Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del domingo 30 de junio, El cohete a la Luna publicó un escrito de Aleardo Laría Rajneri titulado “Liberales versus libertarios”. El autor toca un tema que a todos nos compete: el auge del libertarianismo o, si se prefiere, del liberalismo defensor del poder económico concentrado (neoliberalismo). En 2021 el filósofo y politólogo español José María Lassalle publicó un libro titulado “El liberalismo herido” (Arpa-Editores). Alude a las heridas que el crecimiento del liberalismo autoritario le está provocando al liberalismo humanista pregonado por Spinoza y Kant. El siglo XXI está presenciando el avance, aparentemente incontenible, de lo que Pierre Rosanvallon denominó “democradura”, un populismo vertical y autoritario que enarbola la libertad de mercado.

En el ensayo mencionado, Lassalle enfatiza algo que los argentinos deberíamos tener muy en cuenta: Javier Milei nada tiene que ver con el liberalismo humanista. Por el contrario, encarna un libertarianismo (anarcocapitalismo) que, en la práctica, se traduce en un régimen autoritario de derecha muy hábil para explotar la emoción y no la razón del hombre. Reivindica un ciberleviatán, aquel estado todopoderoso inmortalizado por Hobbes fortalecido por el avance tecnológico del siglo XXI. Lassalle cree que la guerra no está perdida pero que para que el ciberleviatán se imponga definitivamente, es esencial que quienes adhieren a los valores del liberalismo humanista estén dispuestos a luchar a diario por esos valores.

A continuación paso a transcribir la manera como Lassalle analiza la era populista (capítulo 1). Saque el lector sus propias conclusiones.

“Entramos en una nueva era marcada por la incertidumbre absoluta. Por primera vez en muchos siglos, somos incapaces de encontrar un relato totalizador que intérprete el mundo y nos explique cómo vivir nuestra experiencia de él. La humanidad se globaliza. Lo hace frenéticamente, con un ritmo acelerado que tensiona los ejes institucionales que marcan su gobernanza y provocan, como apunta Hartmut Rosa, una sensación generalizada de alienación y pérdida de contacto con la existencia individual y colectiva. Hasta el punto de que se abre camino la sensación de que nos enfrentamos a una situación de colapso. Un momento crítico de catástrofe que nos emplaza a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos. Un momento refundacional de la humanidad que nos pone delante el reto de la consumación del Antropoceno y sus dinámicas de movilización utilitaria del planeta y de sus recursos físicos y humanos impulsadas desde los inicios de la modernidad hasta nuestros días.

Esta percepción colectiva de alienación no es un proceso reciente. Nos acompaña desde principios del siglo XXI. Es cierto que el coronavirus se ha convertido en una calamidad que ha agudizado y acelerado el fenómeno, pero sobre los rieles psicológicos de una experiencia que ya se había instalado con firmeza en la sociedad occidental. La pandemia lo que ha hecho es intensificar los problemas que existían y los ha relacionado entre sí. Esto ha generado una interacción compleja entre ellos que los ha agudizado localmente y, al mismo tiempo, los ha proyectado fuera de su perímetro original al hacernos a todos partícipes de ellos. Desaparecidos los tabiques de la historia y la geografía, ya no hay compartimentos estancos a la hora de abordar su gestión, propiciando esta circunstancia que surjan nuevos problemas asociados a la interacción de los que ya existían antes. De hecho, los problemas de los demás se han convertido también en los nuestros, y viceversa.

La globalización ha borrado las fronteras con la goma de la digitalización y el cambio climático, y los estados se ven incapaces de gestionar una eclosión de problemas transfronterizos para los que no tienen recursos institucionales. Básicamente porque la vieja soberanía nacional surgida en el siglo XIX se empequeñece ante la titánica sombra que proyectan sobre las cabezas de los gobiernos de nuestro tiempo las catástrofes del siglo XXI. El mayor de los problemas que actúan sobre esta trama de complejidad global es que carecemos de una gobernanza común capaz de gestionarla. Se vio en 2001, cuando el terrorismo islamista comenzó a golpear de forma deslocalizada y sistemática las manifestaciones del capital simbólico de Occidente diseminadas por todo el planeta. Después, volvió a ponerse de manifiesto en 2008, cuando la crisis financiera estalló por una iliquidez sistémica surgida de un modelo de capitalismo especulativo basado en el endeudamiento global. Y vuelve a suceder ahora, cuando un virus surgido en la ciudad china de Wuhan se convierte casi en tiempo real en una pandemia que desestabiliza el planeta. Algo que ha sido posible porque el coronavirus se ha acoplado a las redes de transporte diseñadas por el capitalismo cognitivo del siglo XXI para favorecer la movilidad que requieren los intercambios profesionales y culturales que aquel provoca.

A esta insuficiencia en la gobernanza, se añade la debilidad de una metodología moderna fundada en la razón y en el conocimiento que se desprende de ella. Un método que desfallece en la impotencia, como vuelve a demostrar la pandemia, a la hora de definir cuáles son las acciones normativas que hay que seguir para neutralizar los daños ocasionados por la propagación masiva de una enfermedad global. Esto es especialmente significativo respecto al cálculo de los consensos necesarios para operar más allá de situaciones de complejidad lineal como las que predominaban en el pasado. Ahora, los modelos fracasan ante una complejidad que no solo hace interactuar los problemas entre sí, sino que agrega otros nuevos con los que se hibrida. Fracaso que se agrava porque la racionalidad que buscaba el bien común ha sido sustituida por la eclosión de una pluralidad de sensibilidades y percepciones que, además, están en conflicto.

Esto nubla y oscurece de antemano la racionalidad anticipatoria y previsora de los consensos. La política parte en estos momentos de la premisa posmoderna de que contribuir a la elaboración de una ley ya no es invertir en un capital público que compensará en el futuro la pérdida de nuestros intereses particulares más inmediatos. Ahora, la ley es un equilibrio transitorio e inestable asociado a una mayoría provisional que identifica como interés general una alianza de intereses particulares contrapuestos a otros. El bien común no existe porque no se puede prever ni establecer un consenso estable sobre cómo identificarlo.

Este panorama ingobernable e irresoluble de complejidad sistémica que ha evidenciado definitivamente la pandemia confirma que la metodología de gestión diseñada por la modernidad liberal carece de respuestas para atajar los retos asociados a la globalización conforme a los presupuestos de análisis que se dio a sí misma en el siglo XVIII, cuando surgió. Retos que aumentan exponencialmente la revolución digital y el cambio climático, que básicamente son los vectores que resumen la interacción de problemas que provoca un mundo que está saliéndose de sus ejes normativos porque los criterios contractualistas pensados por individuos que desarrollaban responsablemente un cálculo racional de oportunidades han sido superados.

Este marco de incertidumbre generalizada genera una infraestructura inquietante y movediza que socava los cimientos de lo que podría denominarse el «mundo del ayer», que representaba la cosmovisión democrática del siglo XX. Esto hace que el contexto liminal en el que nos movemos exija de nosotros capacidad para entender hacia donde debemos reorientar nuestros pasos. Algo que, como analizaremos a lo largo del libro, no puede abordarse a partir de los presupuestos metodológicos de un individualismo expansivo y activista, seguro de sí mismo debido a los patrones de una racionalidad que le permitía tomar decisiones que se ajustaban responsablemente a las necesidades de quien aspiraba a ser frente a ellos, a la manera kantiana, un adulto. Un individualismo que, además, sintonizaba con el programa de una modernidad pletórica y provista de una hoja de ruta volcada sobre la transformación del planeta conforme a los designios de la Ilustración. Tampoco sirven los Estados democráticos, tal y como los hemos entendido hasta ahora. Entre otras cosas porque la soberanía legal sobre la que asentaban su poder, el perímetro competencial de las acciones que podían desarrollar, ha visto mermada su eficacia ante el azote de los problemas globales que surgen fuera de aquel debido a la crisis climática, la automatización deslocalizada o las pandemias de ahora y las que surjan en el futuro.

Las escenas con las que comenzó 2021 resumen plásticamente el momento de gravedad al que se enfrentan las democracias liberales. Nos han puesto delante los síntomas de la enfermedad política y social que padecemos. La ocupación del Capitolio de Estados Unidos por una multitud ciberdirigida desde las redes sociales nos alerta del peligro que nos acecha de una manera inmediata. Hay que recordar que los asaltantes lo hicieron convencidos de que eran héroes que luchaban por la democracia que otros les arrebataban fraudulentamente a través del recuento de votos. Además, la intentona golpista fracasó porque se bloquearon las cuentas en Twitter, Facebook, Instagram y YouTube de Donald Trump. No porque se hubiera dado una respuesta institucional que restableciera la legalidad cuestionada por la multitud. La democracia liberal se impuso porque las corporaciones tecnológicas decidieron por sí mismas que querían estar alineadas con lo que las urnas habían dado a entender oficialmente.

De este modo, confirmaron en la práctica que son titulares de una soberanía digital que tutela de facto la soberanía popular al disponer de un poder aristocrático que condiciona todo lo que sucede en la infoesfera. Nos adentramos, por tanto, en una era hostil a la libertad y a los valores que acompañaron la construcción de la democracia. Al menos, de acuerdo con los patrones liberales que la han definido hasta ahora. Una era que anuncia que el eje de legitimidad de aquella se desplaza, quizá irreversiblemente. Tanto, que se insinúa una democracia distinta. Una democracia que sigue siéndolo en apariencia pero que resignifica sus presupuestos y modifica sus bases y fundamentos conceptuales mediante un giro autoritario que verticaliza la relación con el poder.

Como señala Pierre Rosanvallon, la democracia evoluciona de nuevo porque nunca fue un universal predeterminado, estable e inamovible. La democracia nació movediza. Algo que se ha evidenciado con la historia. Ahora nos enfrentamos a una nueva mutación que hace que se decline probablemente como una democracia personalista, directa, polarizada e inmediata, por seguir citando al politólogo francés. Entrado el siglo XXI la democracia adopta nuevas adjetivaciones. Evoluciona de un gobierno liberal hacia otro cesarista que la reconfigura como una organización agónica y excepcionada de la política. Basada en el conflicto y no en el consenso. Dominada por las pasiones y por una multitud acechante que reclama ser gobernada a golpes de autoridad y sin más limitaciones que el alcance de la seducción populista de sus líderes.

Es cierto que hay otras versiones posibles para ella, aunque todas parecen abocadas a revestir en alguna medida estos rasgos. Pero la que se impone sobre todas ellas tiene un relato detrás que estudiaremos con detalle en los próximos capítulos. Se escribe desde una óptica autoritaria y neoliberal, que convierte al mercado en un sustituto del Estado. Así, mientras este se despolitiza, aquel se politiza hasta convertirse en un Mercado total. De este modo, se produce por la vía de los hechos una reconfiguración del fascismo a través del mercado. Una resignificación neoliberal del orden en donde el Estado y el Mercado se hibridan como una estructura disciplinaria que normaliza una teología del laissez faire tecnologizada.

Si se confirmaran estas impresiones, habrá que buscar cómo limitar y condicionar el nuevo statu quo. Es más, si acabara siendo inevitable un perímetro político tan asfixiante, habría que encontrar un espacio para que fuese posible la libertad. Esto solo podrá hacerse si se define una estrategia circunstancial que devuelva al liberalismo su razón de ser como pensamiento al servicio del humanitarismo y la dignidad crítica de la persona. Algo que, de antemano, aventuro que no será fácil. El populismo está actuando como un tsunami político. Sin embargo, ¿cuándo ha sido fácil trabajar por la libertad? ¿Lo fue cuando nació el liberalismo a finales del siglo XVII? ¿Lo fue después, en el contexto de las revoluciones atlánticas, o en el difícil marco social del siglo XIX, o en el escabroso contexto político del siglo XX? En todos esos momentos el liberalismo tuvo que evolucionar y adaptarse a las circunstancias si no quería perecer.

Baste recordar cómo John A. Hobson escribía en 1909 un ensayo que no dudó en titular como La crisis del liberalismo. Apenas una década después la influencia de este autor, y otros que también mostraron sus críticas a la situación por la que entonces atravesaban las ideas liberales, condujo a sentar las bases para un desarrollo que retomó la estirpe humanitaria y democrática que desde Tocqueville y Stuart Mill mantuvo en pie un pensamiento que ha ido siempre de la mano de la transformación de la democracia que contribuyó a legitimar. Algo que hoy, como entonces, tendrá que volver a hacer, aunque cueste más. Para ello deberá localizar el hilo que permita reconectar con el presente y ser útil para que nuestro tiempo sea más acorde con la continuidad de sus ideales emancipatorios, críticos, pluralistas y tolerantes.

La multitud se impone sobre el individuo, pero quizás haya que revisitar aquella y comprender, como advertía Spinoza, que hay «multitudes libres, y hay también multitudes sojuzgadas: una multitud libre se guía más por la esperanza que por el miedo, mientras que una multitud sojuzgada se guía más por el miedo que por la esperanza. Aquella, en efecto, procura cultivar la vida, esta, en cambio, evitar simplemente la muerte; aquella, repito, procura vivir para sí, mientras que esta es, por fuerza, del vencedor». Llevado por las palabras de Spinoza, me atrevo a aventurar que la nueva democracia que se insinúa en el horizonte posterior a la pandemia será básicamente multitudinaria. Pero entiéndase bien, o una multitud colaborativa o una multitud polarizada. O una multitud en la que el individuo desempeñe un papel que le impulse a cooperar voluntariamente con los otros, o una multitud atomizada y dispersa, en la que los individuos se confronten en una guerra civil permanente y que reactive la tesis hobbesiana de que el hombre es un lobo para el hombre”.

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