Por Hernán Andrés Kruse.-

Mucho se ha escrito a lo largo de la historia del pensamiento político sobre el liberalismo. Muchos han sido los autores de renombre que lo han definido, lo han caracterizado con gran altura y sutileza. A raíz de ello una vez me pregunté cuál fue el autor que brindó la definición más excelsa de liberalismo. Y no dudé. En mi opinión, total y absolutamente refutable, el pensador que brindó la mejor definición de liberalismo fue el eminente José Ortega y Gasset.

En la década del treinta del siglo pasado Ortega publicó un memorable libro titulado “La rebelión de las masas”. Se trata, qué duda cabe, de un clásico de la filosofía política del siglo veinte. Releyéndolo, me encontré de nuevo con su memorable definición de liberalismo en el capítulo VIII titulado “Por qué las masas intervienen en todo y por qué solo intervienen violentamente”.

Lo que pasaré a transcribir a continuación fue escrito por Ortega hace casi un siglo. Es tal su vigencia que brinda una ayuda inestimable para entender los males argentinos del siglo XXI.

Dijo el filósofo:

“Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar cosas raras. Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políticos, como el sindicalismo y el fascismo (…) Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser de las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual (…) Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema (la razón) que se halla fuera de él. Por eso, lo nuevo es en Europa acabar con las discusiones, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas y se retrocede a una convivencia bárbara”.

Desde hace mucho tiempo que los argentinos hemos renunciado a la convivencia de cultura. Somos incapaces de discutir con altura, respetando las opiniones de los demás aunque no concuerden con las nuestras. Desde hace mucho tiempo que sólo nos interesa imponer nuestras opiniones, por más ridículas que sean. Este renunciamiento a la convivencia de cultura adquirió todo su dramatismo durante el conflicto desatado entre el gobierno de Cristina y las corporaciones agropecuarias en 2008. A partir de entonces la convivencia bárbara impuso sus normas sin piedad. Desde el más allá, ese gran teórico político del totalitarismo que fue Carl Schmitt debe haberse sentido plenamente satisfecho al observar como en la Argentina del siglo XXI su concepción política asentada sobre la dualidad amigo=enemigo estaba plenamente vigente.

En el final del capítulo VIII Ortega brinda su notable definición del liberalismo: “La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal (…) El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el Poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo-conviene hoy recordar esto-es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta”. Sublime.

¿Por qué, entonces, los hombres decidieron abandonar el liberalismo? La respuesta de Ortega es contundente: “Proclama (el liberalismo) la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra”.

Desde el secuestro y asesinato de Aramburu en 1970 hasta la fecha, los argentinos hemos acordado en una sola cosa: vivir bajo el imperio de la convivencia bárbara. Lamentable.

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