Por Hernán Andrés Kruse.-
Javier Milei, candidato presidencial por La Libertad Avanza, expuso hace unos días ante empresarios en la ExpoEFI que tuvo lugar en la Rural. Durante su exposición confirmó su decisión, en caso de llegar a la Casa Rosada, de eliminar el Banco Central. “Ustedes no necesitan un Banco Central. En un momento de la historia el Estado se apropió del dinero para estafarlos. ¿Ustedes van a aplaudir que los políticos chorros los estafen con el robo del impuesto inflacionario? Raro…yo no”, exclamó (fuente: mdz política-1 de septiembre de 2023).
Se trata, qué duda cabe, de una de las propuestas más audaces, en materia económica, del libertario. Sin embargo, lejos está de ser una creación de Milei. Por el contrario, la eliminación del Banco Central ha sido enarbolada por el emblema del anarco-capitalismo estadounidense, el profesor Murray N. Rothbard, quien en su libro “¿Qué ha hecho el gobierno con nuestro dinero?” (Instituto Mises, Estados Unidos, 1963), escribió lo siguiente.
LOS EFECTOS ECONÓMICOS DE LA INFLACIÓN
“Para medir los efectos de la inflación, veamos que sucede cuando un grupo de falsificadores realizan su trabajo. Supongamos que la economía tiene una oferta disponible de 10.000 onzas de oro, y los falsificadores son tan astutos que sin ser detectados logran inyectar en ella otras 2.000 «onzas» más ¿Cuáles serán las consecuencias? Primero, los falsificadores obtendrán una clara ganancia. Cogen el dinero recién creado y lo emplean en comprar bienes y servicios. En palabras de una famosa viñeta del diario New Yorker, que mostraba a un grupo de falsificadores en sobria contemplación de su mañoso trabajo: «La venta minorista está a punto de recibir una necesaria inyección en el brazo». El nuevo dinero se abre camino, paso a paso, a través del sistema económico. Conforme el nuevo dinero se extiende, eleva los precios -como hemos visto, el nuevo dinero solo puede diluir la efectividad de cada dólar. Pero ese efecto de dilución lleva tiempo y es, por consiguiente, desigual; mientras, alguna gente gana y otra, pierde. En resumen, los falsificadores y sus distribuidores locales experimentan un aumento de sus ingresos anterior a las subidas de los precios de las cosas que compran. Pero, de otra parte, la gente que se encuentra en áreas remotas de la economía, que aún no ha recibido el nuevo dinero, experimenta subidas en los precios de los productos que compran que son previas a la de sus ingresos. Los minoristas de la otra punta del país, por ejemplo, sufrirán pérdidas. Los primeros en recibir el nuevo dinero son los que más ganan, a expensas de quienes lo reciben en último lugar.
La inflación, entonces, no confiere un beneficio social generalizado; en cambio, redistribuye la riqueza en beneficio de los que son los primeros en recibir el nuevo dinero y a expensas de los rezagados en la corriente de dinero. Y la inflación es, en efecto, una carrera que consiste en ver quién es capaz de conseguir el dinero antes. Los últimos en llegar, los que en mayor medida sufren la pérdida, son con frecuencia llamados los «grupos de perceptores de rentas o de ingresos fijos». Los religiosos, los profesores, los asalariados, vienen notoriamente después que otros grupos a la hora de adquirir el nuevo dinero. Sufren especialmente quienes dependen de contratos que estipulan cantidades fijas, contratos que se suscribieron antes del alza inflacionaria de precios. Los beneficiarios de seguros de vida, los perceptores de rentas vitalicias, las personas retiradas que viven de pensiones, los propietarios de tierras arrendadas a largo plazo, los titulares de bonos y obligaciones y otros acreedores, aquellos que tienen dinero efectivo, todos ellos se verán adversamente impactados por la inflación. Serán los «gravados».
La inflación tiene otros desastrosos efectos. Distorsiona una piedra angular de nuestra economía: el cálculo económico. Como los precios no cambian todos uniformemente y a la misma velocidad, se hace muy difícil a las empresas separar lo duradero de lo transitorio y evaluar correctamente las demandas de los consumidores o el coste de sus operaciones. Por ejemplo, la práctica contable registra el «coste» de un activo por el importe que la empresa ha pagado por él. Pero si la inflación interfiere, el coste de reponer o sustituir el activo cuando se desgasta será muy superior al contabilizado en los libros. La consecuencia es que la contabilidad de la empresa sobrestimará considerablemente sus beneficios en períodos de inflación y puede hasta consumir el capital, mientras aparentemente, incrementa sus inversiones. Del mismo modo, los accionistas y propietarios de bienes raíces obtendrán ganancias de capital durante etapas de inflación que no son realmente «ganancias» en absoluto. Pero pueden gastar parte de esas ganancias sin darse cuenta de que con ello están consumiendo su capital original. Creando beneficios ilusorios y distorsionando el cálculo económico, la inflación impedirá que el mercado penalice a las empresas ineficientes y recompense a las eficientes. Casi todas las empresas prosperarán en apariencia. La atmósfera general de un «mercado dominado por los vendedores» llevará a un declive en la calidad de los bienes y del servicio a los consumidores ya que los consumidores muchas veces se resisten menos a aceptar alzas de precios cuando se realizan reduciendo la calidad.
La calidad del trabajo en una economía inflacionaria sufrirá un declive por una razón más sutil: la gente se volverá adicta a estrategias dirigidas a «hacerse rápidamente rica», que verán a su alcance en una era de precios siempre crecientes, y frecuentemente despreciará el verdadero esfuerzo. La inflación también penaliza la austeridad y favorece el endeudamiento, ya que cualquiera que sea la suma tomada a préstamo, será devuelta con dólares que tendrán un poder de compra menor que el de los recibidos originalmente en préstamo. El incentivo, entonces, es endeudarse y pagar después en vez de ahorrar y prestar. La inflación, por consiguiente, baja el nivel de vida general al tiempo que crea una atmósfera de «prosperidad» aparente. Afortunadamente, la inflación no puede continuar por siempre. Y ello porque la gente eventualmente descubre que es un impuesto, una forma de imposición; cae en la cuenta de la continua reducción del poder de compra de sus dólares. Al principio, cuando los precios suben, la gente dice: «Bueno, esto es anormal. El resultado de una emergencia. Pospondré mis compras y esperaré hasta que los precios vuelvan a bajar». Esta es la común actitud durante la primera fase de una inflación. Esta idea modera la propia subida de precios y oculta la inflación. Pero, conforme la inflación evoluciona, la gente empieza a darse cuenta de que los precios suben de forma perpetua como resultado de una inflación que también es perpetua. Ahora la gente dirá: «Compraré ahora, aunque los precios sean altos, porque si espero, los precios subirán aún más». El resultado es que ahora la demanda de dinero cae y los precios suben proporcionalmente más que lo que aumenta el dinero disponible u oferta monetaria.
Llegados a este punto, es frecuente que se pida al gobierno que «alivie la escasez de dinero» causada por la subida acelerada de los precios, y que infle todavía más deprisa. Pronto, el país alcanza el estadío de hiperinflación, cuando la gente dice: «Tengo que comprar cualquier cosa ahora, lo que sea para desembarazarme del dinero que se deprecia estando en mis manos». La oferta de dinero se dispara, la demanda cae en picado, y los precios suben astronómicamente. La producción cae abruptamente conforme la gente dedica más y más tiempo a buscar formas de deshacerse de su dinero. El sistema monetario ha sido efectivamente destruido y la economía recurre a otros tipos de dinero, si se dispone de ellos: a otro metal, a moneda extranjera -si es una inflación limitada a un solo país- , o incluso se vuelve al sistema del trueque-. El sistema monetario ha sido aniquilado por el impacto de la inflación(…) Un juicio final de la inflación es que en cuanto el nuevo dinero es puesto en circulación, primero, es utilizado como préstamos a las empresas, la inflación provoca así el temido «ciclo económico». Este silencioso pero mortal proceso, no detectado por generaciones, opera como sigue: el nuevo dinero es emitido por el sistema bancario, bajo la tutela del gobierno y prestado a las empresas. Para los empresarios, los nuevos fondos tienen la apariencia de auténticas inversiones, pero esos fondos no proceden, como sucede con las inversiones que realiza un mercado libre, de ahorros voluntarios. El nuevo dinero es invertido por los empresarios en varios proyectos, y pagado a los trabajadores y a otros factores en la forma de mayores salarios y precios. Conforme el nuevo dinero se va filtrando hacia abajo, a toda la economía, la gente tiende a restablecer sus viejas y voluntarias proporciones entre consumo y ahorro.
En resumen, la gente quiere ahorrar e invertir alrededor del 20% de sus ingresos y consumir el resto. El nuevo dinero prestado a las empresas, al principio hace que la proporción destinada al ahorro parezca mayor. Cuando el nuevo dinero llega al público, éste vuelve a aplicar su vieja regla de proporción 20-80 y constata ahora que muchas inversiones fueron desacertadas. La liquidación de las malas inversiones del boom inflacionario constituye la fase de depresión del ciclo económico”.
EL BANCO CENTRAL: LA ELIMINACIÓN DE LOS CONTROLES SOBRE LA INFLACIÓN
“Hoy la existencia de los bancos centrales se equipara a adelantos como el agua caliente y las buenas carreteras: a cualquier economía que no tiene uno se la llama «atrasada», «primitiva», irremediablemente anticuada. La adopción por los EE.UU. del sistema de reserva federal -nuestro Banco Central- en 1913 fue recibida como una medida que por fin nos metía en las filas de las naciones «avanzadas». Es frecuente que los bancos centrales sean nominalmente propiedad de particulares o, como sucede en los EE.UU., propiedad colectiva de un grupo de bancos; pero siempre están dirigidos por cargos designados por el gobierno y sirven de instrumento del gobierno. Donde son propiedad privada, como en el caso del Banco de Inglaterra original o en el del Second Bank of the United States, a los habituales deseos de inflación del gobierno añaden sus propios beneficios esperados.
Un Banco Central deriva su posición de liderazgo del monopolio que le garantiza el gobierno respecto de la emisión de billetes. Ésta es a menudo la clave oculta de su poder. Invariablemente se prohíbe a los bancos privados la emisión de billetes y se reserva dicho privilegio al Banco Central. Los bancos privados tan solo pueden conceder depósitos. Por consiguiente, el día que sus clientes quieran cambiar sus depósitos por billetes los bancos deben acudir al Banco Central para conseguirlos. De ahí resulta la elevada posición del Banco Central como «Banco de Bancos». Es el Banco de los banqueros porque éstos se ven forzados a tener negocios con él. El resultado fue que los depósitos bancarios pudieron ser redimidos o canjeados no ya solo por oro sino por billetes del Banco Central. Y esos nuevos billetes ya no eran simples billetes de banco. Representaban responsabilidades contraídas por el Banco Central, una institución investida de toda el aura majestuosa del gobierno mismo.
El gobierno, al fin y al cabo, nombra a los cargos del Banco y coordina su política con otras políticas del Estado. Recibe los billetes procedentes de los impuestos y los declara de curso legal. A resultas de esas medidas, todos los bancos del país se convirtieron en clientes del Banco Central. El Banco Central recibió el oro de los bancos privados, y, a cambio, el público obtuvo los billetes del Banco Central y que las monedas de oro dejaran de usarse. Las monedas de oro fueron objeto de mofa dirigida por la opinión «oficial» por ser algo incómodo, antiguo, ineficiente, un viejo «fetiche», tal vez útil para meterlo en los calcetines de los niños en Navidad, pero eso era todo. ¡Cuanto más seguro, más práctico, más eficiente es el oro cuando descansa en forma de lingotes en los poderosos cofres del Banco Central! Inundado por esta propaganda e influenciado por la comodidad y el respaldo de los billetes por el gobierno, el público dejó de utilizar paulatinamente las monedas de oro en su vida cotidiana. Inexorablemente, el oro fluyó hacia el Banco Central, donde se centralizó su custodia, lo que permitió un grado mucho mayor de inflación de sustitutos del dinero. En los EE.UU. la ley de la Reserva Federal obliga a los bancos a mantener una proporción o ratio mínima de reservas y, desde 1917, esas reservas tan solo podían ya consistir en depósitos en el Banco de la Reserva Federal. El oro ya no podía formar parte de la reserva legal de un banco; debía ser depositado en el Banco de la Reserva Federal. Este completo proceso privó al público del hábito de utilizar oro y lo colocó en manos del nunca muy cuidadoso Estado quien lo podía confiscar de forma indolora. Los comerciantes internacionales aún utilizaron el oro en sus grandes transacciones, pero eran una proporción insignificante de la población con derecho a voto.
Una de las razones por las que se pudo engañar al público para sustituir el oro por billetes de banco fue la gran confianza que todo el mundo tenía en el Banco Central. ¡Evidentemente, el Banco Central, que poseía casi todo el oro del reino y estaba respaldado por el poder y el prestigio del gobierno, no podía fallar y entrar en bancarrota! Y es sin duda verdad que ningún Banco Central ha quebrado jamás en los anales de la Historia ¿Pero porqué no? Gracias a la regla a veces no escrita pero siempre muy clara según la cual no se le podía permitir quebrar. Si los gobiernos a veces dejaron que bancos privados suspendieran pagos, ¡cuanto más fácilmente permitirían que fuese el Banco Central -su propio órgano- quien suspendiera pagos en caso de estar en aprietos! El precedente histórico se produjo cuando Inglaterra permitió que el Banco de Inglaterra suspendiera pagos a finales del siglo XVIII y consintió que lo hiciera durante más de veinte años. Se armó así al Banco Central con la casi completa confianza del público. En esa época, el público no podía saber que se estaba permitiendo al Banco Central falsificar a voluntad mientras, sin embargo, quedaba inmune frente a cualquier responsabilidad en el caso de que su buena fe fuese puesta en cuestión.
El público empezó a considerar el Banco Central como un gran banco nacional, que prestaba un servicio público y que estaba protegido frente al riesgo de insolvencia al ser virtualmente un brazo o instrumento del gobierno. El Banco Central invistió a los bancos privados de la confianza del público. Ésta era una tarea más difícil. Se hizo saber que el Banco Central siempre actuaría como «prestamista de última instancia o de último recurso» para los bancos, es decir, que el Banco Central estaría siempre dispuesto a prestar dinero a cualquier banco que tuviera dificultades, especialmente cuando se reclamara de muchos de ellos que pagaran sus obligaciones. Los gobiernos también siguieron impulsando a los bancos al evitar las corridas o pánicos bancarios (esto es, los casos en los que muchos clientes sospechan engaño y piden que el banco les devuelva el dinero de su propiedad). A veces permitirán que los bancos suspendan pagos como ocurrió en las «vacaciones bancarias” impuestas en 1933. Se dictaron leyes por las que se prohibían las conductas tendientes a favorecer corridas bancarias, y, como ocurrió en la depresión de 1929 en los EEUU, el gobierno hizo campaña contra quienes acaparaban oro, que fueron tachados de egoístas y faltos de patriotismo. Los EEUU finalmente «resolvieron» su maldito problema de quiebras bancarias cuando se implantó el Seguro de Depósitos Federal en 1933. La Federal Deposit Insurance Corporation tan solo tenía «respaldada» a una mínima parte de los depósitos bancarios que «aseguraba». Pero al público se le dio la impresión (que bien pudo ser exacta) de que el gobierno federal estaría dispuesto a imprimir el nuevo dinero que fuera necesario para devolver todos los fondos de los depósitos asegurados.
El resultado fue que el gobierno consiguió hacer extensivo el amplio capital de confianza del público del que gozaba a todo el sistema bancario, además de su Banco Central. Hemos visto que estableciendo un Banco Central, los gobiernos han grandemente debilitado, si no eliminado, dos de los tres principales controles a la inflación bancaria del crédito. ¿Qué hay del tercer límite o control, el problema de la escasa dimensión o tamaño de la clientela de cada entidad bancaria? La eliminación de este control es una de las principales razones de la existencia del Banco Central. En un sistema de libertad bancaria, la inflación creada por cualquier banco pronto provocaría peticiones de canje de los otros bancos, ya que la clientela de cualquiera de ellos es muy reducida. Pero el Banco Central, al bombear reservas en todos los bancos, puede asegurarse de que expandirán sus balances todos a la vez y a una tasa uniforme. Si todos los bancos se expanden, entonces no hay problema de canje de un banco respecto de otro, y cada banco se encuentra con que su clientela es realmente todo el país. En resumen, los límites a la expansión bancaria se ven inmensamente ampliados, al pasar de ser la clientela de cada banco a la de todo el sistema bancario. Por supuesto, esto supone que ningún banco puede expandirse más allá de los deseos del Banco Central. De este modo, el gobierno ha conseguido finalmente tener el control y dirigir la inflación de todo el sistema bancario. Además de quitar los controles sobre la inflación, el acto de establecimiento de un Banco Central tiene un directo impacto inflacionario. Antes de que el Banco Central existiera, los bancos mantenían reservas de oro; el oro ahora fluye hasta el Banco Central a cambio de depósitos en el mismo Banco, que son ahora reservas para los bancos comerciales ¡Pero el Banco Central mantiene solo una reserva fraccionaria de oro para cubrir sus propias responsabilidades! Por consiguiente, el acto de establecer un Banco Central multiplica enormemente el potencial inflacionario del país”.
18/09/2023 a las 10:03 AM
Si es tan bueno tener un Banco Central por qué siempre la economía argentina es un desastre?