Por Hernán Andrés Kruse.-

CINISMO POLÍTICO

“El cinismo representa una incógnita para el liberalismo político, una anomalía en el plano teórico que corresponde a la brecha que parece estar abriéndose en la vida política de las democracias liberales. No obstante, los escritos de Rawls aportan algunas pistas muy valiosas para avanzar en la comprensión de este fenómeno. Intentaremos a continuación rastrear esas pistas, pero lo haremos completando las ideas rawlsianas con la teoría del cinismo más interesante del pensamiento contemporáneo, propuesta por el filósofo alemán Peter Sloterdijk. La combinación de ambos autores nos permitirá analizar tres rasgos básicos del cinismo político: (1) al igual que el fanatismo, el cinismo es incompatible con el liberalismo político, pero en cierto sentido el cinismo es la antítesis del fanatismo; (2) el cinismo está relacionado con una concepción enteramente estratégica de la racionalidad, y surge cuando se renuncia a la argumentación racional en la esfera pública; y (3) el cinismo amenaza seriamente la democracia liberal porque erosiona la concepción de la sociedad como un “esquema equitativo de cooperación”, dicho en términos rawlsianos.

(1) El conflicto agonístico (Chantal Mouffe) puede poner a prueba la resistencia del liberalismo político, pero el cinismo impacta en su arquitectura como un proyectil y provoca una desestabilización mucho mayor, porque anula la posibilidad de un “desacuerdo razonable”. Ya hemos visto que, según Rawls, es razonable el desacuerdo entre ideas, ideologías o doctrinas comprehensivas que no se afirman dogmáticamente, ni pretenden imponerse por la fuerza, ni ven en las ideas, ideologías o doctrinas rivales una schmittiana amenaza del propio modo de existencia (una amenaza que habría que erradicar en un sentido simbólico, pero eventualmente también en sentido físico). Vimos también cómo, a consecuencia de todo lo anterior, el paradigma de lo irrazonable y el verdadero antagonista del liberalismo político es el dogmático, el fanático, el fundamentalista.

Ahora bien, lo cierto es que la dicotomía entre demócratas razonables y fanáticos irrazonables no agota todas las posibles actitudes epistémicas hacia nuestras creencias o convicciones políticas. En concreto, no permite captar en qué consiste el cinismo, que no es una actitud razonable pero tampoco dogmática, ni es propia de furiosos fanáticos, pero tampoco de verdaderos demócratas. A diferencia de los ciudadanos razonables, los dogmáticos irrazonables son, según Rawls, quienes “imponen sus creencias porque, dicen, sus creencias son verdaderas, no porque sean suyas”. Pues bien, basta con invertir los términos de esta frase para captar un primer rasgo esencial del cinismo, puesto que el cínico es, desde el punto de vista político, quien afirma sus creencias porque son suyas sin preocuparse en absoluto de si son o no son verdaderas, o para decirlo con más precisión: sin que le importe si esas creencias están bien o mal justificadas, o si son aceptables o no por aquellos a los que conciernen o afectan.

Y siguiendo esta pista rawlsiana podemos precisar cuál es la grieta que el cinismo abre en la democracia liberal. Su irrupción introduce en la esfera pública una forma de antagonismo que invalida la principal condición de posibilidad del “pluralismo razonable” y, por tanto, de la convivencia entre diferentes formas de pensar y vivir: se trata del requisito de argumentar las propias posiciones políticas en los términos de la razón pública, es decir, basándose en recursos conceptuales y normativos que las otras partes puedan aceptar, incluso si no comparten la posición que uno defiende. Es evidente que los dogmáticos o los fanáticos desprecian la idea de una razón pública y no aceptan este requisito. Conciben la sociedad como un “orden natural fijo” que ellos conocen y que están dispuestos a imponer sin atender a las concepciones y razones de otros, y lo hacen convencidos de que su doctrina, y solo la suya, es verdadera.

El cinismo es otra cosa. También el cínico se desentiende de la exigencia de argumentar sus posiciones, de justificarlas razonablemente ante otros, y también él se limita a imponerlas si tiene el poder para hacerlo. Pero a diferencia del dogmático o del fanático, el cínico no se desentiende de ese compromiso con la razón pública porque se considere en posesión de la verdad, sino que, más bien al contrario, al cínico no le importa si su posición es verdadera, o es correcta, o es justa, o está justificada. En este sentido representa la inversión exacta de la definición del fanático que propone Rawls. El fanático impone sus creencias porque (dice) son verdaderas, el cínico las impone porque son suyas. El fanático es Bossuet, el cínico es Trump.

[2] Peter Sloterdijk fue el primero en captar la importancia filosófica y política del nuevo cinismo, al cual dedicó un libro extraño y un poco cínico a su vez: “la Crítica de la razón cínica”, publicada en 1983. Según Sloterdijk, la principal característica de la cultura cínica –en la que las sociedades occidentales se habrían adentrado desde finales del siglo pasado– es la renuncia a las pretensiones de validez o de justificación racional. Su análisis enlaza, si bien de un modo muy peculiar, con la Teoría Crítica frankfurtiana. “La Crítica de la razón cínica” se presenta a sí misma como “una meditación sobre la máxima «saber es poder»”, que ocupó intensamente a los autores de la “Dialéctica de la Ilustración”: si es cierto –como sostuvieron los autores frankfurtianos siguiendo a Max Weber– que la racionalidad está esencialmente relacionada con el dominio, entonces la consumación del racionalismo occidental corresponderá a una cultura que ha quedado vaciada de toda pretensión de validez, y en la que “todo pensamiento se ha hecho estrategia”. Y también en la línea de “Dialéctica de la Ilustración”, “la Crítica de la razón cínica” presenta una genealogía del cinismo contemporáneo a partir de su antítesis, el ideal ilustrado de una sociedad integrada a través de la Razón o, en un lenguaje más actual, a través de la aceptación libre y unánime de los mejores argumentos.

De acuerdo con la imagen que tienen de sí mismos, los ilustrados (del siglo XVIII o del XXI) son quienes no combaten, sino que argumentan; quienes no fuerzan, sino que convencen. La Ilustración aspira a que “la conciencia contraria no se retire de su actual posición más que bajo la presión del argumento convincente”. Pero esta “saludable ficción” del poder de las razones en un diálogo libre se derrumba tan pronto como los participantes en el debate público constatan que sus argumentos, aunque sean buenos, no son suficientes para imponerse a los argumentos de la parte contraria, aunque sean peores. La Ilustración recibe una severa derrota cuando, a pesar de la contundencia de los razonamientos, los aristócratas dieciochescos no ceden un ápice de su poder político a los burgueses del tercer estado, ni los burgueses ceden una parte de sus beneficios al proletariado, ni el proletariado admite sin resistencias las consignas del Partido que le informa acerca de sus intereses objetivos, ni los terraplanistas abrazan el copernicanismo, ni los creyentes abjuran de su fe, ni los carnívoros se hacen veganos.

Como ya sabemos, hay un ramal del pensamiento ilustrado que conduce al liberalismo político de Rawls aceptando que estas diferencias (o algunas de ellas) son consecuencias inevitables de las “cargas del juicio” y de la libertad de pensamiento. Pero hay otra línea de la Ilustración que es la que interesa a Sloterdijk, y que ante la falta de acuerdo adopta un nuevo enfoque metodológico en las controversias políticas: la crítica de la ideología, o “la continuación polémica con otros medios del diálogo fracasado”. Ante la impotencia de los argumentos, ante la asombrosa “sordera del contrario”, cada una de las partes comienza ahora a cuestionar no solo las ideas de la parte contraria, sino los motivos que tiene para defenderlas. Quien no atiende a razones solo puede sostener lo que sostiene por “equivocación o voluntad perversa”, es decir: por ignorancia (o alienación) o por maldad.

Las partes dejan de reconocerse mutuamente como adversarios y empiezan a verse más bien como enemigos o incluso como objetos, puesto que la crítica de la ideología ya no toma en serio la libertad de conciencia del adversario (ahora reducida a “falsa conciencia”) ni se toma ya la molestia de intentar comprender sus razones, sino que a lo sumo buscará una explicación del mecanismo que conduce a alguien a seguir defendiendo ideas que parecen manifiestamente falsas. La crítica de la ideología reemplaza de este modo la intersubjetividad del diálogo libre por la inter-objetivación del desenmascaramiento mutuo.

El declive del liberalismo político comienza aquí. La crítica de la ideología hace imposible el entendimiento de los adversarios, puesto que no permite que sus posiciones se acerquen un solo paso: “en la crítica de la ideología ya no se trata de atraer al propio bando al enemigo viviseccionado; el interés se centra en su cadáver”. Pero tampoco admite que el desacuerdo entre ellos sea razonable, puesto que la parte contraria tiene que estar alienada o argumentar de mala fe. Entre antagonistas que se acusan mutuamente de alienación o de bajeza moral ya solo es posible el desprecio, que por otra parte permite a todos sobrellevar la frustración de no haber logrado convencer a la parte contraria: “solo así, por medio de un permanente desprecio, los ideólogos logran de alguna manera vivir con la pluralidad de las ideologías”.

No obstante, conviene advertir que la crítica de la ideología no se ha desprendido aún de toda referencia a la verdad o a la justificación racional de las opiniones. Se deniega al otro toda pretensión de validez, pero se reclama todavía como propia. El otro está alienado, pero no nosotros; el otro miente, pero nosotros no. Por eso es más inquietante el siguiente paso hacia el cinismo, que empieza a esbozarse en nuestra propia época y que se da cuando las partes no solo niegan a los demás la pretensión de racionalidad de sus opiniones, sino que por su parte renuncian también a ella. Lo que unos y otros defienden parece ser simplemente lo que prefieren o desean o les conviene defender. Y así, en la sociedad en la que se generaliza la crítica ideológica y las acusaciones de falsa conciencia vuelan en todas direcciones, la única justificación de las ideas (propias o ajenas) parece ser el crudo voluntarismo de los intereses.

Para consumar el paso al cinismo basta con que las partes interioricen el descrédito generalizado de las pretensiones de validez; basta con que cada una renuncie a justificar ante otros sus puntos de vista, y se limite a esgrimir para defenderlos eso que de todos modos todos consideran como el único argumento disponible: que las ideas de cada parte son simplemente las que cada parte necesita para apuntalar sus propios intereses, o que cada cual sostiene su verdad no porque sea verdad, sino porque es la suya. Solo entonces se generaliza en la vida social la máxima “saber es poder”, y la sociedad se vuelve completamente cínica.

[3] El liberalismo político rawlsiano se preguntaba cuáles pueden ser los principios de una razón pública que aporten el marco común en el que puedan confrontarse y dirimirse las diferencias políticas razonables. La respuesta de Sloterdijk a esta pregunta sería que, en una época cínica, lo único que tienen en común los diferentes puntos de vista es su nuda pretensión de poder, lo cual es tanto como afirmar que la era del cinismo político es aquella en la que se debilita la noción misma de un marco político común o la idea de comunidad. El cínico es quien, precisamente, ya no comparte ningún espacio con el adversario, y por eso ya no se siente obligado a justificar sus posiciones en términos que el adversario pueda aceptar aunque no haya acuerdo entre ambos. Dicho en términos rawlsianos: el cínico ha renunciado a ver la sociedad como un “esquema equitativo de cooperación”. No quiere saber nada de una razón pública común, ni siquiera de un mundo social común, y tampoco quiere tener que justificar su indiferencia hacia todo ello.

El cinismo es, pues, la conciencia política propia de una sociedad atomizada y agonística, una sociedad de individuos aislados y de grupos sociales encapsulados que se rigen únicamente por su propia conveniencia e interactúan de un modo enteramente estratégico, es decir: orientado a la neutralización del adversario, cada vez más asimilado a la categoría schmittiana de enemigo. El liberalismo político se derrumba cuando se esfuma de la conciencia de todos la obligación cívica de justificar razonablemente ante el adversario el punto de vista propio. Renunciar a la pretensión de racionalidad y seguir juzgando igual, con razones o sin ellas. Afirmar sin pestañear lo que no se sostiene y “actuar contra mejor saber”. Estas son las cualidades de una época políticamente cínica, como empieza a ser la nuestra.

Tenemos ejemplos de ello en la actualidad política diaria. Inolvidable, pionero y absolutamente cínico fue el famoso exabrupto “¡que se jodan!”, proferido en 2012 por una diputada conservadora en el Parlamento español cuando se anunciaba el recorte de las ayudas a los parados en un contexto de severa crisis económica. Algunos años después, la Presidenta de la Comunidad de Madrid y correligionaria de aquella diputada insultaba públicamente a las personas que acuden a los comedores sociales refiriéndose a ellas como “mantenidos subvencionados”. Y si ampliamos el foco, hallaremos ejemplos de este descarado cinismo político en otros países. Noam Chomsky se sorprendía en una entrevista de 2016 por la impunidad de las mentiras durante la campaña que llevó al poder a Donald Trump: lo novedoso políticamente no es la mentira, pero sí el cinismo y la impunidad con que se miente. La periodista Anne Applebaum aprecia en los intelectuales húngaros rendidos al poder de Orbán una inquietante capacidad de “convencerse provechosamente a sí mismos de creer aquello que resulta ventajoso creer”, frase ésta que bien podría servir como una definición del cinismo.

En un ensayo brillante, Bruno Latour destaca la centralidad de la mentira (y en concreto, del negacionismo en relación con el cambio climático) en el proyecto político de las élites de los países desarrollados: es imprescindible negar contra toda evidencia la crisis medioambiental si lo que se pretende es desarrollar una política ecológicamente irresponsable que, sin embargo, asegure el mantenimiento del nivel de vida de las sociedades desarrolladas durante las pocas décadas que les queden de vida a las actuales generaciones de votantes (cuyo comportamiento electoral, dicho sea de paso, ha de considerarse tan cínico como el de las élites políticas a las que apoyan). Y por último, el éxito e incluso la sorprendente respetabilidad filosófica del extraño y eufemístico concepto de “post-verdad” es también muy sintomático de una época en la que virtualmente cualquier cosa puede defenderse sin argumentos, y en la que consecuente e inevitablemente proliferarán como una plaga los charlatanes, los mentirosos, los negacionistas, los irresponsables, los oportunistas y los cínicos (…).

Sloterdijk se esforzaba por distinguir un cinismo señorial de un “quinismo” plebeyo. La diferencia es importante. El cinismo es la actitud de quien ha renunciado a la pretensión de verdad o de justificación racional pero sigue afirmando sus posiciones porque le conviene hacerlo, es decir, de un modo enteramente instrumental o estratégico, y siempre con el objetivo de imponer sus propios intereses contra otros. El “quínico”, en cambio, también piensa que nada es verdadero ni puede justificarse racionalmente, pero airea abiertamente esta generalizada falta de fundamentos y desacata toda autoridad supuestamente fundada en la racionalidad o en la verdad. El cinismo, representado por figuras literarias como el Mefistófeles de Goethe o el Gran Inquisidor de Dostoyevsky, tiende a ponerse del lado del poder y a despreciar a quienes ocupan una posición social inferior, y por eso tiene siempre un punto de crueldad potencialmente fascista: “el señor cínico alza ligeramente la máscara, sonríe a su débil contrincante y le oprime. C’est la vie”. En cambio, el quinismo tiene un carácter plebeyo y más amable, porque se burla sobre todo de las jerarquías, tal como hacía Diógenes en la Antigüedad o, en nuestros días, el propio Sloterdijk, cuyo libro no solo teorizaba, sino que también reivindicaba y ejercía esa irreverencia potencialmente subversiva.

Pero en un ensayo más reciente, publicado en 2018, y en el que en cierto modo pone al día su teoría, Sloterdijk admite que el cinismo actual es más inquietante que el de la década de 1980, puesto que ahora el “quínico” arquetípico ya no es el “pasota desilusionado”, el individualista que se desentiende del mundo común o de las preocupaciones colectivas desde una posición marginal. Más bien sucede que el quinismo plebeyo se torna hoy cada vez más indiscernible del cinismo señorial, y ahora es común a élites y masas una cínica “dispensa autoconcedida de satisfacer las imposiciones excesivas de una moral universal”. Dicho de otro modo: hoy como ayer, el cinismo se desentiende de lo común (del mundo común, de las preocupaciones colectivas), pero ya no lo hace dando la espalda al bien común –como sería propio del quínico marginal–, sino más bien afirmándose abiertamente contra éste. El quinismo plebeyo parece haberse diluido en un cinismo señorial que, sorprendentemente, se difunde en todos los estratos sociales: ya no quedan quínicos, sino que solo hay cínicos, sea cual sea la posición social que ocupen.

Por eso la era del cinismo consumado es el tiempo en que las masas premian e imitan el cinismo señorial de los “empresarios sin escrúpulos”, pese a ser ellas sus primeras víctimas; y por eso empezamos a observar, quizás por primera vez desde la derrota del fascismo, cómo incluso los gobernantes se permiten frivolizar impunemente con el bien común o despreciar abiertamente los requisitos de la equidad y la razonabilidad, exactamente como si fueran personajes marginales o “pasotas desilusionados”. Si, como a veces se dice, cierto neofascismo merodea hoy en torno a nuestras democracias, el cinismo político será una de las llaves que le permitan irrumpir en ellas”.

(*) José Luis López de Lizaga (Universidad de Zaragoza-España):“Cinismo político: Un nuevo estilo discursivo en las democracias liberales” (Revista Internacional del Pensamiento Político-2021).

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