Por Hernán Andrés Kruse.-

Si hay algo que caracteriza al presidente Javier Milei es su propensión a valerse del insulto, del agravio, para atacar a quien no piensa como él. “Burro” es el sustantivo de que se vale para tal objetivo. Nadie que se atreva a disentir con su pensamiento queda a salvo. Ni siquiera los economistas de su palo, como Roberto Cachanosky, un acérrimo defensor de la Escuela Austríaca de Economía. Ni siquiera, aunque cueste creerlo, Lord Keynes, uno de los economistas liberales más relevantes del siglo XX.

Todo el mundo es coincidente: estamos gobernados por un fanático, por un intolerante, por un fundamentalista anarcocapitalista. Sin embargo, la cuestión no es tan simple. Buceando en Google me encontré con un ensayo de José Luis López de Lizaga (Universidad de Zaragoza-España), titulado “Cinismo político: Un nuevo estilo discursivo en las democracias liberales” (Revista Internacional del Pensamiento Político-2021). En dicho escrito el autor analiza el cinismo político. ¿De qué está hablando López de Lizaga? De un estilo discursivo cuyo objetivo es la defensa en la arena pública de posiciones políticas carentes de fundamentación o el sostenimiento de afirmaciones falsas o inaceptables (Keynes es un burro).

El autor parte del liberalismo político enarbolado por John Rawls en su libro titulado, precisamente, “Liberalismo político” y recala en la teoría agonística de la democracia de Chantal Mouffe. Su propósito es poner en evidencia el daño que el cinismo le está provocando al liberalismo político, un daño mucho más deletéreo que la teoría agonística. Para sustentar su punto de vista, López de Lizaga se apoya en los escritos de Peter Sloterdijk, un filósofo alemán formado en la Escuela de Frankfurt. Según López de Lizaga “la expansión del cinismo en la esfera pública implica un cuestionamiento del liberalismo político mucho más serio que el planteado por las teorías agonísticas, y debe entenderse como una degradación del debate público con consecuencias inquietantes, puesto que el cinismo suele aliarse con actitudes fascistas”. Cabe formular, entonces, esta inquietante pregunta: ¿es Javier Milei un exponente del cinismo político? La lectura del escrito nos convence de que, lamentablemente, lo es. En consecuencia, la democracia liberal corre serio peligro.

Escribió el autor (por razones de espacio transcribiré las partes sobre el liberalismo político de Rawls y el pensamiento de Sloterdijk) lo siguiente. Como siempre, saque el lector sus propias conclusiones.

LIBERALISMO POLÍTICO

“En el tránsito de la sociedad del Antiguo Régimen a la sociedad moderna, la defensa de la libertad de opinión y de expresión no fue solo un arma favorable a los intereses políticos y económicos de la burguesía en ascenso, sino que también tenía una justificación epistémica. La Ilustración concibió la libre confrontación de ideas en la esfera pública como un medio para alcanzar cooperativamente la verdad acerca del mundo y la justicia en los conflictos de intereses, puesto que solo el intercambio de argumentos sin censuras permite cribar las opiniones fundadas de las que no lo están, y solo la defensa de todos los intereses sin exclusiones permite alcanzar acuerdos aceptables por todas las partes en conflicto. Esta confianza en el poder de los argumentos no era ingenua, y no en vano el moderado reformismo de muchos ilustrados dio paso a posiciones netamente revolucionarias tan pronto como quedó de manifiesto que, en las luchas políticas del siglo XVIII, la parte contraria –es decir, los partidarios del Antiguo Régimen– no estaba dispuesta a atender a razones, y que por tanto el triunfo de la verdad o la realización de la justicia necesitarían recurrir a medios menos pacíficos y menos elegantes que eso que Jürgen Habermas ha llamado muchas veces la “coacción sin coacciones del mejor argumento”.

Pero para el liberalismo político heredero de la Ilustración, la violencia revolucionaria es un mal que las circunstancias a veces hacen necesario, pero que no desmiente las bondades de la deliberación racional. Ésta sigue siendo la mejor forma de dirimir las diferencias de opinión y los conflictos de intereses, y debe prevalecer siempre que las condiciones sociales lo permitan. Por eso la libertad de expresión y el libre intercambio de argumentos tuvieron importantes valedores también después de la Revolución. Como señala Carl Schmitt, el liberalismo y el parlamentarismo de los siglos XIX y XX se asentó en esta confianza en la discusión libre en los parlamentos, la prensa y la esfera pública como medio para “engendrar una legislación y una política verdaderas y correctas”.

Pero ¿significa esto que para la Ilustración y el liberalismo es inconcebible el disenso, o que toda deliberación en la que las partes argumentan de buena fe –es decir: con el objetivo de establecer en común la opinión más verdadera o la interacción más justa– debe concluir indefectiblemente en una, y solo una, posición compartida por todos? Es frecuente interpretar de este modo la concepción de la deliberación que caracteriza al liberalismo político o a la teoría de la democracia deliberativa, pero esta interpretación se ve desmentida por la extensa teoría del disenso político que ha desarrollado un autor liberal tan destacado como John Rawls. De hecho, la cuestión del disenso es el tema principal de El liberalismo político (1993), obra en la que Rawls –como él mismo señala en la Introducción– se proponía revisar un supuesto implícito de su Teoría de la justicia (1971), a saber: el supuesto de que todos los ciudadanos de una democracia liberal compartirán una misma concepción del mundo, una misma orientación ética y unos mismos valores fundamentales.

En su libro de 1993, Rawls revisa este supuesto para dar cuenta del fenómeno del “pluralismo razonable”, es decir: del hecho de que en las sociedades democráticas conviven concepciones del mundo y orientaciones éticas –o “doctrinas comprehensivas”, por decirlo en la terminología rawlsiana– totalmente distintas, y a menudo incompatibles. Es verdad que a Rawls le interesa sobre todo investigar cómo puede establecerse una base común para la controversia política entre doctrinas comprehensivas diferentes; y es verdad, por tanto, que su teoría se orienta más a analizar las condiciones del consenso que a celebrar o promover el disenso (que es lo que harán, como veremos más adelante, los partidarios de una teoría agonística de la democracia).

Pero no menos cierto es que el liberalismo político rawlsiano, lejos de ignorar o minimizar el desacuerdo que caracteriza a las sociedades democráticas, más bien lo toma como punto de partida. Ahora bien, ¿qué clase de disenso es este que caracteriza a estas sociedades? Comencemos por aclarar por qué difieren, según Rawls, nuestras doctrinas comprehensivas, y sobre todo: por qué el disenso persiste aunque intentemos ponernos de acuerdo en torno a ellas. Esto, señala Rawls, es una característica que distingue a las doctrinas comprehensivas de las teorías científicas, o al menos de aquellas teorías pertenecientes a las ciencias más serias o más duras, que se reconocen precisamente porque tienden a superar el disenso.

Las controversias científicas se dirimen (no siempre inmediatamente, pero sí a largo plazo) mediante el logro de un consenso en torno a la teoría provisionalmente mejor fundada, mientras que las controversias morales, sociales y políticas no siempre se resuelven ni conducen a consensos, por mucho que prolonguemos la deliberación. Podría pensarse que esta persistencia del disenso se debe, en general, a una carencia generalizada de racionalidad, pero Rawls rechaza expresamente esta explicación. Nadie negará que nuestros puntos de vista a veces difieren porque reflejan “estrechos intereses” o porque la gente es –como dice Rawls sin hacer demasiadas concesiones a la political correctness– “por lo común irracional y no demasiado lista”. Pero estas fuentes irracionales de desacuerdo no son las únicas, ni las más importantes: “Es irrealista –o, peor aún, provoca suspicacia y hostilidad mutuas– el supuesto de que todas nuestras diferencias están arraigadas en la ignorancia y la perversión, si no en rivalidades de poder, estatus o ventaja económica”.

Rawls propone, pues, una explicación diferente de la persistencia del disenso ético y político. Las diferencias de criterio en sociedades complejas y culturalmente heterogéneas no son irracionales (es decir: no son consecuencia de la ignorancia, la mala voluntad o la falta de inteligencia de alguna o de todas las partes en conflicto), sino que se derivan del simple hecho de que el libre ejercicio de nuestra capacidad de razonar conduce muchas veces a resultados diferentes. Precisamente por eso son también diferencias ineliminables. Rawls acuña el tecnicismo de “cargas del juicio” para referirse a las fuentes no irracionales de desacuerdo, y en El liberalismo político menciona algunas de ellas, aunque sin pretender analizarlas exhaustivamente.

Diferimos, en primer lugar, (1) por las dudas que quedan casi siempre tras examinar las evidencias disponibles sobre cualquier cuestión controvertida. E incluso cuando disponemos de datos indudables. Diferimos (2) acerca de la relevancia que concedemos a unos o a otros. Diferimos también (3) por la vaguedad y los “límites imprecisos” de nuestros conceptos “morales y políticos”. Pero sobre todo, diferimos (4) porque escogemos orientaciones éticas y políticas articuladas en torno a valores y cosmovisiones diversos.

Aunque Rawls no se detiene a analizar casos concretos, no es difícil imaginar ejemplos de controversias actuales que se originan precisamente en estas cargas del juicio que hemos mencionado. ¿Aumentan o no los casos controvertidos de eutanasia allí donde se despenaliza esta práctica? ¿Importa o no el momento exacto en que el embrión desarrolla un sistema nervioso para saber hasta cuándo es lícita la manipulación de embriones? ¿La libertad política consiste sobre todo en la libertad negativa frente al Estado, o más bien en la libertad positiva del ciudadano que participa democráticamente en el Estado? ¿Preferimos la libertad de mercado o la justicia social? ¿Preferimos una ética de la autonomía individual o una ética que subordina la individualidad a la tradición, la religión o la comunidad? Etc., etc.

Lo más cómodo sería que estas controversias no existieran y que nuestras democracias se asentaran en una compacta homogeneidad cultural; o que, en caso de existir, pudieran despejarse fácilmente acallando a la parte contraria mediante alguna prueba contundente de su ignorancia o de su mala voluntad. Pero nada de eso es posible casi nunca, y más bien tenemos que aceptar la convivencia en condiciones de desacuerdo ineliminable. Rawls resume el asunto de este modo: las “cargas del juicio” (esto es, las fuentes no irracionales de disenso político) tienen como consecuencia que la mayor parte de nuestras controversias no conduzcan a soluciones unánimes “ni siquiera después de una discusión libre”. Y dado que el pluralismo ideológico de las sociedades democráticas no solo es inevitable, sino que además es razonable y totalmente legítimo, la pregunta a la que pretende dar respuesta la teoría política rawlsiana es la siguiente: cómo es posible (y eventualmente cómo podemos hacer posible) la estabilidad de las sociedades democráticas en las que coexisten doctrinas éticas y políticas heterogéneas, incluso enfrentadas.

Rawls lo plantea en estos términos: El problema del liberalismo político es: ¿cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles? Dicho de otro modo: ¿cómo es posible que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan convivir y abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional? ¿Cuál es la estructura y cuál el contenido de una concepción política que pueda atraerse el concurso de un consenso entrecruzado de este tipo?

La respuesta que Rawls propone para estas preguntas está centrada en su conocido concepto de razón pública, es decir: en la identificación de un conjunto de principios políticos que deben compartir todos los ciudadanos, sean cuales sean sus respectivas doctrinas comprehensivas, y en cuyos términos deben articular sus posiciones “cuando se comprometan en defensa de una determinada política en el foro público”. El contenido de la razón pública puede especificarse de distintas formas, y por eso los textos de Rawls son bastante imprecisos cuando se trata de concretar esos principios. Pero como mínimo, parece claro que una argumentación política basada en la razón pública de una democracia liberal debe (1) reconocer la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos (incluidos todos aquellos que no comparten nuestras doctrinas comprehensivas), y debe (2) basarse en el supuesto de que la sociedad es un “esquema equitativo de cooperación”, es decir: un orden en el que la interacción debe considerarse legítima por todos los participantes, y no simplemente un orden fijado autoritariamente, por ejemplo “mediante valores religiosos o aristocráticos”. A esto podemos añadir –y Rawls también lo hace–que la razón pública de las democracias liberales incluye (3) los principios normativos recogidos en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 y plasmados luego en las Constituciones democráticas.

Así, y volviendo a nuestros ejemplos anteriores: opinemos lo que opinemos sobre cuestiones controvertidas como la eutanasia, la investigación con embriones, la relación de la libertad de mercado con la justicia social, o el valor de la autonomía individual frente a la autoridad de la tradición o la religión, en tanto que ciudadanos de una sociedad democrática culturalmente fragmentada y heterogénea solo tenemos derecho a defender nuestras posiciones en relación con cualquiera de estos asuntos reconociendo a otros la libertad de pensar de manera distinta de la nuestra, argumentando frente a ellos nuestros puntos de vista, y empleando para ello únicamente el entramado de principios políticos compartidos por todos que constituyen la razón pública de la sociedad a la que pertenecemos.

Todo lo anterior tiene una importante consecuencia para nuestro tema: nos permite comprender dónde termina el desacuerdo “razonable” e identificar al principal antagonista del liberalismo político. En su estilo a veces descuidado y sorprendentemente impreciso, Rawls habla constantemente de “pluralismo razonable” y de “doctrinas comprehensivas razonables”, pero si leemos con atención observaremos que en la teoría rawlsiana lo razonable (o irrazonable) no son tanto las doctrinas cuanto las personas que las profesan y las defienden públicamente, es decir: los ciudadanos. Y esta matización (que el propio Rawls descuida) es importante. Irrazonables no son las doctrinas, sino sus partidarios, cuando no mantienen hacia sus propias convicciones la elemental prudencia falibilista que se precisa para aceptar que existen otros puntos de vista además de los suyos y otros argumentos que quizás no conocen o no comparten, pero que no por eso pueden considerar rotundamente falsos. Irrazonables son, por encima de todo, quienes se muestran dispuestos a imponer a otros su propia doctrina comprehensiva, sea ésta cual sea, simplemente porque están convencidos de que es la única doctrina verdadera.

Vale la pena citar con alguna extensión lo que Rawls escribe sobre esto: Puesto que hay muchas doctrinas que se consideran razonables, quienes insisten, a la hora de enfrentarse a cuestiones políticas fundamentales, en lo que ellos consideran verdadero y los demás no, aparecen a los ojos de los demás como si insistieran en imponer sus propias creencias cuando disponen del poder político para hacerlo. Ni que decir tiene que quienes insisten en sus creencias insisten también en que solo ellas son verdaderas: imponen sus creencias porque, dicen, sus creencias son verdaderas, no porque sean suyas. Pero se trata de una pretensión que todos podrían tener; es, además, una pretensión que nadie está en condiciones de justificar ante el común de los ciudadanos. Así pues, cuando exponemos tales pretensiones, los demás, que son razonables, tienen que considerarnos como irrazonables. Y en efecto lo somos, si lo que deseamos es usar el poder estatal, el poder dimanante de la colectividad de ciudadanos iguales, para impedir al resto la afirmación de sus no irrazonables concepciones.

Vemos, pues, que para el liberalismo político el irrazonable es sobre todo el dogmático, el fanático, el autoritario, y lo de menos es la doctrina que profese. Irrazonables son quienes imponen sus creencias porque afirman que sus creencias son verdaderas, no porque sean suyas, y quienes por tanto suscribirían la inquietante sentencia del obispo Bossuet que también cita Rawls: “tengo derecho a perseguirle a usted porque yo llevo razón y usted se equivoca”. Cuando se abre paso este fanatismo, el liberalismo político está acabado. Por eso las democracias liberales, y la teoría de Rawls con ellas, ahuyentan esta amenaza proscribiendo las doctrinas irrazonables, que de todas formas se delatan y excluyen a sí mismas por el hecho de que no pueden articularse en los términos de la razón pública –puesto que nadie puede invocar un derecho fundamental a negarle a otro sus derechos fundamentales, empezando por el derecho a disentir–, y por ello quedan justamente excluidas del espacio público”.

Share