Por Hernán Andrés Kruse.-

La consagración de Joe Biden

Finalmente el Colegio electoral dio su veredicto: Joe Biden consiguió el respaldado de 290 electores mientras que Donald Trump sólo fue apoyado por 214. Ello significa que el 20 de enero próximo el demócrata jurará como presidente de la nación más poderosa de la tierra. En número de votos el resultado fue el siguiente: Biden fue votado por 75 millones de personas mientras que Trump obtuvo 71 millones de votos. Las cifras son muy impactantes porque, como todo el mundo sabe, en Estados Unidos el voto es optativo. En esta oportunidad se tomaron el trabajo de votar cerca de 150 millones de norteamericanos angustiados por la situación política, económica y sanitaria de la república imperial.

La elección del 3 de noviembre fue un dramático ejemplo de lo que puede llegar a provocar un proceso de polarización extremo. Un sector del pueblo votó obsesionado por echar a Trump de la Casa Blanca mientras que el otro sector lo hizo obsesionado por evitarlo. Donald Trump fue, pues, el centro de la elección, la figura estelar. Lo notable es que se trata de un outsider de la política, un dirigente que no pertenece al establishment del partido republicano, lo que no significa que sea un político anti-sistema. Todo lo contrario. Trump forma parte del mismo pero lo que piensa ese sistema de su figura es, para decirlo suavemente, negativa. A lo largo de su traumática gestión Trump demostró que se considera superior al resto de las personas, ser un megalómano, narcisista, racista y profunda y visceralmente autoritario. Su estilo de gobierno no se basa en la conducción sino en el mando, al mejor estilo castrense. Sus órdenes, aunque sean completamente desatinadas, deben cumplirse. Convencido de que el gobierno es él y nadie más, no dudaba un segundo en echar a cualquier funcionario, por más relevante que fuera. Los casos más resonantes fueron los de John Bolton, Jim Mattis, Jeff Sessions, James Comey y John Kelley.

John Bolton era asesor directo del presidente en cuestiones de Seguridad Nacional, un halcón que hizo aumentar la tensión con la teocracia iraní y que sentía aversión por la troika “Venezuela, Cuba y Nicaragua”. Trump lo despidió vía Twitter: “Informé anoche a John Bolton que ya no se requieren sus servicios en la Casa blanca”. Lo que colmó la paciencia del iracundo presidente fue la férrea oposición de Bolton a sus negociaciones con los talibanes. El general Jim Mattis fue secretario de Defensa entre enero de 2017 y enero de 2019. Incapaz de convencer a Trump de mantener las tropas de Estados Unidos en Siria presentó su renuncia en diciembre de 2018. El error que cometió el militar fue el haber hecho pública su renuncia enumerando las causas que le llevaron a tomar semejante decisión. Trump se enojó con Mattis y lo echó del Pentágono. Jeff Sessions, un hombre muy cercano al presidente, ejerció como fiscal general entre enero de 2017 y noviembre de 2018. Trump jamás le perdonó su decisión de apartarse de la investigación sobre la supuesta “influencia” rusa en las elecciones presidenciales de 2016. James Comey era el director del FBI. Cuando se encontraba en un acto privado con agentes del FBI en Los Ángeles se enteró por televisión que Trump lo había echado. Resentido con Trump afirmó luego que el presidente lo había presionado para que dejara de investigar a Michael Flynn, asesor de seguridad nacional y figura central del affaire ruso. El general John Kelly llegó a la Casa blanca en julio de 2017 para poner orden en el gallinero. Con el paso del tiempo su relación con Trump se resquebrajó y se quebró definitivamente cuando Trump se enteró de que Kelly lo había criticado ante un grupo de legisladores.

Donald Trump fue, qué duda cabe, una máquina de fabricar enemigos. En política exterior se enemistó con los principales gobernantes europeos y con el mandamás chino, Xi Jinping. Menospreció a la OTAN y tuvo una buena relación con Putin. Con quien se llevó de maravillas fue con Mauricio Macri, dos viejos amigos. Tal era su obsesión por garantizar la reelección de Macri que no dudó en ordenar a Lagarde, por entonces jefa del FMI, desembolsar 50 mil millones de dólares en concepto de “ayuda financiera”. En realidad, las relaciones internacionales poco le interesaron a Trump. Su foco estaba centrado fundamentalmente en mejorar la economía. Ello le permitió ganar las elecciones de medio término pese a haber quedado en evidencia su fanatismo y prepotencia. En ese momento nadie dudaba de su continuidad en la Casa Blanca en 2021. Pero hubo un hecho imprevisto que cambió dramáticamente el curso de los acontecimientos: el Covid-19. Entre la salud y la economía Trump abrazó la causa de la segunda. Era escandaloso y dantesco observar al presidente mofarse de la pandemia mientras miles de norteamericanos eran víctimas del virus. Sólo reaccionó cuando se percató de que la economía comenzaba a resquebrajarse. Ya era tarde. Para colmo, las protestas de naturaleza racial comenzaron a expandirse como reguero de pólvora. El punto álgido se produjo el 25 de mayo cuando un policía blanco asfixió a un manifestante negro triturándole el cuello con una de sus rodillas mientra yacía inerme en el suelo. Trump jamás se indignó por semejante atrocidad.

En los meses previos a la elección la economía comenzó a mostrar signos de recuperación. Sin embargo, el Covid-19 continuó expandiéndose sin dar tregua. En ese ambiente los norteamericanos fueron a las urnas. Los números que los medios de comunicación daban a conocer desde el principio demostraban lo difícil que resultaría para Trump la reelección. Fue entonces cuando el presidente denunció públicamente que los demócratas estaban cometiendo un fraude escandaloso y que, por ello, recurriría a la justicia para invalidar la elección. Mientras hablaba algunos canales de televisión, en una actitud antidemocrática, dejaron de transmitir al presidente. Cuando la incertidumbre estaba causando estragos el sábado 7 la prensa anunció que Joe Biden había ganado la elección. Hasta ahora Trump no ha reconocido su victoria. ¿Qué pasará de aquí en más? Para tener un claro panorama al respecto nada mejor que leer el artículo que paso a transcribir del periodista español Manuel Ruiz Rico publicado por Página/12 el día de la fecha (9/11).

“Joe Biden dio durante la noche del sábado en Delaware su discurso de la victoria como «presidente electo» de los Estados Unidos tras declararse vencedor de los comicios celebrados el 3 de noviembre, cuando recibió el apoyo de los principales medios del país, incluyendo la cadena de ultraderecha Fox. Sin embargo, el sistema electoral estadounidense no tiene un ente oficial que declare al vencedor, de manera que Donald Trump rechazó su derrota, volvió a declarar (esta vez vía Twitter) que es él quien ha «ganado por mucho» y, a través de su abogado, Rudy Giuliani, anunció más recursos judiciales el lunes. En su discurso, Biden mencionó la fecha de su investidura, el próximo 20 de enero, pero para llegar a esa fecha quedan nada menos que 73 días, así que para ver a Joe Biden de presidente habrá que pasar por muchas etapas intermedias en las que Donald Trump dará la batalla y desplegará el «tremendo litigio» que anunció el pasado jueves. La primera partida de estas elecciones se ha jugado en las urnas; el objetivo de Trump es que la segunda se juegue en los tribunales.

El objetivo de Trump y de los republicanos es acabar implicando al Tribunal Supremo, corte que tiene una amplia mayoría conservadora (por seis jueces a tres) tras haber realizado el presidente en esta legislatura el nombramiento de tres jueces, la última de ellas, la ultraconservadora Amy Coney Barrett una semana antes de las elecciones. Y la brecha por la que Trump quiere entrar es por la frecuente carencia de concreción de las leyes y de la Constitución del país sobre el proceso electoral y sobre el proceso de elección del presidente una vez el recuento de votos ha concluido. Para desplegar su estrategia legal, el magnate neoyorkino tendrá que jugar con las siguientes fechas claves hasta el 20 de enero, una ruta de 73 días en la que Biden espera ir fortificando su camino hacia la Casa Blanca. Hasta el 8 de diciembre el presidente tratará de poner todas las trabas posibles en los tribunales sobre cómo se desarrolló la jornada de votación o sobre el proceso de envío o recuento de votos. ¿Por qué el 8 de diciembre? Porque ese día los estados deben seleccionar a los compromisarios que enviarán al Colegio Electoral para que voten al nuevo presidente en una sesión que se celebrará el 14 de ese mes y que, de hecho, es el segundo frente en el que Trump podría actuar, tratando de alterar el voto de los compromisarios.

Los compromisarios votan ese día, pero la ratificación de ese resultado la realiza el Congreso de Washington el 6 de enero, lo que abriría otra posible ventana de tres semanas y media a nuevos recursos para seguir empantanando el proceso si Trump pierde la votación del 14 de diciembre; y la perdería con los resultados que ahora mismo están sobre la mesa, es decir, con Biden ganando en Pensilvania, Georgia, Nevada y Arizona. Por eso Trump lo primero que quiere atacar es el voto en las urnas. Desde el martes pasado Estados Unidos vive pendiente de cómo va el recuento de voto minuto a minuto en espera del minuto final. Oficialmente, los estados están siempre muchos días y a menudo semanas contando. En EEUU se implantó la tradición de que el candidato que se veía irremisible perdedor llamaba al vencedor y aceptaba su derrota, casi siempre la misma noche electoral. Hillary Clinton se hizo la remolona, pero acabó llamando a Trump en 2016 a las 2.30 de la madrugada. Y nos pareció tarde. Pero la legalidad es la que es: el tope para certificar un resultado es de una semana en seis estados; entre el 10 y el 30 de noviembre para 26 estados y Washington DC; en algún momento de diciembre para otros 14 y hasta hay cuatro que no tienen ningún tope (no se preocupe, son Hawái, Nueva Hampshire, Tennessee y Rhode Island). Así que nunca se resuelve esto cuando están contados todos y cada uno de los votos. Sencillamente, las proyecciones de los partidos, de las casas de encuestas y los medios, y los primeros escrutinios orientan la cosa y en el transcurso de las siguientes horas uno se declara perdedor. Es entonces cuando el otro gana. Jamás se espera a contar todos los votos.

Trump está jugando esa baza para justificar sus recursos judiciales por fraude electoral con los objetivos de retrasar el proceso y enmarañarlo y, en última instancia, de acabar convenciendo a algún juez de que tumbe parte de la legislación electoral de estados como Pensilvania para que anule el voto por correo que llegó tras el martes electoral y que va abrumadoramente para Biden. Nada de esto sucedería si se contaran los votos la misma noche electoral y si hubiera un organismo encargado de anunciar los resultados definitivos. De momento, todas las demandas interpuestas contra la emisión de votos o su recuento en Michigan, Wisconsin, Georgia y Nevada han sido tumbadas rápidamente. Sobre la que los republicanos pusieron en Pensilvania el sábado, el fiscal general de ese estado respondió al alto tribunal que no ha existido fraude alguno en la gestión del voto por correo. En cualquier caso, según el fiscal, se trata de pocos cientos de votos y Biden lleva una ventaja de 37.298 sufragios. El Supremo no se pronunció aún sobre esto pero incluso si anula esos votos no tendría ninguna relevancia en el resultado final y en la derrota de Trump en Pensilvania y, por lo tanto, para su reelección.

El Colegio Electoral y el compromisario «infiel»

Quien obtenga 270 votos en ese órgano en la votación del 14 de diciembre será presidente. Si Trump no logra remontar ningún estado en los actuales recuentos, la diferencia entre ambos candidatos será de 74 votos, imposible de recortar mediante cualquier artimaña. Sin embargo, si Trump, a través de recursos, logra ganar de algún modo Pensilvania y Georgia se quedaría a dos votos de Biden, y aquí se abre otra puerta para posibles jugadas del magnate neoyorkino. Por eso Trump pedirá el recuento de votos en Georgia, al que tiene derecho al haber tan escasa diferencia entre ambos (unas 10.000 papeletas) y por eso plantea una enorme batalla legal en Pensilvania. Su objetivo es hacerse con esos estados y sus compromisarios.

La clave está en el siguiente detalle: no todos los elegidos por sus estados en el Colegio Electoral están obligados a votar por su candidato. Esto abre la puerta a un tamayazo, con lo que Trump podría permitirse llegar a la votación del día 14 en el Colegio Electoral con técnicamente menos compromisarios que Biden. En la historia de Estados Unidos ha sucedido en ocasiones que un compromisario vote por el candidato opuesto, pero siempre como señal de protesta y jamás en escenarios donde se podía alterar el resultado final de la voluntad popular. Según Fairvote.org, organización que vela por la desaparición del Colegio Electoral, esto se ha producido en 85 ocasiones, de las que tres fueron abstenciones. Un total de 17 estados no tienen ninguna ley que obligue a su compromisario a votar por el candidato de su partido, así que si Trump acabara logrando Pensilvania y Georgia podría tratar de convencer a un compromisario demócrata (o los que hicieran falta) de que vote por él y sería presidente puesto que con un empate a 269 votos, la elección del mismo pasaría a la Cámara de los Representantes, no en la modalidad de un voto por escaño sino de un voto por cada estado y hay más estados republicanos que demócratas. Trump sería presidente.

Además, dos estados donde sí existen estas leyes que vinculan al compromisario con resultado electoral, tienen, paradójicamente, gobernadores demócratas, pero parlamentos republicanos. Uno de ellos es Michigan. El otro, precisamente, Pensilvania. Y nada dice la Constitución sobre que el gobierno de un estado esté obligado a escoger a sus compromisarios según el resultado del voto en las elecciones generales. Los ciudadanos de Pensilvania han votado por Biden pero el parlamento del estado, republicano, podría elegir a dos compromisarios de ese partido y no incumplirían la Constitución.

6 de enero, el Senado ratifica al Colegio Electoral

Si, finalmente, los recuentos acaban con Biden ganando en los estados que quedan pendientes y ningún recurso o maniobra de Trump prospera, ese 14 de diciembre el demócrata sería preelegido presidente por el Colegio Electoral, un resultado que el Congreso debe validar y oficializar el 6 de enero para que tome posesión el 20 de ese mes, según la fecha inamovible establecida por la constitución. La última artimaña que le quedaría a Trump es que, si finalmente el Senado sigue en poder republicano, tratar de alterar mediante la acción de esa cámara el resultado de la votación del Colegio Electoral, con el apoyo de alguna intervención del Tribunal Supremo, de marcado cariz conservador.

Entretanto, en todas esas semanas, el presidente saliente sólo puede hacer una gestión ordinaria del país que, en la práctica, debería estar ya en manos de los equipos de transición entre el saliente y el futuro mandatario. Trump podría negarse a que hubiera equipos de transición. No hay nada legal que lo obligue a ello. En cualquier caso, Joe Biden ya los tiene en marcha.

Los nombres del primer equipo «Biden-Harris»

Joe Biden, con todo, convencido de la victoria en las urnas, se ha puesto a caminar. El pasado miércoles lanzó su web del equipo de transición de la «administración Biden-Harris» y ya son conocidos los nombres de quienes forman ese plantel. Y hasta en el entorno de Donald Trump han empezado a opinar sobre este proceso de transición, muestra de que, en el fondo, se empieza a aceptar como muy real la posible derrota del actual presidente. El viernes, de hecho, el director del Consejo Económico Nacional de la administración Trump, Larry Kudlow, llamó a la tranquilidad y aseguró a la CNBC que «habrá una transferencia de poderes pacífica, como siempre se hace».

En la cúspide del equipo de Biden está Ted Kaufman, nombrado a primeros de año por el candidato demócrata para tal fin. Kaufman, según The Independent, escribió leyes sobre transiciones presidenciales como senador y como asesor de Biden. Según el medio Politico, el objetivo de Kaufman es que para el Día de la Inauguración, es decir, para el 20 de enero, haya trabajando en ese equipo unas 350 personas. Yohannes Abraham, asesor en asuntos jurídicos durante la administración Obama, será el director para las operaciones diarias; Jeffrey Zients, economista de la administración Obama, estará en el consejo asesor de Biden; como asesores estarán el candidato demócrata en las pasadas primarias, Pete Buttigieg, y la también candidata y senadora en Washington, Elizabeth Warren. En otros apartados, Biden ha nombrado para asuntos medioambientales a Cecilia Martínez, directora de la ONG Centro por la Tierra, la Energía y la Democracia y quien en 2020 ha sido elegida por la revista Time como una de las personas más influyentes del año; Susan Rice, embajadora de Estados Unidos ante la ONU entre 2009 y 2013; o Teresa Romero, presidenta del sindicato Unidad de los Trabajadores de Granjas.

Para demostrar la voluntad de unir al país de Joe Biden, ha nombrado en ese equipo de asesores a dos conocidos republicanos: Bob McDonald, antiguo secretario sobre asuntos de los soldados veteranos, y, sobre todo, Cindy McCain, la viuda de John McCain, el fallecido senador republicano y candidato de ese partido a la presidencia en las elecciones que ganó Obama en 2008. Cindy McCain ha hecho en Arizona campaña por Biden y hasta estuvo en la convención demócrata que lanzó la candidatura del vicepresidente de Obama. Preguntada el pasado viernes en la ABC por su implicación con Biden, la viuda de McCain no pudo ser más rotunda: «Mi marido querría que se haga lo mejor para Estados Unidos y lo mejor para Estados Unidos ahora mismo no es votar por nuestro partido sino apoyar a Joe Biden». Como ya señaló Biden en su discurso de la noche del viernes que Harris y él ya están trabajando con un equipo en las que serán las dos prioridades de su administración «desde el primer día: un plan para controlar la pandemia y otro para la recuperación económica porque hay 20 millones de parados».

*De diario Público de España, especial para Página/12.

Sencillamente aterrador

Durante cuatro años Estados Unidos fue gobernado por un psicópata. La Argentina también. Entre el 10 de diciembre de 2015 y el 10 de diciembre de 2019 la Casa Rosada fue ocupada por un presidente frío, calculador, egoísta, miserable. Si alguien aún duda de lo que es Mauricio Macri como persona invito a que lea el informe del periodista Andrés Klipphan (“ARA San Juan: la Armada conocía la ubicación del submarino hundido 20 días después de su desaparición”) publicado en Infobae el 7/11. Macri conocía dónde estaba ubicado el siniestrado submarino ARA San Juan tres semanas después de su desaparición. Fue el buque chileno Cabo de Hornos el que informó al gobierno argentino al respecto. Así lo expresó, sin anestesia, el contralmirante retirado Luis Enrique López Mazzeo, ex comandante de Adiestramiento y Alistamiento de la Armada, imputado en la causa que conmocionó a la opinión pública. El marino declaró ante los jueces Javier Leal de Ibarra, Aldo Suárez y Hebe Corchuelo de Huberman, procesado a comienzos de año por la jueza federal de Caleta Olivia, Marta Yáñez, por no haberse ocupado de verificar si el submarino estaba en condiciones de forma parte de un ejercicio naval de gran envergadura. El marino imputado expresó: “Cuando usted vea toda la documentación, se va a dar cuenta de que nosotros, cuando tuve que firmar el mensaje más doloroso en toda mi carrera que fue el cierre del caso SAR (por la búsqueda y rescate) teníamos detectada la posición del submarino y por eso habíamos coordinado con la Marina Británica el 5 de diciembre (de 2017) el pedido de un vehículo autónomo, porque sabíamos que podía estar únicamente en dos cañadones, que era lo que no podíamos verificar con todos los medios internacionales requeridos”.

Justo ese día el vocero de la Armada, el capitán Enrique Balbi, había descartado esa posibilidad. Afirmó sin sonrojarse que no había ninguna novedad sobre la búsqueda del submarino. “En estos momentos se encuentran inspeccionando ese objeto o alteración de fondo, que puede ser metálico o no metálico, que detectó hace unos días el buque oceanográfico Cabo de Hornos de la Armada de Chile y que se encuentra a 940 metros”, agregó. Descartó que se tratara del ARA San Juan porque dicho objeto apenas alcanzaba una longitud de 30 metros, notoriamente inferior a la del submarino. Pero un año más tarde, al ser hallado el submarino por un buque noruego (Seabed Constructor) en una zona cercana a la señalada por el buque chileno, la longitud del submarino era de 33 metros debido al efecto de la presión.

Lo terrible del asunto es que, a raíz de la profundidad en la que se encontraba el submarino, la exploración de la zona debía estar a cargo de un submarino autónomo. La armada británica se ofreció a realizar la tarea pero el almirante Marcelo Srur, jefe de la Armada Argentina, jamás la autorizó.”En caso de confirmarse lo que dijo López Masseo ante el tribunal estamos frente a un escándalo sin precedentes”, afirmó la abogada Valeria Carreras, integrante junto a Fernando Burlando de la querella mayoritaria que ha impulsado, por este motivo, las imputaciones en la causa del ex jefe de la Armada, Srur, del ex ministro de defensa, Aguad y, obviamente, del ex presidente Macri. Carreras recordó lo expresado por Mazzeo el 25 de noviembre de 2019 ante la jueza Yáñez: “Nunca presencié mayor ignominia hacia la Armada, que la actitud cobarde y mentirosa de quien fuera su jefe en aquellos momentos, así como la de algunos pocos que lo secundaron y de quienes-movidos por intereses personales-causaron la demora en el hallazgo del naufragio, ignorando y desprestigiando el trabajo profesional al que afanosamente se entregó el personal naval durante la búsqueda de sus camaradas naufragados. Se extendió en forma inaudita la agonía de los familiares y seres queridos, integrantes de la familia naval, a la que pertenezco junto con mi propia familia, al negarles, durante todo el tiempo en que veladamente se discontinuó con la búsqueda del ARA San Juan, el derecho a un duelo de sus seres queridos, muertos en acto de servicio”.

Para la doctora Carreras “legalmente la declaración de López Mazzeo obliga a realizar una causa aparte, por el ocultamiento y la complicidad que venimos denunciando siempre, pero desdobla la causa en dos porque no hay que olvidar que se debe determinar quienes son los responsables de las 44 muertes”. Por su parte, el doctor Burlando afirmó que “si la Armada lo sabía, si Aguad lo sabía, si Macri lo sabía, ¿por qué fingir la búsqueda y contratarla?”. En su opinión se trató de lo siguiente: “Mentiras, traición, corrupción, espionaje, pérdida de vidas, de esperanzas, y mucho más, en eso se transformó la causa por el hundimiento del ARA San Juan. Lamentablemente es una investigación inconexa y una trama que ni en ficción se puede reproducir. El gran final de toda esta insensatez es el último dato de que “aparentemente” se conocía la ubicación del submarino. Es una gran locura, una gran traición que sólo puede justificarse en las almas negras de la corrupción o del afano. ¿Cómo se le puede mentir a una madre, a una esposa, a una mujer en una situación así?”

Nadie niega el principio de presunción de inocencia pero al menos quien esto escribe se inclina por creer las palabras de Luis Enrique López Masseo. El marino imputado da a entender que Macri, Aguad y Srur decidieron ocultar una información por demás sensible por razones que aún deben ser esclarecidas. ¿Cómo es posible que hayan actuado de esa manera? Emerge en toda su magnitud la bajeza moral de Mauricio Macri. No hay que olvidar que él, como comandante en jefe de las fuerzas armadas, disponía de todo el poder para ordenar una investigación rápida y eficaz. Lo que hizo fue lavarse las manos, dejar que el paso del tiempo borre la tragedia. Su frialdad fue de tal magnitud que le importó muy poco el sufrimiento de los atribulados parientes de los tripulantes que yacen en el fondo del mar. Pero no debe causar sorpresa alguna la actitud de Macri ante semejante infortunio porque uno de sus hermanos acaba de poner en evidencia lo cruel y despiadado que fue con su propia familia.

¿No tienen nada que decir al respecto los votantes de Macri que el domingo salieron nuevamente a descargar toda su furia y todo su odio contra la figura de Cristina Kirchner? Tanto que hablan de la república, de la moral y de la hombría de bien ¿qué les parece esta denuncia del marino arrepentido? La misma pregunta cabe, con más razón, para Patricia Bullrich, Elisa Carrió, Rodríguez Larreta y compañía. ¿No piensan decir algo al respecto? El monopolio mediático ¿no piensa tomar postura sobre este tema tan delicado? Porque estamos hablando de 44 argentinos que perdieron la vida en el fondo del mar ante la pasividad e indiferencia del poder político y de la marina. ¿Qué hubiera pasado si la tragedia del ARA San Juan hubiera tenido lugar cuando Cristina era presidente y hubiera actuado como lo hizo Macri? La oposición política y mediática hubiera pedido su cabeza. Pero como el implicado es el ex presidente Macri guardan un ominoso y canallesco silencio.

Azuzar un viejo y peligroso fantasma

En su edición del 8/11 La Nación publicó un artículo de Jorge Fernández Díaz titulado “Asoma una peligrosa setentización”. Se lee lo siguiente:

“Cada día cada cual se lleva a casa su propia cruz. De las vicisitudes del ruidoso desalojo de Guernica , uno de los fiscales se llevó a su hogar y a su insomnio el odio visceral de aquellos ojos. No se trataba de un rencor violento nacido de los mafiosos de la toma que se quedaban sin el yeite, ni de los inocentes menesterosos que en su desesperación les creyeron, ni siquiera de los militantes embozados que en la calle periférica los esperaban más tarde con una granizada de balines de metal, facas y fierros. Los ojos del odio visceral pertenecían a estudiantes de universidades y colegios de elite que se encontraban en la mismísima toma, acompañando a los usurpadores. El fiscal no milita en ningún partido ni profesa admiración por la doctrina Zaffaroni ; es un demócrata y un legalista absoluto de mediana edad. Y admite incluso que el levantamiento de la toma (no la posterior refriega) fue realizado de manera impecable (…).

El fiscal, sin embargo, quedó impresionado por esos estudiantes de clase media acomodada que miraban con ira sin límites y resentimiento profundo a jóvenes policías que no los agredían, pero que parecían encarnar para ellos directamente a Camps o a Videla. «Me hizo acordar a otras épocas, donde jóvenes civiles odiaban a otros jóvenes de uniforme -les confesó el fiscal a sus amigos, aludiendo a los 70-. Me fui con un dejo de tristeza enorme».

No es la primera vez que el distinguido escritor toca tan delicado tema. Para él el kirchnerismo tomó la decisión de idealizar los setenta como táctica política para permanecer en el poder hasta el infinito. Seguramente habrá algunos trasnochados que sueñan con volver a esa década fatídica pero parece muy improbable que el presidente Alberto Fernández piense seriamente en ello. De todas maneras, si bien los setenta y la actualidad son incomparables, hay que tener sumo cuidado a la hora de agitar viejos y peligrosos fantasmas.

¿Por qué los setenta y el presente son incomparables? En aquella época el peronismo estaba proscripto. Este es un dato fundamental. Perón se hallaba recluido en Puerta de Hierro planificando su regreso al país con esmero, dedicación y un maquiavelismo sin igual. Necesitaba imperiosamente socavar la legitimidad política del antiperonismo en el poder. La guerrilla peronista fue el instrumento que utilizó para esa tarea. La tragedia que enlutó a los argentinos en los setenta dio comienzo con el secuestro y posterior ejecución del emblema de la Revolución Libertadora, el general Pedro Eugenio Aramburu. Fue el bautismo de fuego de los Montoneros, el sector de la juventud peronista que había tomado la decisión de enarbolar la bandera de la lucha revolucionaria para imponer en el país el “socialismo nacional”.

Ese crimen pulverizó al gobierno encabezado por el general Onganía. Fue reemplazado por otro general, Roberto Marcelo Levingston, quien retornó al más puro jacobinismo antiperonista. No se dio cuenta de que eso era exactamente lo que pretendía Perón. Ese jacobinismo fue respondido con un accionar guerrillero sin solución de continuidad. Quien tuvo plena conciencia del juego de Perón fue el sucesor de Levingston, el general Alejandro Agustín Lanusse. Pero ya era demasiado tarde. Perón había tomado la iniciativa política, algo que no fue comprendido por la guerrilla peronista. Resignado al inevitable retorno del peronismo al poder Lanusse convocó a elecciones presidenciales para marzo de 1973. Con Cámpora como presidente circunstancial-algo que tampoco fue comprendido por la guerrilla peronista-Perón regresó al país de manera definitiva el 20 de junio de ese año. Esa trágica jornada signó el comienzo de una guerra civil jamás declarada formalmente entre la derecha y la izquierda del peronismo. En julio Perón les demostró a los montoneros quién mandaba. Echó a Cámpora, puso en la presidencia a Lastiri y en las elecciones presidenciales del 23 de septiembre recibió el apoyo del 62% del electorado. Ofendidos con Perón, los montoneros le hicieron una demostración de fuerza ejecutando a José Ignacio Rucci cuarenta y ocho horas más tarde. Perón jamás perdonó semejante afrenta. A partir de entonces y hasta el derrocamiento de “Isabel” el 24 de marzo de 1976 la Argentina se tiñó de sangre.

Era, qué duda cabe, otra Argentina. Otro mundo, en realidad. En los setenta regía la guerra fría, la pulseada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, los grandes vencedores del nazismo. La Cuba de Fidel Castro era la puerta de entrada de la URSS al continente latinoamericano y las guerrillas marxistas que asolaban el territorio su instrumento de desestabilización. Era la época del auge de la doctrina de la seguridad nacional elucubrada en Estados Unidos como orientación ideológica de los gobiernos latinoamericanos que enfrentaban a la guerrilla. La Argentina estaba inserta en semejante contexto. Los montoneros pretendieron a sangre y fuego implantar en nuestro país el marxismo pero chocaron contra la gigantesca figura de Perón y la guardiana pretoriana conformada por el sindicalismo ortodoxo y las fuerzas de seguridad. Fue una época signada por el odio, el fanatismo ideológico y la intolerancia.

¿Qué tiene que ver la actualidad con esa década? Absolutamente nada. A nivel internacional la guerra fría es un lejano recuerdo. Los Estados Unidos son la gran potencia mundial acompañada de cerca por Rusia y China. Hoy el capitalismo neoliberal se ha expandido a lo largo y ancho del globo y pese a sus aspectos altamente negativos ningún país, salvo algunas excepciones como Cuba, Venezuela, Irán y Corea del Norte, lo cuestiona. En Latinoamérica en general y en Argentina en particular el foquismo guevarista es una reliquia histórica. ¿Alguien puede creer realmente que un par de estudiantes del colegio Nacional de Buenos Aires que miraban con bronca a los policías en el desalojo en Guernica son comparables a aquellos estudiantes de la clase media alta porteña (Firmenich, Abal Medina y compañía) que conformaron la cúpula histórica de Montoneros? Además-y este dato es esencial-la proscripción como método de combate contra una fuerza política determinada también es una reliquia histórica. ¿Alguien puede creer realmente que en la actualidad hay jóvenes estudiantes de la clase media alta porteña dispuestos a desafiar con las armas la democracia recuperada en 1983? ¿Por qué, entonces, la obsesión de Fernández Díaz por comparar los militantes de La Cámpora con los montoneros? ¿Para qué reflotar viejos y peligrosos fantasmas? Sólo cabe una respuesta: deslegitimar un gobierno que, pese a sus notorios yerros, está tratando de sacar al país de la ciénaga en la que lo metió el gobierno de Mauricio Macri.

Una frase genial

La Argentina es otra cosa. No es un país, es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro: lo que vos dijisteis…, puede cambiar. La trampa es que te hacen creer que puede cambiar. Lo sentís cerca, que es posible, que no es una utopía, es ya, mañana… Siempre te cagan. Vienen los milicos y se cargan treinta mil tipos o viene la democracia y las cuentas no cierran y otra vez a aguantar y a cagarse de hambre y lo único que puedes hacer, lo único que puedes pensar es en tratar de sobrevivir o de no perder lo que tenés. El que no se muere se traiciona y se hace mierda, y encima dicen que somos todos culpables. Son muy hábiles los fachos, son unos hijos de puta. Pero hay que reconocer que son inteligentes. Saben trabajar a largo plazo.”

(Martín Hache. Federico Luppi)

Esta genial frase pronunciada por Federico Luppi en Martín Hace (Adolfo Aristarain) sintetiza a la perfección la raíz de nuestros males. Cada presidente que asume le promete al pueblo que a partir de ahora todo será diferente, que las cosas mejorarán ya que a la Argentina le espera un futuro venturoso. Esa promesa siempre quedó en eso. Fue un monumental engaño, una vil y escandalosa mentira que el pueblo creyó a rajatabla. Como dice Luppi “siempre te cagan”.

En efecto, los presidentes que supimos conseguir, en mayor o menor medida, nos han cagado, se nos han reído en la cara. Los ejemplos brotan a borbotones. A continuación voy a tomar uno que es paradigmático: la relación de la Argentina con el Fondo Monetario Internacional. Cada vez que el gobierno de turno requirió los servicios del FMI nos fue muy mal. El gran perjudicado fue siempre el pueblo argentino. ¿Por qué? Porque las políticas de ajuste-las únicas que defiende el FMI-destruyen el poder adquisitivo de los trabajadores. Es la condición que exige el FMI para prestar montañas de dólares cuyo destino siempre ha sido una incógnita. ¿Qué paso con el blindaje, con el megacanje, con los 50 mil millones de dólares que Lagarde le prestó a Macri? Cada presidente que recurrió al FMI le explicaba al pueblo que era la única solución para nuestros problemas pero que a partir de ahora todo sería diferente. Es cierto que habrá que ajustarse el cinturón pero el esfuerzo valdrá la pena. Ya lo verán. Así hablaron Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Mauricio Macri. Y nos terminaron cagando. Lo notable es que el pueblo pareciera no tener en cuenta semejantes antecedentes. Siempre creyó que ahora sí todo será para mejor. Jamás se preguntó por qué ahora sería mejor. Si antes las recetas del FMI fallaron ¿por qué ahora las mismas recetas serán beneficiosas para el país? Aquí es cuando cabe traer a colación lo que decía Albert Einstein: “sólo quien está loco cree que aplicando siempre el mismo método se pueden obtener resultados diferentes”.

Hoy (10/11) hará su arribo al país una misión del FMI. El gobierno se ha encargado de afirmar hasta el cansancio que el FMI es “otro” desde que su jefa es la búlgara Kristalina Georgieva. Además, lo “quiere” a Martín Guzmán. Lo mismo dijo el gobierno de Macri en 2018 cuando hizo el anuncio del acuerdo con el FMI. Fue exactamente el 8 de mayo de 2018. Ese día un desencajado Mauricio Macri anunciaba que el gobierno solicitaba, de forma preventiva, ingresar a un acuerdo crediticio con el FMI. El presidente llegó a decir en aquel entonces que los argentinos debíamos enamorarnos de Lagarde, la jefa del FMI. Fue en septiembre de ese año en Nueva York, luego de compartir una cena con la ex funcionaria de Sarkozy. En junio el ministro de Economía Nicolás Dujovne y el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, anunciaron que el crédito otorgado por el FMI a la Argentina era el más grande en la historia del organismo multilateral de crédito: 50 mil millones de dólares. El acuerdo terminó en un fracaso total. La gran pregunta es ¿cuál fue el destino de esa montaña de dinero? Misterio insondable.

Hoy la historia se repite aunque con distintos actores. En 2018 el presidente de EEUU era Donald Trump, la jefa del FMI era Christine Lagarde y el presidente de Argentina Mauricio Macri. Hoy el presidente electo de Estados Unidos es Joe Biden, la jefa del FMI Kristalina Georgieva y el presidente argentino es Alberto Fernández. Pero el escenario es prácticamente el mismo. Un gobierno en bancarrota que necesita imperiosamente que el FMI lo salve prestándole muchos dólares. En las últimas horas Martín Guzmán dijo que lo que pretende el gobierno es lograr un acuerdo de facilidades extendidas con más plazo de repago que un stand by como el que firmó Mauricio Macri en 2018. A cambio, el gobierno deberá comprometerse a garantizar una reforma a las jubilaciones (con un incremento de la edad de retiro) y leyes laborales que garanticen flexibilidad a mediano plazo. El recuerdo del gobierno de De la Rúa estremece. Aquí no hay ningún misterio. El gobierno de Alberto Fernández ya tomó la decisión de descongelar las tarifas de los servicios públicos y la medicina prepaga. Además, el Ministerio de Desarrollo Productivo a cargo de Kulfas anunció que comenzará a suavizar el programa de precios máximos prorrogado hasta fines de enero.

Los expertos y ex negociadores con el FMI dan por descontado que la negociación no será sencilla porque el staff exige que el gobierno presente un plan económico creíble que haga descender el déficit fiscal, lo que históricamente ha sido una obsesión para el prestamista internacional de última instancia. Además, pretende que la emisión monetaria comience a ceder para estabilizar la situación financiera y cambiaria. Considera que sólo incrementando las exportaciones el país logrará atraer divisas genuinas que dinamicen la economía y vigoricen las raquíticas reservas del Banco Central. Pero hay un factor que no debe ser ignorado: el político. Apenas culmine el staff sus funciones en Argentina dará comienzo la verdadera negociación con Georgieva y el directorio. Todo indica que las negociaciones no serán un lecho de rosas porque primero habrá que conversar con un gobierno que fue derrotado en las urnas pero que se resiste a reconocerlo. Si finalmente se produce el recambio el 20 de enero habrá que tener paciencia hasta tener bien en claro qué agenda impondrá el flamante presidente demócrata (fuente: Infobae, 10/11/020, artículo de Martín Kanenguiser).

Lo concreto es que inexorablemente el gobierno aplicará un severo ajuste, como lo hicieron todos los gobiernos que negociaron con el FMI luego del derrocamiento de Perón en 1955. Por más que Alberto Fernández se esmere en presentarse como un mandatario progresista, un enamorado de la Patria Grande, que acompañó a Evo Morales hasta la frontera, en los hechos no es más que un gobernante que sólo atina a pedir ayuda financiera al FMI para salir del atolladero.

La dramática y fascinante historia argentina. Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810.

La Asamblea del año XIII. Hacia un gobierno unipersonal

La Asamblea comenzó a sesionar el 31 de enero de 1813. Como tantas veces sucedió a lo largo de nuestra dramática y fascinante historia, la ilusión que había despertado fue gigantesca. Tuvo como objetivos centrales la consolidación de la emancipación y el establecimiento de una constitución. Ayudó al clima optimista los logros que se estaban obteniendo en el terreno militar. El 3 de febrero San Martín y sus granaderos batieron a los realistas en la localidad santafesina de San Lorenzo, a orillas del Paraná. El 20 Belgrano obligó en Salta al general Tristán a rendirse en plena batalla. Mientras tanto, los propios oficiales del ejército sitiador de Montevideo expulsaban de sus filas a Sarratea siendo sustituido por Rondeau. Este hecho hizo posible la incorporación a dicho ejército de las tropas comandadas por Artigas.

En este contexto la asamblea tomó decisiones muy importantes: a) la eliminación de toda referencia a Fernando VII; b) la acuñación de una moneda nacional; c) el establecimiento del escudo e himno patrios; d) la supresión de los mayorazgos y títulos de nobleza; e) la abolición de la Inquisición y las torturas judiciales; y f) el establecimiento de la libertad de vientres para las esclavas. Quedaba plenamente en evidencia la filosofía liberal y humanista que la inspiraba. Lamentablemente sus metas esenciales quedaron en promesas. No se dictó una constitución definitiva ni fue declarada la independencia. ¿Por qué? Es probable que el Segundo Triunvirato no estuviera preparado para acometer semejantes tareas. No bien se hicieron cargo del gobierno los triunviros comenzaron a pelearse entre sí. Se produjo una grieta entre Paso y los triunviros restantes. Los enconos personales y el espíritu faccioso, fogoneado por el inteligente y ambicioso Carlos de Alvear, se apoderaron también de la Logia Lautaro, la institución que San Martín había creado precisamente para garantizar un proceso de toma de decisiones acorde con la relevancia del momento histórico que se estaba viviendo. Alvear logró imponer su lógica: la Logia se dividió y la propia Asamblea, envenenada por el espíritu de facción, terminó siendo funcional a las ambiciones de Alvear.

El plan de Alvear estaba dando sus frutos. Todos los planetas se estaban alineando en su favor. La suma del poder público estaba al alcance de su mano. En el plano militar, 1813 se le presentaba muy favorable. Belgrano tenía la esperanza de avanzar sobre Lima (Alto Perú) y promover una insurrección para demoler al ejército realista. Sus planes volaron por los aires al ser derrotado en Vilcapugio el 1 de octubre y en Ayohuma el 14 de noviembre. Esta última derrota, un desastre, en realidad, enfrió el espíritu independentista de la Asamblea y el gobierno, que inmediatamente le solicitó a Sarratea que convenciera al gobierno inglés para que hiciera de mediador entre las provincias del Río de la Plata y el imperio español. En el plano militar Belgrano fue reemplazado por San Martín en el comando de las alicaídas tropas. Quien más festejó este nombramiento fue Carlos de Alvear ya que sin la presencia del gran militar, con quien mantenía diferencias políticas, la Logia quedaría en sus manos.

Gervasio Antonio de Posadas, el primer dictador. La sombra de Carlos de Alvear

La influencia de Alvear quedó plenamente de manifiesto en el proceso político que derivó en la designación de Antonio de Posadas como nuevo jefe de gobierno. La precaria situación militar convenció a la dirigencia política de concentrar el ejercicio del poder en una sola persona. El 22 de enero de 1814 asumió, pues, como Director Supremo el primer dictador de nuestra dramática y fascinante historia.

¿Qué sucedía en el frente externo? En el norte San Martín, escoltado por Belgrano, consolidaba su posición. Mientras tanto, Sarratea no hacía otra cosa que boicotear el proceso emancipatorio al entrevistarse con lord Strangford proponiéndole lisa y llanamente la reconciliación con España. “Aquí no ha pasado nada”, era su lema. ¿Por qué Sarratea actuó de esa manera? ¿Era consciente de que estaba traicionando los ideales de Mayo? Una vez más quedó en evidencia que el miedo es una fuerza espiritual demoledora capaz de derribar una montaña como el Everest. En efecto, la derrota del ejército en el norte y, fundamentalmente, una Montevideo reforzada militarmente, hizo cundir el pánico en un sector del gobierno criollo. Si los españoles triunfaban, lo que, según la mirada de este sector, era altamente probable, seguramente harían tronar el escarmiento. En otros términos: tuvieron miedo de que los fusilaran. Resulta, por ende, entendible la pretensión del gobierno de rogarle a Gran Bretaña para que intercediera ante España. Los criollos querían que España respetara su autonomía dentro de la órbita de dominio de aquélla, lo que a todas luces era algo absolutamente contradictorio. Pero al final primó el realismo político. El gobierno llegó a la conclusión de que sólo demostrando fortaleza, fundamentalmente en lo militar, lograría obtener algún rédito de la mediación. Aplicaron aquella famosa frase atribuida al histórico dirigente gremial Augusto Timoteo “Lobo” Vandor: primero pegar, luego negociar. Es por ello que se decidió hacer lo imposible por terminar de una vez por todas con el dominio español sobre Montevideo. Este objetivo fue bendecido por quienes todavía seguían creyendo en el ideal independentista. España logró lo que aparentaba ser un imposible: unir al gobierno criollo.

La situación de la Banda Oriental era harto delicada. En enero de 1814 Artigas, opuesto al gobierno central, tomó la decisión de abandonar el sitio de Montevideo. El vacío dejado por el caudillo fue cubierto por una escuadrilla naval al mando de Guillermo Brown que, luego del triunfo obtenido en Martín García, restableció el bloqueo sobre el puerto de Montevideo. Era evidente, salvo que se produjera un milagro-la llegada de una fuerza militar española para restablecer el orden-que el destino de la Banda Oriental estaba sellado. En ese contexto Alvear pensó que era el momento oportuno para lucirse en el terreno militar. Para ello era fundamental que Posadas lo nombrara jefe del ejército sitiador de Montevideo. Posadas era consciente de que no podía negarle semejante favor a quien lo había puesto en semejante cargo. En política, los favores exigen las retribuciones correspondientes. Para retribuirle a Alvear semejante favor no tuvo más remedio que ascender a Rondeau a la cúspide de la jerarquía militar y enviarlo al norte en reemplazo nada más y nada menos que de San Martín. Se vio obligado, pues, a pedir su relevo y lo justificó alegando la precaria salud del gran militar (hace años que una úlcera venía deteriorando su salud). Luego designó a Alvear jefe del ejército sitiador de Montevideo. Era el trampolín que necesitaba para arribar a lo más alto: el cargo de Director Supremo. Con 26 años Carlos de Alvear asumió el mando el 17 de mayo de 1814 justo cuando la fuerza naval de Brown pulverizaba a la escuadrilla española. El momento no podía ser más oportuno para ese joven de ambiciones sin límites. Un mes después un agobiado Vigodet capitulaba. Según lo estipulado en la capitulación Montevideo fue entregada-como si fuera un botín de guerra-a Buenos Aires, siempre y cuando el gobierno criollo reconociera la autoridad de Fernando VII, que acababa de reasumir en España. Rápido de reflejos Carlos de Alvear, tomándose atribuciones que le correspondían a Posadas, aceptó la cláusula. Y luego de entregada la plaza el 22 de junio, consideró que, dado que Vigodet no había ratificado la capitulación, Montevideo se había rendido de manera incondicional. Ya actuaba como Director Supremo.

Las noticias que llegaban de España ennegrecieron el clima de fiesta provocado por el triunfo de Montevideo. El colapso del imperio napoleónico y el fin del cautiverio del monarca Fernando VII habían modificado radicalmente el escenario internacional. Libre del yugo francés España recuperaba su libertad de acción respecto a sus colonias. El Río de la Plata podía caer otra vez en sus manos. El gobierno nacional aguardaba la llegada de una poderosa flota española, que consideraba inminente. La tensión e incertidumbre reinantes podían cortarse con una tijera. Estaba en juego el futuro del proceso revolucionario iniciado el 25 de mayo de 1810. A su vez, Lord Strangford se esmeraba, desde Río de Janeiro, de ejecutar una guerra de acción psicológica sobre los criollos con el objetivo de que bajaran los brazos. En Buenos Aires se produjo un quiebre en la opinión pública o, si se prefiere, una grieta. En esta vereda estaban aquellos que no dudaban en arriesgarlo todo con tal de mantener incólume el espíritu independentista. En la vereda de enfrente estaban aquellos que consideraban que ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos lo sensato era negociar con España la vida de todos los criollos. No es difícil imaginar lo difícil que debe haber sido para Posadas el haberse tenido que enfrentar a semejante disyuntiva. Desde Londres Sarratea comenzó a hacer campaña por Fernando VII mientras que la Asamblea consideró que lo más aconsejable era adecuarse al nuevo escenario internacional. Los seguidores de Alvear y genuinos patriotas como Moldes apoyaron esta tesitura. Finalmente la Asamblea autorizó a Posadas a entablar negociaciones con la Corte española y cuando expiraba 1814 Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia viajaron a España en calidad de representantes de la Asamblea.

Mientras tanto la influencia de Artigas se extendía por las provincias de Corrientes, Entre Ríos y Santa fe enarbolando la bandera de la república y la federación. El caudillo oriental se había transformado en un serio problema para Posadas. En Chile los revolucionarios eran aniquilados por los realistas y sus jefes hallaron refugio en nuestro territorio. Las tropas criollas se oponían tenazmente a ser conducidas por Alvear. Lo que seguramente no alcanzaron a percibir fue que el Director Supremo, demostrando una hábil cintura política, consideraba que una victoria en el norte liderada por Alvear era beneficiosa tanto para profundizar el proceso independentista como para negociar en una posición de fuerza con España. Lo cierto es que Alvear no estaba en condiciones de hacerse cargo de las tropas conducidas hasta hace poco por Rondeau. Y ello por una simple y contundente razón: carecía de autoridad para ejercer ese cargo. No debe haber sido fácil para alguien tan ambicioso y orgulloso reconocerlo. Pero como dice el refrán “no hay mal que por bien no venga” ese hecho le permitió a Alvear obtener en poco tiempo el premio que tanto anhelaba. Cansado de tantos infortunios y de la presión de la Logia, en los primeros días de enero de 1815 Posadas renunció al cargo. El sucesor fue Alvear. Fue la manera elegida por Posadas para retribuirle numerosos favores. Así concluían los cinco años transcurridos a partir del 25 de mayo de 1810. “Si se vuelve la mirada”, concluyen Floria y García Belsunce, “sobre lo ocurrido entre mayo de 1810 y enero de 1815 se ve que la revolución había pasado por una sucesión de crisis políticas a través de las cuales se había delineado una clara aspiración de independencia, que a último momento flaqueó como consecuencia de la situación internacional y del agotamiento de los dirigentes. En el trasfondo de este proceso se advierte la ausencia de hombres con experiencia en la cosa pública, y de personalidades de alto vuelo político, de verdaderos estadistas, capaces de definir un rumbo político definido para la resolución y de concentrarlo a través de un programa de gobierno coherente” (1). Este párrafo se adecua perfectamente a la Argentina de julio de 2020.

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 356.

Bibliografía básica

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