Por Hernán Andrés Kruse.-

“Viva la libertad, carajo”. He aquí el grito de guerra enarbolado por Javier Milei para hacer posible lo que hasta hace muy poco era una misión imposible: suceder a Alberto Fernández. Al enarbolar con frenesí la bandera de la libertad, Milei no hacía más que proclamar su adhesión al liberalismo. Lamentablemente, apenas asumió el 10 de diciembre puso en evidencia su escaso apego por esa noble filosofía de vida. Si hay una nota medular del liberalismo es el imperio de la tolerancia. El genuino liberal es quien admite que otros piensen de manera diferente, que critiquen su pensamiento. El liberalismo es la antítesis del fanatismo, del autoritarismo. Javier Milei se esmera en poner evidencia su desprecio por la pluralidad de ideas, su falta de respeto por el disenso, su propensión al monólogo. No soporta que lo contradigan, que lo critiquen, que le señalen los yerros que comete. Para el libertario existen dos clases de personas: quienes le rinden pleitesía y quienes son sus enemigos. No duda en vociferar que los legisladores que no le aprueban sus proyectos de ley son unas ratas, y elevar a la categoría de héroes de la patria a quienes sí lo hacen. Réprobos y elegidos: para Milei no hay término medio.

Estamos en presencia de un presidente megalómano, intransigente, prepotente, amante del monólogo. Ama que lo escuchen con devoción y odia que lo contradigan. Reniega del diálogo democrático y de la fructífera discusión ideológica. Reniega de la coexistencia pacífica, base de la democracia liberal.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Laura Baca Otamendi titulado “Diálogo en democracia” (Colección Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática-núm. 13-México-1996). Aconsejo su lectura. Por razones de espacio me limitaré a transcribir algunas partes del escrito. Es un canto al liberalismo como filosofía de vida.

EL VALOR DE LA COEXISTENCIA PACÍFICA

“El régimen democrático fundamenta su existencia en una revalorización de la política, entendida principalmente como un medio para el establecimiento de pactos y acuerdos. Según la filósofa alemana Hannah Arendt, la política representa la experiencia de compartir un “mundo común” por parte de una diversidad de sujetos. En este sentido, las posibilidades del diálogo se encuentran determinadas por la capacidad de los distintos actores para enfrentar situaciones conflictivas mediante la negociación. En consecuencia, la coexistencia pacífica implica compatibilizar distintos intereses que se manifiestan en las sociedades pluralistas, evitando las tentaciones del autoritarismo que consideran como única interacción posible con el adversario aquélla que busca eliminarlo.

En esta perspectiva el ejercicio del diálogo, por más inmediato y reducido que sea su alcance, posee un carácter constitutivo, ya que al rendir sus frutos en forma de acuerdos e intercambios refuerza dicha coexistencia pacífica. El diálogo debe concebirse, entonces, como una ampliación de los procesos de legitimación del funcionamiento del sistema político que responden a la dinámica de los distintos actores sociales. De esta forma, en una democracia el diálogo debe aparecer como parte integrante de un sistema de expectativas, de reconocimientos mutuos y de garantías recíprocas entre los actores sociales.

Un promotor del diálogo como coexistencia pacífica en la democracia ha sido el filósofo italiano Norberto Bobbio quien, al referirse a las relaciones entre política y cultura, formula una “afinidad electiva” con el principio del diálogo, haciendo del coloquio, de la conversación y del intercambio racional su núcleo principal. En efecto, la referencia al diálogo ha ocupado un lugar privilegiado en sus escritos, en los que considera al coloquio como un ejercicio capaz de estimular las convicciones democráticas que se manifiestan en una determinada sociedad. Al analizar las características básicas del diálogo democrático este autor evidencia de modo claro su naturaleza política, así como las modalidades que adquiere cuando lo practican los distintos actores políticos. En este sentido, el filósofo turinés otorga al diálogo una “naturaleza ético-política” particularmente importante en el mantenimiento de la coexistencia pacífica.

Esta valoración atañe al conjunto de procedimientos que en una democracia garantizan la posibilidad de soluciones diferentes a un mismo problema, reconociendo como válida la existencia de interpretaciones diversas acerca de una misma realidad. Abogar por el ejercicio del coloquio ha sido una de sus constantes preocupaciones en la medida en que en una democracia el diálogo representa una modalidad privilegiada de “hacer política” que intensifica los contactos y la interacción. Lo loable de la posición asumida por Norberto Bobbio consiste en que ha mantenido la defensa del diálogo incluso bajo circunstancias y contextos que no siempre fueron propicios para el desarrollo democrático, como el periodo de la Guerra Fría”.

EL DIÁLOGO COMO MEDIACIÓN

“En la democracia la mediación se encuentra referida de manera primordial a los métodos, reglas y pautas –de carácter formal e informal– del quehacer político y, por esta vía, a las modalidades con las que se articulan la mayoría y las minorías. La mediación se refiere a la interacción entre las acciones de los disidentes y las de quienes manifiestan su conformidad con una situación determinada. La mediación fundada en el diálogo desempeña un importante papel en la adecuada articulación entre ambos elementos; puede representar una actitud que facilita el acuerdo en la medida en que las partes aceptan ceder en sus posiciones originales.

Para ilustrar la importante función que el diálogo puede desempeñar en una democracia consideramos necesario hacer referencia a un contexto político-cultural en el que la mediación hizo posible el encuentro entre posiciones divergentes. Dicho ejemplo histórico, en el que se presenta con mucha nitidez una situación de fuertes contraposiciones, es precisamente el de la Guerra Fría. Cabe señalar que en este periodo se exacerbó la fórmula del “o de un lado o del otro”. Muchas de las tensiones que caracterizaron esta circunstancia histórica pudieron resolverse, al menos relativamente, a través del diálogo, no obstante que durante este periodo los diferentes actores políticos se enclaustraron en una gran contraposición de bloques políticos e ideológicos. Como se recuerda, el periodo de la Guerra Fría representó una época flagelada por grandes antagonismos políticos e ideológicos en donde los diversos sujetos se encontraban obligados, de algún modo, a tomar posición en uno u otro bando, es decir, debían escoger, como ya lo señalamos, entre el estar “o aquí o allá”. Tal disyuntiva se presentaba en diversos términos: Occidente versus Oriente; capitalismo versus comunismo; democracia versus autoritarismo; barbarie versus civilización. Bajo estos binomios se establecían los términos políticos e ideológicos de la disputa.

En Italia, sin embargo, y a pesar de las contraposiciones existentes, muchos intelectuales no se comprometieron de manera irreversible con alguna de las partes y, por lo tanto, evitaron colocarse de uno u otro lado de la “línea de batalla”. Al promover el diálogo manifestaron ser conscientes de la responsabilidad que tenían como transmisores de ideas y de valores, al tiempo que propugnaron por la necesidad de llevar a cabo una función de mediación entre las partes, la cual, como sabemos, es una fórmula difícil e inestable en tiempos de crisis y de cambio. De este modo, el diálogo propició el establecimiento de contactos entre las diferentes posiciones políticas. El valor de esta actitud favorable al diálogo es mayor si recordamos que cada una de las partes defendía con intransigencia la validez de sus propias posiciones, descalificando a todos aquellos que no profesaban las mismas ideas. Por eso, frente a las alternativas rígidas, Bobbio sostuvo que “el mejor medio que los hombres pueden utilizar para liberarse a sí mismos y a los demás de los mitos es romper con el silencio, para reestablecer la confianza en el coloquio”. Desde esta perspectiva, propuso una política orientada en la dirección de “una discusión razonada y en contra de la terquedad del silencio y de la vanidad de la prédica edificante”. Por lo tanto, diálogo y democracia resultan ser conceptos que se relacionan estrechamente en la medida en que promueven una función de mediación entre las partes”.

LA INVITACIÓN AL COLOQUIO

“El diálogo, en consecuencia, puede ser considerado como un deber ético-político del conjunto de ciudadanos que integran la comunidad política. En una época saturada de contrastes, resulta de fundamental importancia considerar que “más allá del deber de entrar en la lucha, existe […] el derecho de no aceptar los términos de la lucha así como han sido puestos, sino que, por el contrario, es necesario discutirlos y someterlos a la crítica de la razón”. Lo que resulta fundamental en un periodo donde “florecen los mitos consoladores y edificantes” es el compromiso para iluminar con la razón las posiciones en conflicto. En otras palabras, resulta fundamental poner a discusión las pretensiones de unos y otros para restituir a los hombres armados de ideologías contrapuestas la confianza en el coloquio, reestableciendo, junto con el derecho de la crítica, el respeto por la opinión diferente.

La invitación al coloquio se dirige a los diversos interlocutores y busca que estos “no renuncien a ejercer una actitud crítica, anteponiéndola a las certidumbres dogmáticas”. Recordemos que el prejuicio, además de promover el fanatismo, evita el ejercicio de la crítica de la razón y obstaculiza el debate y el establecimiento de acuerdos. Según Bobbio, en una época en continuo cambio la contraposición se da entre una cultura insensible a los problemas de la sociedad y separada de la política –considerada sinónimo de poder– y una cultura extremadamente politizada que absolutiza su compromiso y convierte sus postulados en dogmas de fe.

La democracia favorece el establecimiento de una comunicación entre los distintos puntos de vista, que intenta poner a discusión los fundamentos de cada posición. Se trata, en síntesis, de reivindicar un procedimiento racional que permita establecer “reglas del juego” que hagan posible el establecimiento de acuerdos entre las partes. El carácter ético-político del “diálogo” está representado por la capacidad para oponerse a cualquier tipo de dogmatismo por medio del intercambio de ideas y del ejercicio del espíritu crítico, entendido como reflexión metódica en contra de la falsificación de los hechos, que es propia del fanatismo”.

EL DIÁLOGO COMO EQUIDAD. DEMOCRACIA, IDEA RECTORA

“Analizar la función del diálogo en la democracia nos permite caracterizar brevemente el sistema de reglas y procedimientos, así como de valores y principios que la conforman. Tal delimitación conceptual resulta necesaria toda vez que, actualmente, con el término democracia se hace referencia a muy distintos fenómenos e instituciones de la vida social y política. Lo anterior ha provocado que esta noción pierda precisión conceptual. La extensión del concepto democracia deriva, en parte, del hecho de que a partir de la Segunda Guerra Mundial con él se hacía referencia a distintos tipos de regímenes políticos, a pesar de las profundas diferencias que entre ellos existían. Frente a la confusión terminológica, algunos autores han considerado más apropiado utilizar el concepto poliarquía como una posible alternativa a la ambigüedad del concepto democracia.

La definición clásica de democracia considera que el poder es legítimo sólo cuando deriva del pueblo, pero el principal problema que conlleva esta definición es que, en los tiempos que corren, no resulta tan claro quién es el sujeto políticamente relevante cuando hablamos de “pueblo”: todos, la mayoría absoluta o la mayoría calificada. Referirnos a esto es importante, en primer lugar, porque con la concepción “hiperdemocrática” del todos es posible prácticamente la legitimación de cualquier régimen político, ya que la generalidad de esta acepción permite justificar incluso el ejercicio tiránico del poder; en segundo lugar, porque con la interpretación de la mayoría absoluta nos acercamos al límite de ruptura de la regla democrática, ya que si la mayoría ejerce sin más su poder sobre la minoría el sistema puede degenerar cuando el 51% triunfante cuenta por todos y el 49% de los que perdieron no cuentan para nada; finalmente, la concepción que más se acerca al modo de funcionamiento de las democracias pluralistas es aquella de la mayoría calificada, en donde, para decirlo con Giovanni Sartori, “la mayoría prevalece sobre las minorías, pero éstas también cuentan”, es decir, se reconoce la capacidad de mando de la mayoría, pero al mismo tiempo se tutelan los derechos de las minorías, que en una democracia son inalienables y principio fundamental para el establecimiento del diálogo.

No obstante que con el término democracia se pueden entender muchas cosas, existe una brújula para orientarnos. Norberto Bobbio ha establecido dos importantes elementos para la caracterización de la democracia: en primer lugar, un complejo de instituciones o de técnicas de gobierno que están representadas por el sufragio universal, la división de poderes, el reconocimiento de los derechos civiles, el principio de mayoría y la protección de las minorías. En este ámbito, establece la premisa de una igualdad democrática de las oportunidades, que es también una de las condiciones del diálogo. El segundo elemento característico de la democracia, de acuerdo con este autor, es la existencia de un centro ideal que representa no los medios o los procedimientos, sino los fines que se quieren alcanzar. En este sentido, la democracia puede ser caracterizada a partir de los valores que la inspiran y a los cuales tiende este particular tipo de régimen político.

Es claro que si queremos no solamente entender qué cosa es la democracia sino también darle una justificación, debemos analizar, en efecto, los fines a los que se orienta. De acuerdo con Bobbio, el “fin desde el cual nos movemos cuando queremos un régimen organizado democráticamente es la igualdad”. Al respecto, también otros autores han considerado este concepto como una de las claves para entender la democracia, al afirmar que si bien la igualdad política es un atributo artificial que los individuos adquieren cuando acceden a la esfera pública, aquélla sólo puede ser garantizada por las instituciones políticas democráticas.

De ahí que Bobbio niegue que el concepto democracia sea tan elástico que se pueda estirar tanto como se quiera: “Desde que el mundo es mundo, democracia significa gobierno de todos o de los muchos o de los más, contra el gobierno de uno, o de los pocos o de los menos”. Esta caracterización hace posible el estudio del problema de la democracia a partir de una doble dimensión: como conceptualización de un régimen ideal y como definición empírica de las realizaciones concretas del principio democrático. En resumen, una definición normativa o prescriptiva de la democracia se refiere, por un lado, al conjunto de normas y valores que constituyen la concepción de la democracia ideal y, por el otro, a una definición empírica que se refiere al funcionamiento real de la democracia en los diferentes países.

La prescripción es tan importante como la descripción, ya que “lo que la democracia sea no puede separarse de lo que la democracia debiera ser”. Las instituciones y los ideales democráticos “son las dos caras de la misma moneda, y quien considera poder tener una sin la otra termina tarde o temprano por perder las dos”. Desde el punto de vista político, esto significa que las diferentes identidades colectivas pueden emerger mediante un proceso de discusión y argumentación pública en el cual los diferentes ideales pueden ser articulados y reformulados en condiciones de igualdad. Si la ciudadanía se fundamenta en un proceso de deliberación activa, su valor reside en la posibilidad de establecer formas de identidad colectiva que pueden ser reconocidas, convalidadas y transformadas mediante un diálogo democrático y racional.

El valor de la equidad en relación con el problema del diálogo representa un principio de la mayor significación. Representa iguales oportunidades de expresarse para los individuos. En las sociedades pluralistas, y justamente en razón de las diferencias existentes en su seno, debe tener vigencia el principio de simetría, es decir, el principio del respeto por la igual dignidad de cada uno de los individuos. El principio de equidad se refiere, en consecuencia, a la distribución de aquellos bienes de la ciudadanía que se concretan en la capacidad de cada individuo para asumir las responsabilidades que implica la convivencia. En este sentido, para analizar en lo particular los problemas de la coexistencia entre posiciones diferenciadas en las modernas sociedades es necesario profundizar en los elementos que integran el diálogo democrático: de un lado, el respeto a la mayoría y la protección de las minorías y, del otro, sus modalidades de expresión a través del consenso y del disenso”.

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