Por Luis Tonelli.-

Nadie creía en la City que el Gobierno iba a ser capaz de devaluar y subir las tasas a la manera de la Escuela de Chicago (y el kirchnerismo lo hizo); nadie creía que el Gobierno fuera a entenderse con el Club de París (y el kirchnerismo lo hizo).

El desparpajo del Gobierno por tomar decisiones en abierta contradicción con la que supuestamente era su postura ideológica irreductible -y que lejos de hacer explotar su coalición interna de apoyo- ha sido una de las claves fundamentales del éxito político del kirchnerismo durante todos estos años de dominio electoral hegemónico. La oposición, desde el ascenso mismo de Néstor Kirchner, apostó a que el Gobierno no iba a saber, poder o querer tomar ciertas medidas, y el kirchnerismo siempre los sorprendió haciendo lo supuestamente imposible.

Hasta Carta Abierta se puede permitir oponerse a que Daniel Scioli sea el heredero de Cristina Fernández por su postura “moderada”, y hacer caso omiso al giro indudable hacia a la derecha del kirchnerismo sin tomar nota de que el Gobierno está tomando medidas de las que cualquier economista ortodoxo se preciaría de haber decidido.

Ciertamente, en su lucha épica contra las corporaciones (perdón, algunas corporaciones, no las que son socias suyas) el kirchnerismo ha presentado esos “retrocesos” en relación a sus posturas anteriores, a veces como “batallas perdidas” (en el caso de la devaluación, arrancada por el establishment) o incluso como “batallas ganadas” (en el caso del Club de París, donde no impone lo que se paga de más en términos de intereses poco obscuros, sino por qué se dejó fuera al FMI, a quien se le abonó todo cash y sin chistar en su momento).

Pero, de todas maneras, las justificaciones y racionalizaciones intelectuales de nuestra gauchedivineno parecen llegar hasta el popolo minuto. Parece haber algo que en la opinión pública pesa más el “relato”, y que neutraliza contradicciones, retrocesos, y traiciones del kirchnerismo. Algo que va entonces, más allá de ese discurso que llena a ese significante vacío que es el “pueblo” (en el que fundaría el populismo kirchnerista) y que les proporciona gozo e importancia a los intelectuales que piensan “cogobernar” al dar “sentido y dirección” al Proyecto.

Ese “bajo continuo” que cumple una función proto-legitimante del kirchnerismo es sencillamente el horror al vacío, que todavía asola a los que vivieron la gran crisis del 2001. Las preferencias ideológicas serían así, preferencias de segundo o tercer orden, solo compartidas por un grupúsculo poblacional. La que estaría, incluso en estado latente, sería entonces la demanda por evitar la ingobernabilidad.

Y el kirchnerismo, incluso contradiciéndose -o especialmente, por eso- da muestras así que maneja el timón del gobierno y que es inmune a las crisis. Efecto que se redobla, cuando la oposición dice que el Gobierno “no lo va a hacer”, y el Gobierno “termina haciéndolo”. Por eso, teme tanto a la disparada del dólar (como cualquier otro gobierno); por eso teme tanto a que la represión de una movilización popular genere la idea de “desgobierno”. Cosas de la Argentina post-ideológica, y no hegemonizable, a contrario precisamente de lo que Carta Abierta supone y aclama.

Esa “aversión a la crisis” popular está puesta a plazo fijo con la imposibilidad de reelección de CFK. La preferencia por la gobernabilidad es, sin embargo, procesada de diferente forma. Hay quienes piensan que el peronismo es la única fuerza capaz de gobernar, y están quienes creen que ya es el mismo peronismo quien está generando las condiciones de ingobernabilidad (corrupción y cortoplacismo).

Lo que habilitaría a darse el fenómeno que los politólogos denominamos ampulosamente como de “intransitividad de las preferencias en la elección social”. Si la lista de lo que los ciudadanos prefieren es presidida por una cuestión mayoritaria, entonces puede darse una situación de “equilibrio”, como la que usufrutuó el kirchnerismo al demostrar que era él y solo él quien gobernaba.

Pero, en cambio, si aparecen múltiples dimensiones en donde la misma gobernabilidad es disputada en su definición, aparecen consecuentemente también múltiples “soluciones”, o sea, por definición cunde el “desequilibrio”.

Ejemplo: en 1983, la preferencia que aparecía dominante era la que apostaba por la gobernabilidad. O sea, aceptar la autoamnistía del Proceso, postura que adoptó el candidato justicialista Ítalo Luder. Sin embargo, Raúl Alfonsín volvió manifiesta una postura mayoritaria que estaba latente, la de la democracia como opción ética, más allá de sus consecuencias. Una opción mayoritaria fue reemplazada por otra, conformada por preferencias más intensas.

Respecto a las elecciones presidenciales venideras, todavía no parece haberse impuesto una dimensión conflictiva predominante: una que está vigente es la clásica del populismo vs. instituciones (por no decir la del peronismo vs. el anti-peronismo). La otra es la de centroderecha vs. centroizquierda. Otra, es vieja política vs nueva política.

La estrategia que han seguido los candidatos en este desequilibrio múltiple es colocarse en el centro de todas esas dicotomías, y es que más éxito ha tenido, es quien aparece con menos lastre y capacidad de movimiento: Sergio Massa. Sin embargo, este éxito relativo es también la causa de su amesetamiento. No puede alejarse mucho de esa posición central sin que pierda votos de otro lado. Y por el otro lado, ha podido colocarse en el centro, porque ha sido la promesa más creíble de que le podía ganar al oficialismo. Así las otras opciones, también se acercan y el desequilibrio es la palabra técnica que define un escenario completamente plausible: que de la campaña en vez aparecer un ganador, salgan varios potenciales ganadores, y que las elecciones funcionen como el tirar una moneda al azar. Lo que no deja de ser un método entre iguales para elegir gobernantes. (7 Miradas, editada por Luis Pico Estrada)

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