Por Pascual Albanese.-

Cuatro postales introductorias que, yuxtapuestas, describen con bastante precisión la actual situación política del peronismo. La primera: mientras estamos hablando aquí, hoy, martes 3 de mayo, en el Hotel Avenida asume el nuevo Consejo Nacional del Partido Justicialista, que preside el sanjuanino José Luis Gioja y tiene como vicepresidente a Daniel Scioli. Segunda postal: el viernes 29, el sindicalismo peronista encabezó una movilización multitudinaria, liderada por Hugo Moyano, que por lo menos cuadruplicó en número a la protagonizada hace unas semanas por Cristina Kirchner en los alrededores de los tribunales de la avenida Comodoro Py. Tercera postal: dos días antes de esa concentración sindical, el miércoles 27 de abril, los senadores peronistas impusieron, por una abrumadora mayoría, la denominada “ley antidespidos”. Cuarta, y última: ayer, lunes 2, el presidente del bloque mayoritario de la Cámara Alta, el rionegrino Miguel Ángel Pichetto, se reunió con el diputado Sergio Massa, quien de acuerdo con todas las encuestas de opinión es el dirigente peronista de mayor imagen positiva de la Argentina, y a nivel nacional pelea el primer lugar cabeza a cabeza con Mauricio Macri y con María Eugenia Vidal, para acordar una alternativa superadora a la crisis política en que quedó sumido el gobierno a raíz de la convergencia entre la ley sancionada por el Senado y la gigantesca movilización sindical del viernes. Para entender el título de esta exposición, “El peronismo frente al gobierno de Macri”, es necesario integrar analíticamente estas cuatro postales.

Con las obvias e importantes diferencias entre las respectivas épocas históricas, la situación de confusión ideológica y horizontalización política que atraviesa hoy el peronismo tiene algunos sugestivos puntos de contacto con la surgida luego de la derrota electoral de 1983 ante Raúl Alfonsín, que entonces dio origen a la etapa de la “renovación peronista”.

Entonces y ahora, el peronismo, colocado en la oposición, basó su estructura de subsistencia en tres grandes pilares: los gobernadores peronistas, el sindicalismo peronista y el bloque de senadores nacionales, en ambas ocasiones mayoritario en la Cámara Alta. Estos tres pilares fueron, entonces y ahora, un factor de contención frente al gobierno de turno, pero no el germen de una renovación política, tarea que transitó y transita por carriles ajenos a las estructuras tradicionales.

Este escenario le exige, y a la vez le abre, al peronismo una oportunidad para impulsar una nueva actualización doctrinaria y programática, a fin de colocarlo en sintonía con esta época histórica de cambio. Esto implica elaborar una visión estratégica y un mensaje orientado hacia el futuro, capaces de enterrar el ciclo “kirchnerista” y de restablecer los puentes levantados entre el peronismo y vastos sectores de la sociedad argentina, en particular de las clases medias de los grandes centros urbanos de la Argentina, empezando por la ciudad de Buenos Aires.

En los primeros años de Alfonsín, el peronismo no sólo supo desentrañar las causas de su derrota de 1983 y separar a los «mariscales de la derrota», sino también, y fundamentalmente, logró captar «el espíritu de la época», signado por la revalorización de la importancia central del Estado de Derecho en toda América Latina, tras el agotamiento de los regímenes militares. Esta adecuación le permitió al peronismo asimilar la impronta de esa nueva era, para integrarla en un proyecto superador al planteado por el «alfonsinismo».

Desde el apoyo al «sí» en la consulta popular sobre el laudo papal en el conflicto del Beagle (contra la actitud negativa de la conducción partidaria) hasta el respaldo al gobierno en las jornadas de la Semana Santa de 1987, la renovación mostró las existencia de un peronismo respetable para el conjunto de la sociedad y respetado particularmente por los no peronistas, tal como mostró Perón en 1972 con su prédica de unidad nacional, su afirmación de que “para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino” y su histórico abrazo con Ricardo Balbín.

A pesar de la tradicional y estereotipada imagen de un peronismo desestabilizador, que se suele ejemplificar con los paros generales de la CGT liderada por Saúl Ubaldini, la renovación peronista se mostró como garante de la gobernabilidad durante esa difícil primera etapa de la transición democrática de la Argentina.

Antonio Cafiero, Carlos Menem, Carlos Grosso y José Manuel De la Sota, entre otros, expresaron un peronismo que no confrontó con el “alfonsinismo” hasta que estuvo en condiciones de erigirse en una alternativa de gobierno.

Menem y Eduardo Duhalde se mostraron junto a Alfonsín en sendos actos en La Rioja y Lomas de Zamora, respectivamente, para instar a votar por el sí en esa consulta popular sobre el laudo papal sobre el Beagle de noviembre de 1984. Cafiero, Grosso y otros dirigentes del peronismo renovador compartieron con Alfonsín el balcón de la Casa de Gobierno en abril de 1987, en la movilización convocada contra la sublevación de Semana Santa.

Mientras tanto, y a fin de posicionarse como una alternativa política confiable, esa camada de dirigentes encaró un proceso de renovación del peronismo. El punto culminante de ese proceso fueron las elecciones legislativas de 1985, cuando Cafiero, quien encabezó un frente electoral que se presentó por afuera de la estructura partidaria, le ganó ampliamente a la lista oficial del Partida Justicialista, encabezada por Herminio Iglesias, en una “interna abierta” cuyo resultado decidió el rumbo del peronismo.

Una vez dilucidada esa confrontación interna en la provincia de Buenos Aires, la muñeca política del catamarqueño Vicente Saadi, titular del bloque de senadores nacionales del Partido Justicialista, ayudó a promover una amplia recomposición del peronismo, en lo que se llamó la “renovación concertada”, que posibilitó su reunificación y el encolumnamiento del conjunto detrás de los nuevos liderazgos emergentes.

A partir de entonces, el peronismo comenzó a despegarse políticamente del gobierno de Alfonsín y avanzó en la construcción de una alternativa de poder, que se expresó en septiembre de 1987 con la victoria de Cafiero en las elecciones de gobernador de la provincia de Buenos Aires, que constituyó el prólogo del triunfo de Menem en las elecciones presidenciales de 1989.

Es probable que el acierto de Menem en aquel momento, que le permitió ganar en las elecciones internas del Partido Justicialista de julio de 1988, haya consistido precisamente en anticiparse a Cafiero en ese despegue político de un gobierno que ya había perdido el favor de la opinión pública que lo acompañó en sus primeros años y pasar a convertirse ya no en una representación de la corriente renovadora del peronismo sino en la expresión unificadora de un peronismo renovado.

En las nuevas circunstancias políticas, resulta imprescindible que el peronismo aprenda de su propia historia y avance en un ejercicio semejante, que posibilite entender el actual «espíritu de la época» y caminar en la dirección de la historia.

Para competir electoralmente con el gobierno de Mauricio Macri, más que incurrir en un oposicionismo anacrónico y estéril, como el exhibido patológicamente por el kirchnerismo con su consigna de “Resistencia con aguante”, el peronismo tendrá que plantear una propuesta superadora al «macrismo».

La inmensa mayoría del peronismo está hoy a la búsqueda de nuevos puntos de referencia que le permitan redireccionar su acción política. Desde afuera de la estructura partidaria, lo hacen dirigentes como Sergio Massa y José Manuel De la Sota. Desde adentro de esa estructura, aunque por sus bordes, los intentan dirigentes como el gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, el senador Miguel Ángel Pichetto y el denominado Bloque Justicialista de la Cámara de Diputados, integrado entre otros por Diego Bossio.

Paralelamente, el sindicalismo peronista ratifica su enorme capacidad de movilización y avanza hacia la reunificación dela CGT. Como ocurrió con Ubaldini durante el gobierno de Alfonsín, la organización sindical constituye un límite infranqueable para el gobierno, pero no es una alternativa de poder, como tampoco lo fue en aquella época, en que esa alternativa política fue encarnada en el peronismo por la renovación.

En la década del 80, quedaron etiquetados como los “mariscales de la derrota” los responsables de la conducción del peronismo de entonces. Más allá de sus virtudes, que fueron muchas, y sus defectos, ese papel le cupo a Herminio Iglesias y al aparato sindical metalúrgico, encabezado por Lorenzo Miguel.

En esta etapa política, después de la gigantesca concentración de poder ejercida por el “kirchnerismo” durante doce años de hegemonía, el título de “mariscal”, o esta vez de “mariscala”, está personalizado en la figura emblemática de Cristina Fernández de Kirchner.

Toda renovación parte de una identidad. La discusión sobre la identidad del peronismo es un capítulo inconcluso de la ciencia política. Acaba de aparecer un libro titulado “Peronismo: cómo explicar lo inexplicable”, que incluye trabajos de distintos autores (ninguno peronista), coordinado por el periodista Santiago Farrell. Más allá de que ninguno de esos trabajados logra responden a la pregunta planteada en el título, hay un reconocimiento interesante de uno de los autores, que caracteriza al peronismo como un “OPNI”, o sea un “objeto políticamente no identificado”.

En comparación a las interpretaciones de otros libros recientes, como el de Silvia Mercado, titulado, “El relato peronista” o el de Fernando Iglesias, titulado “¡Es el peronismo, estúpido”, este reconocimiento tiene una ventaja. Hace 25 siglos, Sócrates descubrió que la ignorancia es mejor que la suficiencia para avanzar por el camino del conocimiento…

En una definición ultrasintética, que como tal seguramente corre el riesgo de todo reduccionismo, cabe afirmar el peronismo es el movimiento popular que se propone realizar políticamente los principios de la doctrina social de la Iglesia en las condiciones concretas de la realidad social argentina”. Esa es la teoría y la práctica de la comunidad organizada, definida por Perón como el núcleo doctrinario del justicialismo.

Esta definición elemental sobre la identidad del peronismo, probablemente insuficiente, pero que tiene la ventaja de que difícilmente un peronista pueda cuestionar, es lo que explica el entrañable vínculo entre el peronismo y el Papa Francisco, erigido en el Papa de lo que Perón definió como la era histórica del universalismo.

Esa identidad básica, inspirada en la doctrina social de la Iglesia, es el punto de partida para la nueva actualización doctrinaria y la renovación política que exige el peronismo de hoy, cuya formulación tiene que partir de la aplicación del método de pensamiento estratégico de Perón a las actuales circunstancias concretas del mundo y de la Argentina.

También en un monumental ejercicio de síntesis, podría tal vez decirse que las tres categorías fundamentales de ese pensamiento estratégico de Perón son: la Evolución Histórica, la Conducción Política y la Justicia Social. La Evolución Histórica, concebida como la tendencia natural del hombre en agruparse en unidades geográficas, sociales y políticas cada vez mayores (familia, clan, tribu, aldea, ciudad. Estado, feudos, Estado Nación, región, continente, mundo). Conducción Política: “fabricar la montura propia para cabalgar la evolución en cada etapa de la Evolución Histórica”. Justicia Social, como valor referencial permanente de la acción política.

¿Pero cuál es ese “espíritu de la época”, ese momento concreto de la evolución histórica” que el peronismo necesita interpretar para volver a encarnar las expectativas de la sociedad argentina?

Primero, hay que observar lo que pasa en el mundo. Perón, en su libro “La Hora de los Pueblos”, escrito en 1967, decía que “en el mundo de hoy la política puramente nacional es una cosa casi de provincias. Lo que verdaderamente importa es la política internacional, que juega desaprensivamente por adentro y por afuera de los países”.

El escenario mundial está signado por el fenomenal impacto de la revolución tecnológica, el irrefrenable avance del proceso de integración de la economía global y la irrupción de los países emergentes, en particular de China, que contribuyen a rediseñar la geopolítica mundial.

Pero la gran contradicción del mundo de nuestra época es la que contrapone el surgimiento de una economía cada vez más transnacionalizada con la subsistencia de sistemas políticos estatales de carácter básicamente nacional. Ese contraste marca el atraso de la política en relación a la evolución histórica.

Existe hoy una agenda política global: medio ambiente, narcotráfico, terrorismo transnacional, sistema financiero internacional (paraísos fiscales), derechos humanos, comercio mundial, etc. Más aún: cabe afirmar que ninguno de los problemas de fondo que afectan a los países pueden resolverse íntegramente en el marco nacional. Demandan soluciones globales. Pero las instituciones políticas no están a la altura de esos desafíos.

Por eso la discusión central de esta época histórica, a nivel global, es la definición de la escala de valores y el sistema de poder de la nueva sociedad mundial. Esta es la principal razón política que explica la relevancia y el protagonismo mundial adquiridos por el Papa Francisco.

En 1973, Perón anticipaba que “Esta evolución que nosotros hemos presenciado va a desembocar, quizás antes de que termine el siglo actual, en una organización universalista. Y en esa organización universalista se llegará a establecer un sistema en que cada país tendrá sus obligaciones, vigilado por los demás, y obligado a cumplirlas aunque no quiera”. Los argentinos hemos tenido una oportunidad muy reciente de confirmar esa aseveración con el acuerdo concertado con los “hold outs”, forzado por un fallo del juez Thomas Griesa.

Pero en ese mismo mensaje, Perón advertía que esa organización universalista, ese sistema de derechos y obligaciones, era absolutamente indispensable “porque es la única manera de que la Humanidad puede salvar su destino frente a la amenaza de la superpoblación y de la destrucción ecológica del mundo”.

La conexión entre el pensamiento estratégico de Perón y el fenómeno del universalismo no empezó por el lado de la economía, sino del medio ambiente. Así como en el orden nacional es “primero la Patria”, en el orden mundial es “primerola Tierra”, que Francisco define como “la casa común”.

En su “Mensaje a los Pueblos y Gobiernos del Mundo”, en febrero de 1972, Perón convocaba a la Humanidad a “una guerra en defensa de sí misma”. Citaba a un científico sueco que al referirse a lo que había aprendido en una de las primeras reuniones mundiales sobre el tema ambiental decía que lo que más le había llamado la atención era que “no se ha hablado de países. Se ha hablado de la Tierra.”

Aquellas afirmaciones tienen hoy más vigencia que nunca. Si se repasan los acontecimientos mundiales de los últimos meses, puede señalarse que la reciente reunión de Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas, en la que presidentes de todas partes del mundo suscribieron el documento final sobre medio ambiente aprobado por la Cumbre de París de diciembre de 2015, se inspira fácticamente en el acuerdo bilateral entre Estados Unidos y China (los dos países más contaminantes del planeta que se avinieron a establecer compromisos medioambientales) y doctrinariamente en la encíclica “Laudato si”, en la que el Papa Francisco hizo un dramático llamamiento a la defensa de la Tierra como la “casa común”, en cuyo contenido es fácil percibir las huellas de aquel histórico mensaje de Perón de 1972.

En Perón, esa visión sobre el advenimiento de la sociedad mundial estaba fundada en una lúcida interpretación de las consecuencias del avance tecnológico. En octubre de 1973, Perón señalaba: “Indudablemente, la evolución de la Humanidad se acelera cada vez más. El medioevo, en la época de la carreta, duró cinco siglos. La etapa deldemoliberalismo, de las nacionalidades, va durando dos siglos, pero ya es la época del automóvil. El continentalismo quien sabe si durará 25 ó 30 años, en la época del jet, en la que se anda a mil kilómetros por hora y se va a superar la velocidad del sonido. Porque la evolución marcha con la velocidad de los medios técnicos que la impulsan”. “Antes del año 2000, se va a producir, indefectiblemente, la integración universal”.

El muro de Berlín cayó en octubre de 1989, la Unión Soviética desapareció en diciembre de 1991 y a partir de entonces, revolución tecnológica mediante, avanzó la globalización de la economía, sustento material de la sociedad mundial y base de la sociedad del conocimiento, cuyo emblema es Internet, que reemplaza el concepto de velocidad por la noción de instantaneidad.

Estos cambios mundiales, que tanto impactaron en el mundo y en la Argentina, no pueden sino impactar también y, fuertemente, en el peronismo. El surgimiento histórico del peronismo es inseparable de las condiciones de la sociedad industrial, que nació en la Argentina a partir de la década del 30 e impulsó la irrupción de una clase obrera emergente, que quería hacer valer sus derechos sociales y políticos, así como el yrigoyenismo había sido un fenómeno propio de la sociedad agraria y preindustrial de la Argentina de principios del siglo XX, que había posibilitado el ascenso de una clase media emergente, que también procuraba participar en el poder político.

Conviene precisar que el sujeto histórico del peronismo, el actor que le otorgó vigor y presencia política permanente, no fue el “pobre”, al que por supuesto siempre intentó rescatar de esa condición marginal, para integrarlo al circuito productivo, sino el trabajador. Para el peronismo, la “ayuda social” tiene como misión afrontar la emergencia, pero el objetivo es la justicia social.

A riesgo de recaer en rancios dogmatismos, es oportuno recordar dos de las “Veinte Verdades Justicialistas”, que Perón siempre consideró como la síntesis de su doctrina. La cuarta de esas verdades afirma que “no existe para el peronismo más que una clase de hombres: los que trabajan” y la quinta sostiene que “el trabajo es un derecho que crea la dignidad del hombre y es un deber, porque es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”.

Esta visión de Perón lo diferencia conceptualmente de la perspectiva de “inclusión social” planteada por el “kirchnerismo”, cuya política no estuvo enderezada a la erradicación de la pobreza, sino reducida a una simple tarea de “contención”, a través de un asistencialismo asociado a un clientelismo político más parecido al del viejo conservadorismo que a la idea de dignificación del trabajo y de movilidad social ascendente que caracterizaron al peronismo desde su nacimiento en 1945.

El mundo deja atrás la era industrial para avanzar hacia la sociedad del conocimiento. En esa transición traumática, aparece, sí, el fenómeno de la marginalidad social, reflejado en el drama de lo que el Papa Francisco llama “los descartables”, un profundo desafío que exige nuevas propuestas en términos de organización social, manifestadas embrionariamente en la aparición de los nuevos movimientos sociales, cuya autonomía y libertad de acción resulta imprescindible fortalecer, para que puedan funcionar auténticamente como “organizaciones libres del pueblo” y no sean desvirtuados por los gobiernos de turno para convertirlos en apéndices del aparato del Estado.

Hace veinticinco años, en su encíclica “Centesimus Annus”, el Papa Juan Pablo II ya había anticipado visionariamente que: “ si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy en día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, así como de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”.

Juan Pablo II advertía: “de hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no disponen de los medios que le permitan entrar de forma efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa realmente un lugar central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus actividades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y de intercomunicaciones que es permitirían ver apreciadas y utilizadas sus cualidades”.

Añade que “ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su alcance”. A esos centenares de millones de personas alude Francisco en su denuncia sobre “los descartables”.

Esta nueva realidad social de nuestro tiempo exige repensar a Perón. No se trata de repetir frases ni consignas, sino de reivindicar su método de pensamiento y el valor permanente de la justicia social como punto de referencia constante de la acción política, pero no de quedar encerrados en posturas dogmáticas superadas por la evolución histórica.

La actitud asumida por el peronismo ante el acuerdo entre el gobierno de Macri y los “hold outs” reveló una adecuada comprensión del fenómeno de la economía mundial de la época, pero representa sólo el principio de un replanteo de fondo. Porque, como suele decir nuestro amigo y compañero Jorge Castro, “pensar lo nuevo implica pensar de nuevo”. Y, cómo él mismo advierte, “es más fácil aprender cosas nuevas que desaprender cosas viejas”. El peronismo está obligado a hacer las dos cosas a la vez.

En ese sentido, la presente discusión sobre la cuestión del empleo es un ejemplo paradigmático de este debate sobre el porvenir. En un mundo económicamente globalizado y ferozmente competitivo, el núcleo de la problemática del empleo pasa por la productividad de la economía.

En el caso específico de la Argentina, esa problemática se expresa a través de un dualismo estructural. Porque en la estructura productiva de la Argentina existe un fuerte contraste. Coexisten sectores de alta productividad, internacionalmente competitivos, encabezados por la cadena agroalimentaria, y sectores tecnológicamente atrasados e internacionalmente no competitivos, cuya columna vertebral son la mayoría de las pequeñas y medianas empresas industriales, que a su vez constituyen las principales fuentes de trabajo de la Argentina.

Esa grave dicotomía estructural, que provoca un serio déficit de competitividad, hace que la indispensable apertura internacional de la economía, sin la cual en las condiciones del mundo de hoy se torna imposible la inversión productiva y el crecimiento sostenido, se convierta muchas veces en sinónimo de incremento de la desocupación.

La única estrategia viable para superar este cuello de botella es elevar los niveles de productividad de esas pequeñas y medianas empresas nacionales.

Pero en el mundo de hoy la productividad no es sólo un hecho microeconómico, que se puede resolver empresa por empresa. La productividad es un fenómeno macroeconómico, de naturaleza sistémica. En el mercado mundial no compiten únicamente empresas. La competencia es también, y fundamentalmente, entre países, es decir entre sistemas económicos y políticos integrados de decisión y de producción.

Esto implica que en esa competencia influyen entonces decisivamente la infraestructura de cada uno de los países, sus niveles de educación y de salud, su sistema crediticio, la fuerza de sus instituciones políticas y todos aquellos puntos que hacen a la fortaleza económica y política de una Nación.

Se trata entonces de impulsar políticas públicas orientadas a aumentar la productividad sistémica. La reducción de las cargas impositivas son un aspecto decisivo, aunque no el único, para avanzar en esa dirección.

Por eso, y más allá de cualquier especulación política circunstancial, la propuesta de emergencia elaborada por Massa, y compartida entre otros por De la Sota y Urtubey, para el fortalecimiento de las PYMES, mediante una disminución de los costos fiscales, y de esa manera mejorar la situación del empleo, es un esbozo interesante, no tanto por su importancia en sí, sino por la comprensión que revela del fenómeno en su conjunto.

El eje fundamental de diferenciación entre un peronismo renovado y el “macrismo” reside en la discusión sobre el énfasis puesto unilateralmente en la “gestión”. Para el peronismo, que reivindica aquello de que “mejor que decir es hacer y que prometer realizar”, resulta obvio que la acción es más importante que el discurso. De allí que sería ridículo subestimar la importancia de la gestión de gobierno, más aún después de años de predominio de un “relato” mentiroso, que negaba el axioma de que “la única verdad es la realidad”. Pero la “gestión”, entendida como una eficiente administración del estado, no puede sustituir la noción de “proyecto”, ni reemplazar a una idea convocante de Nación, capaz de movilizar las energías de la sociedad. La “gestión” a secas, sino está sustentada en un proyecto transformador, es conservadurismo, no cambio.

Cuando en los medios periodísticos se cuestiona las supuestas fallas de una “política de comunicación” del gobierno de Macri se comete un error de diagnóstico. Lo que falta no es una política de comunicación. Lo que falta es la formulación de un proyecto. Y no se puede comunicar lo que no existe.

Resulta difícil imaginar que este necesario proceso de discusión y reordenamiento del peronismo pueda completarse antes de las elecciones legislativas del año próximo. Lo más probable es que, como sucedió en 1985, esa elección intermedia cumpla el rol de una “interna abierta”, en la que el epicentro volverá a estar en la provincia de Buenos Aires. El resultado de esa compulsa determinará la configuración política nacional del peronismo para las elecciones presidenciales de 2019.

En ese sentido, cabe anticipar que el nuevo Consejo Nacional partidario tendrá un rol casi decorativo. Ninguno de los factores de poder real del peronismo lo reconocerá como una conducción efectiva. Ni los gobernadores peronistas, que actuarán autónomamente o coordinarán entre sí, ni los bloques legislativos, ni los dirigentes políticos de mayor relevancia, empezando por Massa, De la Sota y el propio Urtubey, ni menos aún el sindicalismo, están dispuestos a acatar sus directivas.

El propio Gioja se apresuró en señalar que la misión central de la nueva conducción partidaria sería garantizar “las PASO para el 2019”, con lo que dio por sentado que en las elecciones del año próximo no se propone tener ninguna ingerencia y que cada distrito decidirá no sólo sus propias listas de candidatos sino también su estrategia de alianzas, lo que en términos prácticos implica la desaparición política del Frente para la Victoria.

A lo sumo, esta nueva conducción partidaria puede llegar a cumplir, junto al bloque de senadores nacionales que preside Pichetto, el rol que desempeñó Saadi en la época de Alfonsín, actuando como puente entre el pasado reciente y los nuevos liderazgos emergentes, que surgirán legitimados por los resultados electorales del año próximo.

Como decía Perón, “La única verdad es la realidad”. Y la realidad política de hoy es una moneda de dos caras. Una cara es que Macri no puede gobernar sin el peronismo. La derrota sufrida por el oficialismo la semana pasada en el Senado con la sanción de la ley antidespidos, unida a la movilización de las centrales sindicales del viernes pasado, más allá de su significado intrínseco, tiene un valor simbólico equivalente al golpe político que experimentó el alfonsinismo en marzo de 1984, apenas cuatro meses después de su ascenso triunfal a la Casa Rosada el 10 de diciembre anterior, cuando la mayoría peronista en el Senado, encabezada por Saadi, rechazó la “ley Mucci”, promovida para debilitar el poder del sindicalismo peronista.

Con una inflación que en la región metropolitana (ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires) en abril orilla el 7%, con el descenso del consumo popular y con la perspectiva de una inflación anualizada de más del 30% y de un 2016 con crecimiento económico cero es indispensable un acuerdo político y social que permita superar con la menor conflictividad social posible los efectos traumáticos de la herencia recibida del anterior gobierno.

La otra cara de la moneda del actual escenario es que el peronismo, políticamente dividido y con la necesidad de encarar un debate a fondo para redireccionar su rumbo estratégico y fortalecer su organización, no está hoy en condiciones de gobernar la Argentina, ni lo estará hasta que haya cumplido esos dos requisitos fundamentales.

Ambos, gobierno y peronismo, están entonces obligados, por no decir condenados, a negociar. La ingeniería política de esa negociación tendrá que asumir la complejidad propia de la diversidad de actores que presenta un peronismo horizontalizado. Tendrá, por lo tanto, que involucrar, de una manera u otra, a los gobernadores peronistas, a las organizaciones sindicales, a los bloques legislativos y a los liderazgos emergentes, como Massa y Urtubey, entre otros. Quedarán naturalmente afuera aquellos sectores del “kirchnerismo” que apuestan a la desestabilización del gobierno para intentar, por la vía de la catástrofe, la resurrección política de Cristina Kirchner.

La condición básica para esa negociación necesaria entre el gobierno de Macri y el peronismo es el reconocimiento recíproco. El gobierno tiene que abandonar la esperanza “fundacional” clásica de los gobiernos no peronistas, que sucumben a la tentación de especular con la división del peronismo para fortalecer su propia base de sustentación política y permanecer en el poder. En la actual constelación oficialista, esa tentación tiene múltiples expresiones, abiertas o encubiertas, pero una voz tonante, que tiene la virtud de proclamarlo con todas las letras: Elisa Carrió.

El peronismo, a su vez, tiene que dejar atrás la tentación de monopolizar el sistema político, aceptar la riqueza que emana de la diversidad y volver a abrir su mente y su corazón a las nuevas realidades sociales y a todas las expresiones de la sociedad argentina. Si sabe hacerlo, el gobierno de Macri puede constituir una etapa de transición, que le permita a la Argentina salir del pozo para poder avanzar hacia la conquista del futuro.

La dilucidación de este dilema es el gran desafío político de 2016, el año del Bicentenario de la Argentina.

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