Por Hernán Andrés Kruse.-

“El golpe de 1955 traería a escena con mayor fuerza la idea de la subversión, en la que quedaban inscriptos como elementos perturbadores tanto el peronismo como el comunismo. Durante los primeros tiempos de gobierno, el peronismo sería el contradestinatario al que se dedicarían las páginas de la discursividad de Lonardi y Aramburu pero ya en 1956 se descubren los ecos del contexto internacional de la Guerra Fría cuando Aramburu sostiene que: “El Estado democrático también necesita del sindicalismo, por ser enemigo declarado del comunismo siempre acechante”. El mismo tema reaparece en los discursos posteriores, precisando la categorización del comunismo como ideología perturbadora y agitadora, disolvente de la argentinidad y la oposición entre esclavitud y libertad construida sobre el eje afuera-adentro.

En un discurso en las postrimerías de su gobierno, el 13 de febrero de 1958, Aramburu anuncia al pueblo de la Nación que le han llegado muchos proyectos proponiendo la ilegalización del comunismo pero que se ha negado porque no lo considera un problema del gobierno sino del pueblo, el que debe luchar “con todas las armas antes de que sea tarde”. A diferencia de lo que sucedería en los años 70, todavía la lucha contra la subversión no parecía ser prioridad del Estado pero sí una creciente preocupación. De esa preocupación dan cuenta las siguientes características que Aramburu le atribuye al comunismo, a fin de alertar a la población sobre la peligrosidad de esta ideología: – es una doctrina de esclavitud, donde el hombre es juguete del más crudo imperialismo de Estado – atenta contra la libertad el comunismo – trabaja en la clandestinidad – consigue el dominio de las situaciones en base a la perseverancia y resistencia – se infiltra a pesar de constituir un núcleo reducido

Esta construcción acerca del comunismo va a llevar a la instalación en el discurso de una categoría que será clave en los regímenes posteriores: la de terrorismo. Tanto el término comunismo como el término terrorismo se irán resemantizando al calor de la Doctrina de la Seguridad Nacional, hasta designar, de la manera más amplia posible, a todo adversario. Con el uso del concepto de terrorismo, a los atributos negativos ya señalados para el enemigo en general y para el subversivo en particular, se suma, entonces, el sentido de la violencia ejercida por el enemigo para la consecución de sus fines, violencia que amenaza a la sociedad con un dominio por el terror. Se va completando, así, la construcción de una imagen del enemigo como alguien que no tiene piedad y que con sus acciones no pone en peligro sólo al gobierno o a las fuerzas militares, sino a la sociedad toda. De ahí que Aramburu advierta a la población acerca de la peligrosidad del enemigo y de la necesidad de que el pueblo entero esté preparado para defenderse.

En la discursividad de Onganía, con respecto a la caracterización del contradestinatario, debemos distinguir dos momentos. Hasta el alzamiento popular de mayo de 1969 conocido como Cordobazo, la confianza en el proyecto modernizador y transformador dejó de lado momentáneamente la preocupación por la subversión/ el terrorismo. El enemigo parecía estar únicamente en las rencillas/odios del pasado reciente, con sus prácticas perniciosas. Sin embargo, ante los acontecimientos de mayo del 68, que colocaron al mundo -según palabras de Onganía- frente a condiciones dramáticas, el discurso comienza a hacer foco en el tema de la violencia.

En su mensaje del segundo aniversario de la Revolución Argentina, el 29 de junio de 1968, Onganía hace un diagnóstico de la situación internacional: “El inconformismo de las nuevas generaciones –que en otros países niegan su consenso, no sólo a la autoridad familiar política sino a la misma sociedad a la que pertenecen- provoca que en abierta rebeldía se vuelquen a las ideas anárquicas del siglo último, que asuman una postura de total negación por no encontrar cauce a sus impulsos, adecuada orientación de los dirigentes ni valores espirituales de suficiente trascendencia que satisfagan sus ideales. Ideales que van más allá de los resultados de un desarrollo obtenido, sobre la base exclusiva de motivaciones materialistas.”

Hasta ahí, la cuestión de la rebelión de los jóvenes parecía ser un asunto ajeno a la Argentina pero pronto adquiriría primer plano con la insurrección popular en Córdoba. Pocos días después del levantamiento, el 4 de junio de 1969, Onganía se dirige al país: “Cuando en paz y con optimismo la República marchaba hacia sus mejores realizaciones; la subversión en la emboscada, preparaba su golpe. Los trágicos hechos de Córdoba responden al accionar de una fuerza extremista organizada para producir la insurrección urbana. Allí están reflejados, en víctimas y en sangre, en humo y fuego, en barricadas y destrucción, los únicos propósitos de los insurrectos. La consigna era paralizar a un pueblo pujante que busca su destino, la guerra civil a cualquier precio. Manos argentinas fueron las que mayor saña pusieron en la tarea bochornosa de destruir lo nuestro”.

Así, vuelven a escena y con mayor dramatismo, los tópicos de la subversión y su accionar conspirativo. Los objetivos de los insurrectos atentan contra la Argentina grande que se proponía construir el onganiato. En definitiva, tal como sostiene Potash, “el Cordobazo había destruido el mito del consenso” y “había intensificado las diferencias dentro del personal militar”. La construcción discursiva de la unidad entre Fuerzas Armadas y pueblo en pos de la grandeza nacional se derrumbaba ante la contundencia de los hechos. Había que realizar las operaciones discursivas necesarias para poner a salvo a los “buenos y verdaderos argentinos” frente a los agentes del terror. Una distinción jerárquica de “categorías de muertos” – que luego el Proceso volvería uno de los argumentos centrales de su prédica- se instala en el discurso. La subversión deja víctimas inocentes, que han sufrido terribles martirios, entre los civiles-se trata de pacíficos ciudadanos, algunos de ellos padres de familia-pero también, entre el personal militar y policial.

La causa del bien empieza a tener sus mártires, muertos que, dada su condición ética, representan vidas más valiosas que las de los subversivos: “La muerte de un estudiante enluta a toda la comunidad y al gobierno, pero también enluta a la comunidad y al gobierno la muerte de un ciudadano pacífico, padre de dos hijas jóvenes, incendiado vivo en su coche. También enluta a la comunidad y al gobierno la muerte de jóvenes conscriptos y de policías que cumpliendo con su deber, han sido bajados a balazos en las calles de una ciudad presa del terror”.

La rebeldía de los jóvenes, poco tiempo antes vista por Onganía como un tema del mundo materialista que no les daba respuestas, se vuelve a partir del Cordobazo una problemática nacional. Los jóvenes integran la lista de los culpables que operan desde la oscuridad para sembrar el caos: “Comprendo la carga de idealismo que templa el corazón de un joven y lo empuja a poner su vida al servicio del ideal y a jugarla en una barricada cuando cree que su causa es justa, pero ¡cuán grande tiene que ser la provocación para asesinar desde la sombra, para hacer fuego contra conciudadanos, para incendiar, saquear y matar!”

Ante la situación de caos generada por el enemigo, se levanta la voz del gobierno para imponer las condiciones del orden. El discurso se impregna de performatividad; la amenaza se instala como el tono que se repetirá a partir de ahí en otros discursos de este gobierno: “El que no lo quiera entender asume sus responsabilidades. No vivimos momentos de duda ni de titubeo: o se está con la paz y el orden con el país, o se está contra él”. La advertencia, la amenaza al enemigo se hará práctica corriente del gobierno pero es, a la vez, el modo de decir de los sectores opositores. Así, en la Argentina de los años 70, en el marco de una violencia creciente, se gestará un “discurso justificatorio de la violencia popular” y su contradiscurso, que legitimará la intervención de las Fuerzas Armadas.

En el plano de las prácticas no discursivas, cierta legislación irá marcando el compás que llevará a la militarización del Estado y, a partir de ella, de la sociedad toda. Ante el asesinato de Aramburu el 1 de junio de 1970, Onganía anuncia una ley que impone la pena de muerte por ciertos delitos. El 7 de julio de 1971, bajo el gobierno de Lanusse, se dicta la Ley de Prevención y Represión del Terrorismo y la Subversión. Entre julio del 74 y marzo del 76 podemos afirmar que se diseñó la “estrategia de “relegitimación” de los militares a partir del combate contra la “subversión”. En febrero de 1975 un decreto presidencial secreto-luego convertido en ley-impartió la orden para combatir a la guerrilla instalada en Tucumán: se iniciaba, así, el llamado “Operativo Independencia”. Meses después, en septiembre, el generalato aprobó la “Estrategia Nacional Contrasubversiva”, que proponía extender y profundizar lo que se venía haciendo desde principios de año en Tucumán. De esta manera gana terreno la idea de oponer a la conspiración subversiva, métodos clandestinos.

Desde lo simbólico, la legitimidad se obtiene al oponer al complot un contracomplot, porque como dice Girardet: “El postulado inicial es simple: el único medio de combatir el mal es volver contra él las mismas armas de que se sirve. El enemigo actúa subterránea y clandestinamente; flexible, inasible, capaz de infiltrarse en todos los medios, su habilidad suprema es la de la manipulación, sus tropas, invisibles pero presentes por doquier, están sometidas a una obediencia incondicional. Por lo tanto, sólo una organización que responda a las mismas características, secreta, disciplinada, jerarquizada, adiestrada para maniobrar en la sombra, podrá oponérsele con posibilidad de victoria”.

A diferencia del régimen de Onganía, en el cual la cuestión de la subversión se instaló como tópico tardíamente y a partir de ciertas situaciones concretas de violencia, el Proceso encontró su consenso inicial en la lucha contra el enemigo subversivo como única vía para la salvación de la patria amenazada. Bajo el lema de la lucha contra el enemigo subversivo, se disfrazaría una acción política destinada a eliminar toda oposición, es decir, a someter a la sociedad al mayor de los silencios. Aniquilar al enemigo equivalía a borrar toda forma de conflicto para instalar sólo formas de obediencia ciega a un estado omnímodo.

En realidad, de acuerdo a lo que hemos analizado hasta aquí, las condiciones discursivas para la instalación del tópico de la subversión se venían creando desde la década del 50. En una sociedad permeable al discurso en contra de la delincuencia subversiva, el tema sería central y por momentos excluyente, en un discurso que ritualizaría ciertas fórmulas para designar al enemigo y sus acciones. Con el objeto de indagar cómo se construye en el discurso procesista la representación del “enemigo subversivo” hemos elaborado la red verbal y los atributos correspondientes al período que abarca la presidencia de Videla (29 de marzo de 1976 a 29 de marzo de 1981).

Del análisis de la red verbal que comprende las acciones que se le atribuyen a la subversión se desprende su caracterización que la coloca en el lugar de la violencia a través de verbos que trazan la imagen de un enemigo deshumanizado, capaz de las peores acciones contra la sociedad toda. Fundados en el mito de la Argentina amenazada, los militares constituyen a los subversivos como “desintegradores del territorio nacional” y de algo más importante aún, los valores de la argentinidad. Si hay una identidad argentina que se mantiene en el tiempo y el espacio tal como lo postulaba el esencialismo patrio de los militares, la subversión viene a acabar con ella. Sus víctimas: la patria, la religión, la familia. Esta representación del enemigo desde la carencia de valores éticos fundamentales opera como dispositivo legitimador de la represión estatal, en tanto el oponente no puede ser recuperado para la sociedad sino que debe ser “erradicado” para siempre de ella.

En cuanto al rol legitimador de esta caracterización del enemigo, nos parece clave el uso de fórmulas ritualizadas, que se repetían en el discurso presidencial, pero también-tema que escapa a nuestro análisis-en la discursividad de otros representantes del poder político y militar del período y, lo que es muy importante en cuanto a los efectos sobre los destinatarios, en los medios de comunicación. La descripción limitada a una serie de formulaciones discursivas que se repiten constantemente en los discursos y al interior de cada uno de ellos en particular, se corresponde con una red de atribuciones negativas-también restringida-que contribuye a diseñar la figura de un enemigo de alta peligrosidad, en tanto amenaza para toda la sociedad, solapado y traidor, fanático y demente hasta el punto de elegir como único camino la violencia. El argumento es que esta amenaza se cernía sobre la sociedad en el momento en que las Fuerzas Armadas tomaron el poder, en la forma de un enfrentamiento entre los extremos, enunciado también como la violencia de uno y otro signo.

En consecuencia, la llamada “teoría de los dos demonios” legitimaba la acción represiva al comienzo del Proceso, tal como años después, al final del mismo, sería enarbolada como justificación de lo realizado y como argumento para exigir el perdón de los delitos cometidos. En realidad, la peligrosidad aumenta por el hecho de ser un adversario que actúa desde las sombras y se infiltra en todos los sectores de la sociedad. Este carácter de infiltrado atribuido al enemigo refuerza la idea de conspiración y produce el efecto de extender el concepto de subversivo hacia todo aquel que, al pensar distinto, rompe con la unidad monolítica de la nación. El infiltrado es, precisamente, aquel que se hace pasar por un igual, por un argentino más, cuando, en verdad, está favoreciendo la difusión de ideas disolventes. De esta manera, el problema de la subversión se constituye en problema de todos; el enemigo está dentro del país pero viene de afuera, no es un verdadero argentino.

Hay que descubrir dónde se encuentra; el enemigo está en permanente complot contra el país y sus valores. Por lo tanto, la figura del enemigo traza las fronteras entre un adentro y un afuera simbólicos: ser argentino o ser antiargentino. Así, se extendía la idea de culpabilidad hasta encontrar “Culpables y cómplices en todos los ámbitos”. De esta manera, cualquiera podía portar el estigma de no ser argentino, aún por el hecho de estar equivocado o comportarse como un indiferente. La oposición con el enemigo se definía según un proceso de dicotomización tal que no había cabida para posiciones intermedias, de neutralidad.

En síntesis, el Proceso continuaba tópicos ya presentes en los regímenes militares anteriores pero les daba una nueva dimensión al colocarlos en el marco de una concepción que excedía la mera retórica acerca de combatir el mal, para expresarse en un “enfrentamiento real” contra los enemigos, apelando a métodos de una violencia inusitada que tuvieron como efecto implantar frente a la representación de un enemigo solapado, conspirando en la oscuridad, un sistemático plan de terrorismo de Estado, fundado en la idea del exterminio/aniquilamiento de la subversión en todas las formas que adoptara. Basta el análisis de la red verbal de acciones a ejecutar sobre el enemigo para ver cómo se despliega una semántica de la violencia según la cual con el enemigo no se pacta, no se dialoga; sólo se lucha hasta la victoria final.

No obstante esta retórica belicista y la persistencia en el discurso del fantasma de la subversión, se puede decir que a un año del golpe de estado, las acciones de las organizaciones guerrilleras-ERP y Montoneros-eran casi inexistentes. El mismo general Videla en su discurso en Tucumán, el 24 de septiembre de 1976, anuncia que las Fuerzas Armadas “están logrando la victoria ya próxima”. Sin embargo, según el imaginario de un enemigo siempre presente y amenazante en todas partes, Videla continúa con sus constantes referencias a la amenaza subversiva, en tanto elemento clave en la legitimación de las acciones de las Fuerzas Armadas.

El 9 de febrero de 1978, tercer aniversario del Operativo Independencia, subraya “el triunfo es nuestro” pero, en el mismo discurso, exige la continuación de la lucha porque el enemigo se expresa de otras formas y en otros ámbitos: “Dijimos que la Operación Independencia no ha terminado; diremos que la lucha contra la subversión en todo el país, en todas las manifestaciones del quehacer nacional, tampoco está terminada. Si bien sus expresiones armadas se encuentran virtualmente eliminadas, es indudable que el adversario recurrirá, y ya lo ha hecho, a otras formas y procedimientos para agredir a nuestra sociedad. Su peligrosidad es directamente proporcional a la sutileza con que se empleen. Es por ello que nadie puede sentirse relevado de su puesto de combate. Y eso no sólo implica empuñar con decisión un fusil. Muy primordialmente en esta hora, significa aceptar el peso de las responsabilidades que a cada argentino competen. Ocupe cada uno su lugar y la victoria será segura”,

A comienzos de ese año 78 y con el Mundial de Fútbol a la vista, la oposición argentinos-antiargentinos servirá para articular el discurso acerca de una campaña contra el país orquestada en el exterior, de la que participan propios y extraños. Sin embargo, poco tiempo después, cuando la “eliminación del enemigo subversivo” es un hecho, se entroniza la idea de la amenaza a la soberanía. Con subversivos a la vista o sin ellos, el mensaje bélico debe continuar. Después de todo y ante todo, el mito de la guerra legitima la presencia de los militares en el poder y los eleva a la categoría de héroes, salvadores de la Patria amenazada”.

(*) Analía Dilma Rizzi (Profesora de Historia-UBA): “Enemigo al acecho. La construcción del contradestinatario en el discurso de los presidentes militares (1930-1982)”.

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