expresión puede parecer chica pero dice mucho para quienes deben interpretar a un hombre de la calidad intelectual del Papa jesuita.

La conciencia es el único reducto donde el miedo no anida. Es la profundidad donde reconocemos nuestras grandezas y nuestras miserias. Es donde no engañamos a nadie, excepto que queramos engañarnos a nosotros mismos. Es en la conciencia donde nos sabemos valientes o cobardes, aun cuando posemos de patoteros. Como decía nuestro prócer más indiscutible, completo y enorme, el General Don José de San Martín: “La conciencia es el mejor juez que tiene un hombre de bien”. De él deberíamos recordar que prefirió el exilio antes que manchar su espada con sangre de argentinos. Esto deberíamos recordarlo especialmente hoy. Porque, desgraciadamente hay también conciudadanos en ambos extremos de la decisión que creen que el resultado justificará el “Vamos por Todo” la venganza o la revancha. Y, eso, aunque minoritario, es triste y pusilánime.

Curiosamente, el miedo siempre tiende a apoderarse de estas mentes primarias y binarias que miden a todos por sus propias miserias. Éstos, como dice un escritor polaco cuyo nombre se perdió en mi memoria: “Tenía la conciencia limpia; nunca la usaba”.

Es por eso que la apelación al miedo presume la cobardía. Y si el error acompaña una decisión valiente, será luego la corrección de la Democracia la que tomará otro camino y no la pusilanimidad de decisiones tomadas al arbitrio de las propias miserias.

Triste es aquel que es incapaz de corregir sus errores con la conciencia limpia de haber errado en libertad antes que haber acertado por miedos heredados al calor de manipuladores conscientes que tratan de imponer sus verdades no por la legítima creencia sino por la apelación a las debilidades humanas.

En estos tiempos, cualesquiera sean los resultados, vemos y veremos grandezas y miserias. Sería bueno que los argentinos de bien, que son aquellos que no se enloquecen sobre la ruina de los derrotados, dominen el nacimiento de una Argentina que quiere reencontrarse en sus diferencias y no perderse en sus absolutos, burlándose de la voluntad popular.

Porque la voluntad popular no es un resultado matemático de ganadores y perdedores, sino la sumatoria de opiniones divergentes que deben encontrar un camino en común para no sepultar al país en una cinchada que deposite a unos en el podio y otros en el barro.

Si al que gana lo domina el espíritu de pensar que su voluntad es única y el que pierde se regodea en el espíritu de destruir, sufre la libertad y la Democracia se denigra.

“De lo que tengo miedo es de tu miedo”, dijo William Shakespeare. Nada bueno puede salir de eso.

La democracia debería ser lo más parecido a una familia de bien, constituida sobre la base del amor, el ejemplo, las responsabilidades y el respeto. En donde los que conducen no mandan sino que asumen sus obligaciones de ser un faro antes que un espejo que devuelva siempre la misma imagen.

La democracia debe ser como esos hogares en los que los padres guían a sus hijos para que puedan ser hombres o mujeres libres, éticos y morales. Y no una copia fiel de sí mismos o repetidores seriales de su propio pensamiento o, lo que es peor, un depósito de frustraciones propias que busquen en sus hijos los sueños que los padres no pudieron o no supieron concretar. Ningún padre que se precie de tal criaría hijos con miedo… ¿Por qué entonces nuestros líderes quieren crear pueblos con miedo?

Debemos votar por tres cosas:

Por nuestras convicciones y por el respeto de las convicciones distintas a las propias. Casi diría que más por lo segundo que por lo primero. La tercera es la más difícil. Si el tiempo demostrara que las convicciones ejercidas fueron un error, no deberíamos pensar que el fracaso de otros se transforma por sí mismo en un triunfo tardío de las convicciones no elegidas por el voto popular. Perder pensando en la venganza es un pensamiento miserable que no está a la altura de los reclamos y la dignidad de aquellos que más necesitan porque menos tienen.

En cualquier caso, todo lo que cada uno decida es profundamente respetable. Lo único que no es respetable es el intentar imponer el pensamiento propio a través de la apelación al miedo. Intentarlo ya de por sí es propio de mentes pusilánimes; lograrlo es prostituir la democracia y darle carácter de alquiler a la libertad.

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