Por Hernán Andrés Kruse.-

LAS RUTAS Y LOS “ROSTROS” DE LA AUTOCRACIA

“A diferencia de la kakistocracia, una categoría referida más a la (mala) calidad (a las dotes o capacidades) de los jugadores políticos, tanto de las clases dirigentes como de los ciudadanos de a pie, las vías que nos llevan hacia la autocracia pasan, en primer lugar, por la falta de efectividad e incorrecta aplicación de las “reglas constitutivas” de la democracia, alterando la identidad de un régimen democrático y abriendo el paso (casi de manera imperceptible) a una forma distinta, que Bovero ha denominado reiteradamente con un oxímoron, “autocracia electiva”. Una forma de régimen que mantiene inalterada la institución de las elecciones, pero que se muestra indolente frente a las exclusiones sociales construidas alrededor de la “ciudadanía” (piénsese en los migrantes), que echa mano de la ingeniería electoral para sub o sobré representar a las fuerzas políticas en el parlamento; que favorece y perpetúa prácticas monopólicas de los medios de comunicación masiva, persigue o censura a la prensa disidente; que obstaculiza injustificadamente la formación de nuevas asociaciones políticas; que altera las normas para permitir la reelección indefinida (sin ningún límite temporal) de los titulares del Ejecutivo turno, y súmele usted.

Pero ése no es el único sendero. En segundo lugar, la democracia puede encaminarse hacia su contrario cuando se limitan o se han abolido-pero también cuando se inobservan o son transgredidos-los derechos fundamentales de libertad individual (la libertad personal, de opinión, de reunión y de asociación) y algunos derechos sociales (como el derecho a la educación pública y gratuita y el derecho de subsistencia), indispensables para garantizar la participación política de los ciudadanos en democracia. La falta de protección y garantía de aquel conjunto de libertades y derechos-identificados en la teoría boveriana como las precondiciones liberales y sociales de la democracia-vuelven vanas, es decir, vacías e inútiles, las “reglas del juego democrático” y convierten a una democracia en una “democracia aparente”, en un simulacro exterior, un cascarón (una fachada) para disfrazar (vestir de legitimidad) respectivamente el autoritarismo y la oligarquía social imperantes.

Una tercera ruta para invertir el juego ascendente de la democracia pasa por la manipulación de las reglas electorales (adoptando sistemas electorales profundamente mayoritarios, introduciendo premios de mayoría o elevando los umbrales que excluyen de los órganos representativos a grupos políticos relevantes) en nombre de principios como el de gobernabilidad, con el fin de crear mayorías artificiales en los parlamentos ad hoc al titular del Poder Ejecutivo. Tales mayorías ficticias, una vez ganadas las elecciones, imponen su agenda al resto (es decir, a las minorías) como si fuera una cuestión de todo o nada, a través de la absolutización indebida de una de las “universales procedimentales”, el principio de la mayoría, y en abierta transgresión de la sexta regla que prohíbe obstaculizar o impedir a las minorías el derecho mismo de convertirse en mayoría en igualdad de condiciones. Este fenómeno, indicado por otros como “democracia mayoritaria”, es bautizado por Michelangelo Bovero con el nombre de pleonocracia, cuyo significado literal es el “gobierno de los más o los muchos” (de los pleones). La pleonocracia es, entonces, una subespecie de la autocracia, una “autocracia mayoritaria”.

Manipular las reglas electorales no es la única manera para convertir en una realidad el peligro de la “tiranía de la mayoría”; bien es posible que una fuerza política alcance una posición preeminente sobre las demás en el parlamento, por sus triunfos obtenidos con la aplicación de un sistema electoral de tipo proporcional-más afín con un régimen democrático como insiste Bovero-en un contexto de comicios libres y competitivos. El problema podría no ser de origen-por la falta de legitimidad democrática que implica crear mayorías ficticias-, sino residir en el tipo de relación que se establezca, por un lado, entre la mayoría y la(s) minoría(s) parlamentarias y, por otro, entre la primera y el titular del Poder Ejecutivo.

En primer lugar, la fuerza parlamentaria mayoritaria no debería aprovechar su posición para ignorar y, mucho menos, para acallar a la(s) minoría(s). Para decirlo de forma más clara, “los muchos” están obligados a evitar cualquier intento de anular las voces disidentes si quieren seguir jugando democráticamente. Uno de los criterios para calificar la democraticidad de un régimen político-señala Bobbio-es la mayor o menor cantidad de espacio reservado al disenso: “En un régimen que reposa en el consenso no impuesto desde arriba, alguna forma de disenso es inevitable, solamente allí donde el disenso es libre de manifestarse, el consenso es real, y solamente donde el consenso es real, el sistema puede llamarse justamente democrático”.

En segundo, el parlamento no debe quedar reducido a un mero papel consultivo de la voluntad del vértice del Poder Ejecutivo. En la medida en que el poder del gobierno tienda a convertirse en el poder preeminente, el juego en su conjunto se vuelve menos democrático. Precisamente el filósofo turinés identifica otra de las tendencias “autocratizantes” o “des-democratizadoras” de los regímenes contemporáneos en las alteraciones más o menos radicales, de derecho, pero sobre de hecho, a las “formas de gobierno” (gobierno en el sentido amplio del término gobernaculum), esto es, a la(s) relación(es) entre el parlamento y el gobierno.

La tesis de Bovero es que no todo arreglo entre el parlamento y el gobierno-cabinet (esta vez en sentido estricto) es compatible con un régimen democrático, sino sólo aquel que es “idóneo para canalizar el proceso decisional político, favoreciendo la autodeterminación colectiva”. Pero Michelangelo lleva su argumentación más allá de la clásica discusión entre parlamentarismo y presidencialismo, las dos variantes más importantes de entre las formas de gobierno. Sus reflexiones versan, principalmente, sobre el proceso de “presidencialización” de las democracias parlamentarias europeas, como la italiana; una especie de gobierno de gabinete con un parlamento “debilitado”, “subordinado”. Tal proceso es evidenciado por la concentración del poder político en manos del Ejecutivo, gracias al deslizamiento del poder de decisión colectiva, de las asambleas hacia el primero. Se trata, sin embargo, de un fenómeno antes que nada de facto, a partir de las conductas concretas de los órganos depositarios de las funciones legislativa y ejecutiva entre sí. Entre los ejemplos señalados por Bovero destacan el abuso de la moción de confianza, de la iniciativa preferente del “ejecutivo”, de la legislación delegada, y hasta la emisión de decretos de urgencia, instrumentos imposibles de aplicar sin la venia de (las mayorías en) el parlamento o las cámaras.

Bovero critica el uso de la expresión “democracia de investidura” para denotar aquel régimen caracterizado por la preeminencia del jefe del Ejecutivo sobre los demás poderes, y, por ende, menos dependiente y vinculado por los órganos representativos. En primer lugar, porque la concreción de ese proceso supondría la erosión, si no es que la anulación, del principio de división de poderes, otra de las garantías institucionales de la democracia. Pero además, porque coincidiría con la inversión del proceso decisional democrático, en tanto que las decisiones políticas relevantes de la sociedad serían determinadas, ya no por un proceso iniciado y definido por el parlamento, sino por el vértice mismo del Poder “Ejecutivo”, que posea el respaldo, cuando no el control, del parlamento.

Algo aún peor sucedería en la (así llamada) “democracia plebiscitaria”. Un régimen en el que el papel de “guía” (dux: en latín) para la toma de decisiones políticas sea atribuido al jefe del “Ejecutivo” (en lugar del parlamento), y la función de los ciudadanos se resuelva en (y se reduzca a) participar en las “consultas”, o para decirlo apropiadamente, en los plebiscitos, por definición, convocados por los vértices del gobierno. En un escenario como ése, es evidente que el proceso decisional político se habría invertido completamente, en tanto que la definición de las decisiones políticas relevantes dependería de un solo individuo: el autócrata.

El término “democracia plebiscitaria”, al igual que el de “democracia de investidura”, expresan-como hemos indicado-una contradicción en términos. Es inquietante la aceptación generalizada que parece tener el identificar la democracia con “el poder de la mayoría que confiere al «ejecutivo» el deber de comandar” o con la idea de “una relación directa entre el gobierno y el pueblo” que logre escapar a las intermediaciones políticas tradicionales. No obstante, ambos planteamientos sugieren representaciones deformantes, que falsean la naturaleza misma de un régimen democrático. En democracia, el órgano “que manda”, es decir, al que le corresponde el poder de tomar las decisiones vinculantes para todos los miembros de una comunidad en última instancia, es el parlamento, un órgano colegiado donde puedan recrearse las diversas y variadas orientaciones políticas presentes en la sociedad. El parlamento —y no un órgano monocrático— es la sede apropiada para “representar” (reflejar), hacer dialogar y, de ser posible, lograr acuerdos entre las tendencias políticas propias de una sociedad pluralista como las actuales.

Sin embargo, es imposible ignorar que la desconfianza y el descontento de la ciudadanía hacia los parlamentos, pero sobre todo hacia los partidos políticos, parecen extenderse como un fenómeno global. Ése es uno de los factores que explicarían el éxito de los (así llamados) movimientos “populistas” en nuestros días, tanto en América Latina como Europa. La extensa gama de movimientos, partidos y líderes identificados con esa etiqueta-además de presentarse como los portavoces del “pueblo” y exaltar una visión maniquea de la sociedad, entre el “pueblo” y sus “enemigos”-parecen coincidir en la aspiración de un modelo de democracia “inmediata” o “desintermediada”. Los partidos y (de paso) los parlamentos-las típicas instituciones de la democracia representativa-son percibidos como instancias corruptas que sólo velan por sus propios intereses y distorsionan, cuando no cancelan, la voluntad “popular”. Seguramente existen razones legítimas que justifican la desafección de la ciudadanía hacia los partidos y su actuar en los parlamentos; no obstante, sabemos que la voluntad unívoca y unitaria del “pueblo”, como la que sugieren los “populismos”, no existe más que por metáfora.

Nadie, mucho menos un solo individuo, puede arrogarse la vocería exclusiva del “pueblo”. En los regímenes democráticos modernos son imprescindibles aquellas agrupaciones políticas que recojan, defiendan y posicionen los intereses, aspiraciones y orientaciones de la sociedad-en armonía siempre con los derechos y libertades individuales-en los órganos que ejercen el poder político, en primer lugar, las asambleas legislativas. Michelangelo Bovero, al igual que su maestro, insisten en que las “reglas del juego democrático” en sí mismas son insuficientes para generar “buenos jugadores”. La democracia es un “artificio”, un proyecto creado por y para los individuos, y de éstos depende, en gran medida, el futuro del mismo. La sociedad civil tiene un papel imprescindible; es más, una responsabilidad ineludible para el mantenimiento de cualquier régimen democrático, al crear contextos de exigencia, vigilar el cumplimiento de los derechos, alimentar la discusión y criticar la agenda pública. Por ende, el fortalecimiento de agrupaciones sociales y políticas con agendas y planteamientos propios, de redes de defensa de los derechos humanos y el robustecimiento de la prensa libre, podrían ser un buen antídoto contra las pulsiones antidemocráticas”

(*) María de Guadalupe Salmorán Villar (Profesora e Investigadora en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM): “Democracia y los rostros de la autocracia”-2019.

Share