Por Alberto Buela.-

El filósofo Martín Heidegger se quejaba allá a mediados de los años treinta de que Europa yacía bajo la gran tenaza formada por Rusia y Estados Unidos como portadores de la furia tecnológica y la organización abstracta del hombre normal.

Parece ser que nosotros hoy padecemos la opresión de otra gran tenaza, pues el mundo de nuestros días está atrapado entre la homogeneización global de un mundo-uno y el renacimiento tribal de los nacionalismos periféricos. Oscilamos entre Mac Donald y Sudán, CNN y Siria, Microsoft y el Sahara. Unos están compuestos por hombres y mujeres para quienes la cultura propia y su lengua, la nacionalidad étnica y su religión son elementos descartables y a reemplazar. En tanto que otros hurgan en sus muertos o ilusorios mitos fundadores, para desde allí enfrentar el problema de la pérdida de identidad. Esta, para volver al símil de Heidegger, es la tenaza que aprisiona al hombre normal de nuestros días.

Es obvio que resulta mucho más fácil vivir plegándose a cualquiera de las dos ramas del fiero instrumento. Se puede vivir como el hombre light que sólo busca «estar al día» y no saber; no tener opiniones chocantes siendo siempre encantador; someterse al mercado de divisas y al Internet. O de lo contrario, se puede vivir como el hombre iniciático, haciéndose el sabio parodiando un saber que no se posee. Oscureciendo las aguas para que parezcan más profundas como gustaba decir Nietzsche. Y en este hombre iniciático hay dos vertientes. Desde el que se ocupa de los ovnis y la tierra plana hasta el que busca fundar su saber en la hermenéutica de Nazca, el tantrismo de la mano izquierda o en Trapalanda.

Esta grosso modo es la tenaza de nuestro tiempo, que aprisiona al pensamiento crítico pero arraigado que, al menos nosotros, sostenemos como expresión más genuina del hombre no-conformista.

¿Cómo resolver desde nosotros mismos, desde nuestro lugar en el mundo que es Iberoamérica, esta opresión a dos puntas?

Poniendo en acto, actualizando, los valores que conforman nuestra tradición nacional. Así pues, el asunto de este trabajo es responder: ¿qué es la tradición nacional y cuáles sus valores?

La noción de tradición cuyo nombre proviene del latín traditio que significa la acción de entregar, de transmitir puede resumirse como el traspaso de una generación a otra de las cosas valiosas que la conformaron.

La tradición no debe confundirse con el conservadorismo, que en general guarda todo, lo valioso y lo que no es. La diferencia entre tradición y conservatismo es que, en éste último, lo viejo vale por viejo, mientras que en la tradición lo viejo vale en tanto portador de valores. La tradición, para nosotros, es algo que aún vive y no una entidad ahistórica tal como la considera el tradicionalismo filosófico.

Estos valores de la tradición nacional se han encarnado paradigmáticamente en Nuestra América en un sujeto histórico: el criollo, en tanto que representante más acabado de nuestra raza. Quien se ha expresado según haya sido su ámbito de pertenencia como huaso en Chile, charro en México, borinqueño en Puerto Rico, llanero en Venezuela y Colombia, montubio en Ecuador, cholo en Perú, coya en Bolivia, gaucho en Uruguay, Paraguay, Argentina y sur del Brasil etc. etc.

En definitiva, es el arquetipo de hombre americano que siendo de genuina estirpe hispánica nos distingue de España. Ni tan español ni tan indio, decía Bolívar.

a) La expresión de la tradición nacional

La tradición nacional tiene en la literatura argentina tres hitos fundadores o fundantes: el Facundo: Civilización y Barbarie (1845) de Domingo Sarmiento; el Martín Fierro (1872/79) de José Hernández y El Payador (1916) de Leopoldo Lugones y algunos aleatorios.

Existe además un reclamo en favor de una filosofía argentina por parte de Juan Bautista Alberdi en Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837), pero es solo eso, algo que no pasa de ser una manifestación de deseos.

El Facundo tuvo por objetivo desacreditar al Brigadier General Juan Manuel de Rosas, su gobierno (1835 a 1852) y a su principal personero: Facundo Quiroga. Y aun cuando partiendo de la falsa antinomia: civilización y barbarie. Equiparando barbarie a campaña, a desierto, a extensión «el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión», a población criolla. Y proponiendo su reemplazo por el europeo que es la civilización. No obstante tamaño error, decimos que su mérito, limitado sólo a los tres primeros capítulos, (el resto son «mentiras a designio», según carta de Sarmiento al Gral. Paz, estriba en la descripción del genius loci (clima, suelo, paisaje) de los argentinos y sus caracteres esenciales expresados en la descripción del criollo bajo las distintas figuras del rastreador, el baqueano, el gaucho malo y el cantor.

Sarmiento, a pesar de él mismo, fue un americano hasta la médula, que cuando describe al gaucho en realidad se autorefleja. La contradicción surge cuando lo interpreta: «La sangre es lo único que tienen los gauchos de seres humanos», pues allí surgen todos los preconceptos ideológicos de su conformación política. Romántica y liberal. Europeizante y mimética. Unitaria y antirosista. Masónica y anticatólica.

El Martín Fierro viene a relatar los padecimientos del gaucho, producto típico de la pampa, explotado y sometido a los arbitrios de la ciudad, sede del gobierno, y sus personeros: políticos, jueces y milicos.

El poema va más allá de su autor, pues «él ignoró siempre su importancia y no tuvo genio sino sólo en aquella ocasión.» El poema lo sobrelleva. Ante la crítica ilustrada de la época, Hernández pide disculpas por la inferioridad de sus versos. Sin embargo su poema adquiere inusitada adhesión en el paisanaje, transformándose en el texto más leído de su tiempo. Véase el pedido de un almacén de ramos generales de la campaña a su abastecedor porteño en 1873: «50 gruesas de fósforos, 2 quesos bola, 10 tercios de yerba, 1 barrica de cerveza, 2 pipas de vino Carlón, 50 Martín Fierro.» Su lenguaje, estilo, versificación y temática son estrictamente criollos. No imita.

De naides sigo el ejemplo

naide a dirigirme viene

El Martín Fierro tuvo, tiene y tendrá múltiples y variadas lecturas e interpretaciones pero, por sobre todo, es la expresión de nuestro modo de ser en el mundo.

Las grandes etapas de su desarrollo son:

a) Vida bucólica: era una delicia ver cómo pasaba los días.

b) Envío a la frontera: Si esto es servir al gobierno a mí no me gusta el cómo.

c) Huida al desierto: Y siguiendo el fiel del rumbo se entraron en el desierto.

d) Vuelta: Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto.

c) Dispersión: Después a los cuatro rumbos los cuatro se dirigieron.

Ellas indican emblemáticamente no sólo el drama de la historia patria «Hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar», sino también las etapas en el camino del hombre que lucha por ejercer su libertad. Y en este sentido el Martín Fierro encierra también una filosofía de vida.

El tercer eslabón de la tradición nacional aparece con El Payador. Producto de una serie de seis conferencias pronunciadas por Lugones durante 1913 en el teatro Odeón de Buenos Aires a la que asistieron, entre otros, el entonces presidente de la República Roque Sáenz Peña y sus ministros Indalecio Gómez, Eleodoro Lobos, Carlos Ibarguren, Justo P. Sáenz Valiente.

El ensayo es, cuarenta años después de publicado el Martín Fierro, la primera gran reivindicación de Hernández y su objetivo es probar que el libro es un poema épico y para ello se apoya en la proposición: «El gaucho, y no el español, fue el héroe y civilizador de la Pampa. En este mar de hierba, indivisa comarca de tribus bravías, la conquista española fracasó.»

El trabajo es como todos los ensayos de Lugones, desmesurado, exultante, arbitrario, pero al mismo tiempo, penetrante, suscitador, inteligente, fruto de una cabeza brillante como la del hijo de Río Seco. Acá se muestra no como el afrancesado, que fue, sino como el criollo a pie firme proveniente de una familia que «por cuatro siglos sirvió a estas tierras». Si pudiéramos obviar los capítulos primero y último, absolutamente infundados, el libro sería el ensayo más acabado sobre la tradición nacional.

Haciendo gala de una erudición, por momentos insolente y ofensiva, Lugones no sólo muestra acabadamente la trabazón interna del Martín Fierro que lo convierte en el mayor poema épico de Hispanoamérica, sino que además pone al descubierto la corriente espuria de la expresión criolla. A Bartolomé Hidalgo lo trata de «barbero que le imprimió a sus versos, como es natural, la descosida verba de su oficio». De Hilario Ascasubi -defendido años después por Borges frente a Hernández- dice que» no tenía de gaucho sino el vocabulario, con frecuencia absurdo». Al respecto ya Miguel Cané había afirmado en carta a Hernández: «Ud. ha hecho versos gauchescos, no como Ascasubi, para hacer reír al hombre culto del lenguaje del gaucho». De Estanislao del Campo y el comienzo de su Fausto sentencia: «Es una criollada falsa de gringo fanfarrón.» Del Lázaro de Ricardo Gutiérrez y de La Cautiva de Echeverría que «son meros ensayos de color local en los cuales brilla por su ausencia el alma gaucha». A esta corriente espuria de la expresión criolla debemos agregar el publicitado trabajo de Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de Martín Fierro, que Lugones no conoció, un libro verdaderamente miserable, escrito por un gallego trepador y anticriollo con veleidades de sociólogo.

b) Los valores de la tradición nacional

Estos tres autores, que dicho sea de paso son políticamente opuestos entre sí, nos muestran que nuestra conciencia, o sea, la conciencia criolla, nuestro mundo de valores, nuestro genius loci, nuestra representación comunitaria, todo ello es premoderno. Pero nuestra forma de representación política a través del parlamentarismo demócrata-liberal y la proyección internacional de nuestra ecúmene cultural partida en una veintena de republiquetas bananeras, todo ello es moderno. Y esta es la gran contradicción que venimos soportando desde hace casi doscientos años. Somos entitativamente una cosa pero la representamos falsamente. Somos sustancialmente premodernos, nos relacionamos con el medio y nos organizamos familiar y comunitariamente como premodernos, pero nos representamos políticamente como modernos. Vivimos así una contradicción no resuelta. Al respecto algo barruntó el vulcánico Sarmiento: «En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo; una naciente que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas.» (8)

Sin ir más lejos, nuestra concepción del tiempo es distinta. Nuestros contratos los cumplimos de «otra manera», para desazón de europeos y norteamericanos. El nuestro no es el time is money sino «sólo tardanza de lo que está por venir» como afirma Martín Fierro. Es un madurar con las cosas. Eso, que tanto ellos como nuestra intelligensia local, han caracterizado como indolencia o vagancia nativa, para los cuales la siesta es casi un delito.

Claro está, hoy ya no existen los arquetipos que han definido a nuestros pueblos que fueron los que encarnaron la Tradición Nacional. Ya no está el gaucho, ni el llanero, ni el huaso, ni el charro, ni el montubio, ni el borinqueño, ni el cholo, etc. Hoy casi todos tendemos al homo consumans, al hombre light, al hombre homogeneizado del supermercado, al hombre desarraigado, al bicho urbano para quien: «el campo es aquel lugar horrible donde los pollos camina crudos». Pero si bien es indudable la desaparición del criollo bajo sus distintas formas ello no nos permite afirmar la desaparición de los valores que animaron a este tipo de hombre. En una palabra, que desaparezca la forma en tanto que apariencia, no nos autoriza a colegir que murió su contenido, esto es, el alma gaucha. Muy por el contrario, lo que tiene que intentarse es plasmar bajo nuevas apariencias o empaques los valores que sustentaron a este tipo de hombre, como son: a)el sentido de la libertad, b)el respeto a la palabra empeñada, c) el sentido de jerarquía y d) la preferencia de sí mismo. Criollo es pues quien comparte estos valores más allá de su origen étnico, sea italiano, árabe, gallego o alemán. Estos son los valores fundamentales del «alma hispanoamericana». Renunciar a cualquiera de ellos es renunciar a nosotros mismos.

c) el desarrollo de la tradición nacional

La introducción del positivismo se produce en la generación de 1880 y se prolonga hasta la de 1896. (Ramos Mejía, Ameghino, Pirovano, y sigue en la del 96 con Carlos Bunge e Ingenieros). Al mismo tiempo se destacan Estrada, Goyena, Cambaceres en el pensamiento tradicional.

En ese momento nace, a caballo de las generaciones de 1896 y 1910, el pensamiento sobre nosotros mismos con autores no ilustrados sino más bien barrocos como Juan Agustín García (1862-1923), Joaquín V. González(1863-1923) y Ernesto Quesada (1858-1934). Sus libros más significativos son Notas sobre nuestra incultura; La tradición nacional; En torno al criollismo y La época de Rosas. En la generación del 96 se ubica el primer filósofo profesional argentino, Alejandro Korn (1860-1936), quien encabeza la reacción antipositivista, pero su producción intelectual es tardía por eso se lo ubica en la generación de 1910.

Una observación: es conocida la interpretación que a menudo se ha realizado sobre el positivismo argentino, tanto por sus defensores como detractores. Quizás no se haya prestado la suficiente atención, punto que Nimio de Anquín ha enfatizado, acerca del carácter originario que puede poseer para nosotros el positivismo en tanto se centre en la cognición de las individualidades entitativas. La onticidad americana de la que habla él y también Kusch. En tal sentido podría indicarse al positivismo como un primer bosquejo de pensamiento iberoamericano con algunos rasgos propios.

La producción de estos cuatro autores, como dijimos es tardía, y logra recién su expresión en la generación del Centenario (1910), que es cuando se produce la irrupción de un conjunto de pensadores nacionales como Leopoldo Lugones (1874-1938), Ricardo Rojas(1882-1954), Manuel Ugarte (1875-1951), Saúl Taborda (1885-1944) y el economista Alejandro Bunge (1880-1944). Sus libros más significativos son: El payador; La restauración nacionalista e Historia de la literatura argentina; La nación hispanoamericana; El ideario argentino; Una nueva Argentina.

De la generación del 10 pasamos a la del 25 y la del 40 donde ambas se complementan e imbrincan formando un todo que conformó lo más granado de la producción del pensamiento nacional en todos los ámbitos: histórico, económico, literario, filosófico y político.

Podemos ubicar en la primera a Guerrero, de Anquín, Astrada, Miguel A. Virasoro, Sixto Terán, y desde el ensayo Canals Feijoo, Borges, Scalabrini, Arturo Cancela. Y en la del 40 Sepich, Tomás Casares, Castellani, Meinvielle, Sampay, desde el ensayo Marechal, Jauretche, José Luis Torres, Ramón Doll, Ernesto Palacio, Julio Irazusta.

Quien le otorga capitalidad a todo este cúmulo de pensadores y pensamiento nacional fue Juan Perón con el Congreso de filosofía de 1949, el hecho cultural más significativo dentro de la breve historia argentina.

Los libros más significativos de los autores citados, por orden de mención son: Tres motivos en las entrañas del Facundo y Estética operatoria; El ser visto desde América y Mito y política; El mito gaucho; La intuición metafísica; El problema de la cultura argentina. Ensayos: En torno al problema de la cultura; El escritor argentino y la tradición; El hombre que está solo y espera; Palabras socráticas a los estudiantes. Del 40: Latinoamérica ¿madurez o decadencia?; Jerarquías espirituales; Decíamos ayer y Las canciones de Militis; De la cábala al progresismo; Teoría del Estado. Ensayos: Descenso y ascenso del alma por la belleza; Manual de las zonzeras argentinas; Nos acechan desde Bolivia; Liberalismo en la literatura y la política; Historia argentina. De Perón pueden leerse: La comunidad organizada; Conducción política y El modelo argentino.

La generación del 60-70 produjo como novedad “la izquierda nacional” con pensadores como J.J. Hernández Arregui y Abelardo Ramos. Al mismo tiempo que “cristianos comprometidos” con la causa nacional como Conrado Eggers Lan. Cuya continuación se manifestó una década después en la teología y filosofía de la liberación con figuras como Rodolfo Kusch y J.C. Scannone.

Sus libros más significativos son La formación de la conciencia nacional y Revolución y contrarevolución en Argentina; Izquierda, peronismo y socialismo y Cristianismo y nueva ideología; La negación en el pensamiento popular; Hacia una filosofía de la liberación.

La década del 90 nos encuentra con una experiencia única como la del grupo de la revista de metapolítica Disenso (1994-1999) que tuvimos el honor de fundar y dirigir junto con Horacio Cagni; Alfredo Mason y Abel Posse.

Allí planteamos por vez primera la teoría del disenso, que fuera publicada en libro luego en España, de nuevo en Argentina y actualmente en Chile. Mientras que Horacio Cagni publicó su premonitorio y liminar trabajo La guerra hispano-norteamericana comienzo de la globalización, luego también en libro.

Propusimos asimismo la creación de un pensamiento de ruptura con la opinión publicada, siguiendo el ejemplo de Platón, que solo se puede hacer filosofía en forma genuina rompiendo con la opinión, con la doxa y los doxógrafos, esto es, los sofistas. Al mismo tiempo que iniciamos los estudios sobre la metapolítica en América de la mano de Primo Siena (1927-) y su Espada de Perseo.

Los libros más significativos son: Teoría del disenso; Pensamiento de ruptura; La guerra hispano-norteamericana comienzo de la globalización; Sindicalismo y dictadura; El gran viraje y su trilogía americana.

Las dos décadas que llevamos del siglo XXI, con el Internet, las computadoras y las redes sociales cambiaron las formas de expresión. Pocos libros impresos, ya no más revistas en papel y muchos ensayos provisorios de pseudo pensadores circunstanciales sobre todo lo que sucede y sucederá, que luchan en un “corta y pega” para ver quién es más novedoso. Seguramente se me habrá pasado algún pensador nacional que la bonhomía del lector sabrá disculpar.

Cabe barruntar que si una persona leyera esta treintena de autores mencionados y sus libros propuestos correspondientes, adquirirá una formación e información suficiente para hablar y pensar con propiedad sobre el pensamiento nacional argentino.

No obstante podemos destacar que se han creado cátedras sobre el pensamiento nacional en nuevas universidades como la de Ushuaia, Jujuy y Lanús, lo que nos permite abrigar buenas esperanzas para la recuperación y conocimiento adecuado del mismo.

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