Por Hernán Andrés Kruse.-

El feroz asesinato de Arturo Mor Roig

En su edición del día de la fecha (18/7) Infobae publicó un artículo de Juan Bautista Tata Yofre que rememora un luctuoso hecho que conmocionó al país. El 15 de julio de 1974 Montoneros ejecutó a Arturo Mor Roig, histórico dirigente radical que presidió la Cámara de Diputados durante el gobierno de Illia y que fue ministro del Interior de Lanusse entre 1971 y 1973. La Orga lo había sentenciado a muerte en venganza por los fusilamientos de un grupo de guerrilleros en la ciudad de Trelew en 1972. Mor Roig fue el dirigente político que organizó la apertura política propiciada por Lanusse ante el evidente fracaso de la “Revolución Argentina”. Lanusse lo consideraba un hombre fundamental para garantizar el éxito de la transición.

El brutal crimen de Mor Roig echó más leña a un fuego que a esa altura era ingobernable. Días más tarde Montoneros dio a conocer un comunicado en el que declaraba que el pueblo era el único heredero de Perón. Con esas palabras la Orga dejó bien en claro que Isabel no la representaba. Al poco tiempo pasó a la clandestinidad, en una de las decisiones más irracionales e responsables de la historia argentina contemporánea. La guerra civil se había instalado en el país.

El 31 de julio fue ejecutado Rodolfo Ortega Peña, un histórico dirigente de la Tendencia. Cuarenta y ocho horas más tarde su amigo Eduardo Luis Duhalde salvó milagrosamente su vida. El 11 de agosto el ERP secuestró al coronel Argentino del Valle Larrabure. Luego de estar en cautiverio en una “Cárcel del Pueblo” durante un año falleció en agosto de 1975. El 19 de septiembre Montoneros secuestró a los hermanos Juan y Jorge Born, por cuya liberación cobraron 60 millones de dólares. Mientras tanto, varios referentes de la cultura se exiliaron amenazados por la AAA: Luis Brandoni, Marta Bianchi, Héctor Alterio, Nacha Guevara, Norman Briski, Horacio Guarany y Mercedes Sosa. El 11 de ese mismo mes fue asesinado el abogado marxista Alfredo Curutchet. El 17, fue asesinado Atilio López, ex gobernador de Córdoba. Dos días más tarde fue ejecutado Julio Troxler, ex jefe de la policía bonaerense durante el gobierno de Cámpora. El 27 la AAA ejecutó al teórico marxista Silvio Frondizi y de manera simultánea fue ultimado junto a su esposa el ex comandante en jefe del ejército chileno en Bs. As. Carlos Prats (fuente: Infobae, 18/7/014).

Seguramente las jóvenes generaciones desconocen la violencia que imperó durante el tercer gobierno peronista. Sería por demás aconsejable que lean los diarios de la época o los múltiples libros y artículos escritos sobre el tema. De esa forma se darán cuenta que la violencia institucionalizada no comenzó el 24 de marzo de 1976 sino en los años anteriores, cuando la vida no valía dos centavos.

A 27 años del salvaje atentado a la AMIA

El 18 de julio de 1994, a media mañana, voló el edificio de la AMIA. Las escenas mostradas por la televisión eran dantescas. Escombros, humo, polvo, heridos, rostros desesperados. Lo peor fue cuando se confirmó el número de víctimas: 85. A ese número hay que agregar un número indeterminado de heridos. El ataque terrorista sacudió profundamente al pueblo, más incluso que el perpetrado en marzo de 1992 contra la embajada de Israel.

A partir de aquel fatídico 18 de julio comenzó la supuesta investigación del atentado. Digo “supuesta” porque hasta el día de hoy no hay nadie condenado, ni los autores materiales ni los autores intelectuales. Se habló de una pista siria, incluso de una conexión local, pero la pista más firme condujo a Irán. A tal punto que los principales sospechosos de haber demolido la AMIA son del país persa. Si hubiera una palabra que sintetice lo acaecido a partir del atentado no cabe duda alguna que es “impunidad”. Hubo, es verdad, condenas para un puñado de miembros de la bonaerense quienes recuperaron la libertad años después. Hay también un señor de apellido Telleldín que mucho tuvo que ver con la tragedia pero cuesta creer que sea el único implicado.

Cuando desapareció la AMIA de la faz de la tierra era presidente de la nación Carlos Menem. No hizo absolutamente nada por esclarecer el hecho. ¿Por qué? Se llevó sus razones a la tumba. Uno puede conjeturar pero lo real y concreto es que la pasividad de Menem en este asunto sigue siendo una incógnita. ¿Tuvo algo que ver su decisión de enviar a la zona del Golfo Pérsico dos buques de guerra cuando estalló el conflicto entre EEUU e Irak? Puede ser. Pero lo terrible es que imitaron su pasividad De la Rúa y Eduardo Duhalde. Con Néstor Kirchner pareció que cambiaba el panorama al designar al doctor Alberto Nisman como investigador del atentado, pero con el tiempo quedó en evidencia su escasa decisión para cumplir semejante tarea.

La decisión más relevante fue tomada por Cristina Kirchner en 2013 que se materializó en el Memorándum de Entendimiento con Irán. La oposición la acusó de encubrimiento, al igual que algunos referentes del peronismo como Alberto Fernández. Cabe remarcar que el Memorándum contó con respaldo parlamentario tal como lo estipula la constitución. Sin embargo, hubo quienes la acusaron de traición a la patria. Según Cristina quien siempre ha estado detrás de esta acusación ha sido la famosa “mesa judicial” apadrinada por el ex presidente Macri.

Pasaron 27 años del ataque contra la AMIA. Hace casi tres décadas que los familiares de las víctimas esperan justicia. En todo este tiempo fueron testigos de la incapacidad del sistema político y judicial argentino para encontrar a los responsables. A esta altura no cabe duda alguna que en nuestro país hay quienes saben perfectamente su identidad. Evidentemente las complicidades se multiplican por doquier. Es imposible que una célula extremista cometa semejante ataque si no cuenta con apoyo logístico autóctono. ¿Se sabrá algún día la verdad? Temo que no. Si en casi tres décadas se avanzó poco y nada, no cabe ser optimista respecto al futuro. La justicia, una vez más, brillará por su ausencia.

La Argentina al desnudo

Ayer (viernes 16) Constitución fue escenario de la enésima protesta de trabajadores tercerizados. El método elegido fue el de siempre: tomar por asalto las vías a escasos metros de la entrada y salida de la popular estación. El resultado fue el esperado: largas colas de gente esperando con una paciencia granítica el fin del “acampe”. La espera duró varias horas mientras la estación permanecía cerrada. Finalmente, el hartazgo impuso condiciones y un grupo de enardecidos trabajadores que sólo querían llegar a sus respectivos domicilios, rompieron una reja y entraron de prepo al hall de la estación. Horas más tarde se normalizó el servicio de trenes. Seguramente el Covid-19 se hizo un festín porque nadie respetó el distanciamiento social ni el uso del barbijo.

Las escenas que transmitió la televisión fueron sencillamente dantescas pero, en lo personal, lo que más me impresionó fue el corto diálogo entre un periodista apostado en el hall y un trabajador. Ante la pregunta que le formuló el cronista sobre lo que estaba sucediendo el trabajador respondió: “estoy resignado”. Fue la confesión de un estado de ánimo generalizado. La sociedad está acostumbrada a semejantes destratos. Porque todos los días, desde hace décadas, los trabajadores que utilizan el tren como medio de transporte viajan hacinados tanto a la ida como a la vuelta. Lo mismo cabe acotar respecto a las personas que utilizan los colectivos y los subtes.

Pero lo de ayer fue diferente. Hubo un evidente intento de perturbar la paz social de parte de un puñado de trabajadores que cometieron un delito federal. Pero el problema no se reduce a este comportamiento al margen de la ley. ¿Por qué el gobierno no hizo nada por impedir el estallido del conflicto? Ayer a la noche lo escuché al Pollo Sobrero y manifestó muy enojado que el Ministro de Trabajo se cruzó de brazos, en una actitud rayana en la negligencia. Como no es la primera vez que tienen lugar semejantes atropellos al derecho de los trabajadores de retornar a sus hogares como corresponde, uno tiene todo el derecho del mundo a suponer que hay quienes intentan sembrar el caos y la violencia. Porque como bien señaló Sobrero lo de ayer fue un nuevo episodio de una lucha entre pobres. Por un lado, los trabajadores que quieren volver a casa; por el otro, los trabajadores tercerizados que luchan por sus reivindicaciones.

Cada día se vive peor en la Argentina. La gente está angustiada, atemorizada. La economía y la pandemia la azotan sin piedad. Ante semejante panorama el presidente de la nación nada hace por apaciguar los ánimos. Por el contrario, se esmera por echar más leña al fuego. Cree que profundizando la grieta tendrá más chances de ganar en las urnas. Cree que aplicando el más puro cristinismo vencerá a la oposición. Quizá no tenga, a esta altura de los acontecimientos, otra opción. Albert Fernández perdió una oportunidad histórica el año pasado de apoyarse en su altísima imagen positiva para ser un buen presidente. Como siempre ha sucedido con aquellos presidentes que tuvieron en sus manos la posibilidad de hacer la diferencia, Alberto Fernández no se atrevió a hacerlo. Pasó con Menem en 1995, con De la Rúa en 1999, con Cristina en 2011 y con Macri en 2015.

100.000

Ayer (miércoles 14) finalmente la cifra de fallecidos por el Covid-19 superó la barrera de los 100 mil. Todo parece indicar que, lamentablemente, la tragedia no terminó. En consecuencia, en las semanas venideras habrá más muertes. El gobierno no debe haberse sorprendido por este número. No fue casualidad el homenaje que le hizo a las víctimas de la pandemia en el Centro Cultural Kirchner hace unas semanas. Seguramente el presidente ya tenía la información precisa sobre la inminencia del número aterrador. También la tenían, seguramente, la oposición y los grandes medios de comunicación.

¿Qué se puede agregar a todo lo que se viene diciendo sobre esta tragedia? El gran responsable es, qué duda cabe, el gobierno nacional. A comienzos de la pandemia Alberto Fernández justificó la cuarentena total enfatizando que prefería un aumento del 10% de la pobreza antes que 100 mil muertos. Pues bien, hoy ambas metas fueron logradas. Es cierto que resulta fácil hablar con el diario del lunes pero emerge en toda su magnitud el fracaso del gobierno en materia sanitaria. El presidente cometió desde el principio yerros garrafales. El más notorio fue exclamar ante el mundo que Argentina se había convertido en el ejemplo a seguir por el resto de los países. En una de sus tantas conferencias de prensa llegó a azuzar nada más y nada menos que a Suecia. “Gracias al encierro total no somos como Suecia”, afirmó en una oportunidad. Sería bueno que se supiera quién o quiénes le aconsejaron que dijera semejante barbaridad. Porque lo real y concreto es que nos hizo quedar en ridículo. Recuerdo que desde el gobierno sueco le dijeron, a manera de réplica, que la lucha contra el Covid-19 recién comenzaba y que no había que festejar por adelantado. Los hechos le dieron la razón al país nórdico.

Lo más increíble de esta tragedia es que nadie del gobierno piensa hacerse responsable del fracaso de la lucha contra la pandemia. El único que pagó los platos rotos fue González García pero no por el desastre sanitario sino porque Verbitsky prendió el ventilador haciendo público el escándalo del vacunatorio vip. Pero Ginés, que es médico, en ningún momento demostró estar al menos compungido por la tragedia. Todo lo contrario. En las últimas semanas se lo vio paseando tranquilamente por las calles madrileñas. Por su parte, ayer el presidente y su gabinete optaron por el silencio. ¿No era el momento ideal para que Alberto Fernández se valiera de la cadena nacional para reconocer sus errores y pedirle perdón al pueblo? Lamentablemente, ese gesto de hombría hubiera significado para el FdT un acto de cobardía, de claudicación, de debilidad política.

Por su parte, la oposición aprovechó el momento para descerrajar munición gruesa contra el oficialismo. Fue una lamentable demostración de oportunismo político. Lo mismo cabe decir respecto a los medios de comunicación enfrentados con el gobierno. Dio toda la sensación de que estaban esperando la noticia trágica desde hacía varios días para embestir contra el FdT. Hubo periodistas que simulando dolor y tristeza no tuvieron inconveniente alguno en entrevistar a conspicuos referentes de la oposición, quienes hablaron de política como si la pandemia no existiera.

Mientras tanto el Covid-10 continúa cobrándose vidas de compatriotas…

La renuncia de Héctor Cámpora

El 13 de julio de 1973 el entonces presidente Héctor Cámpora presentó su renuncia a la presidencia de la nación. Ese día terminó la experiencia camporista en el poder, una experiencia que duró exactamente 49 días. Fueron días traumáticos e intensos que pusieron en evidencia la guerra interna que había estallado en el seno del peronismo.

Promediando 1972 el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse era consciente de que el régimen militar no daba para más. En consecuencia, no había otro camino que el retorno a la democracia. Sin embargo, Lanusse exigió que el candidato del peronismo no fuera Juan domingo Perón. Para evitar su candidatura exigió que aquellos candidatos que se presenten a la elección de marzo de 1973 debían tener una residencia fija en nuestro país. Fue entonces cuando Perón regresó momentáneamente a la Argentina el 17 de noviembre de aquel año para bendecir la fórmula del Frente Justicialista de Liberación Nacional integrada por Héctor Cámpora y el conservador popular Vicente Solano Lima. A partir de entonces se hizo popular el slogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, dando a entender que Cámpora quedaba reducido a la condición de títere del general.

¿Fue realmente así? Leyendo los interesantes aportes de Juan Bautista Tata Yofre, un dirigente muy informado, se puede concluir que a Perón le disgustaba sobremanera el gobierno de Cámpora. Da toda la sensación de que “El tío” había decidido cortarse solo con el apoyo de la poderosa Juventud Peronista, cuya columna vertebral eran los montoneros. Fue la primera y única vez en la historia que la izquierda revolucionaria llegó a la Casa Rosada. Para Montoneros había llegado la hora de imponer en el país el socialismo nacional, lo que estaba en las antípodas del peronismo histórico. Para Firmenich y compañía el problema tenía solución: debía existir una suerte de cogobierno ejercido por Montoneros y el propio Perón. José Pablo Feinmann lo analiza de manera brillante en uno de sus libros dedicados a la filosofía política del peronismo. Vale decir que para la izquierda peronista al creador del peronismo no le quedaba más remedio que acatar las reglas de juego impuestas por la Orga. Queda en evidencia que en este esquema de poder Cámpora no era más que un instrumento de los montoneros.

Como bien lo cuenta Yofre en los meses previos al retorno definitivo de Perón a la Argentina, la relación entre el general y Cámpora se resquebrajó por completo. Finalmente, el 20 de junio la olla a presión estalló por los aires. El aeropuerto de Ezeiza fue escenario de un feroz enfrentamiento entre la izquierda y la derecha del peronismo. Hubo numerosos muertos e incontables heridos. A horas de su arribo al país Perón condenó públicamente los hechos acaecidos en ese lugar. Finalmente, tomó la decisión que evidentemente sorprendió a la JP: su gobierno se apoyaría en el peronismo conservador, especialmente en el movimiento obrero organizado. Era el triunfo de López Rega y de Rucci. Ante semejante escenario Cámpora presentó la renuncia el 13 de julio. El camporismo era historia. Asumió como presidente interino Raúl Lastiri, quien era, además de presidente de la Cámara de Diputados, yerno del poderoso ministro de Bienestar Social José López Rega.

La ruptura era definitiva. No había retorno posible. La izquierda peronista se sintió usada y traicionada por el general. Fue entonces cuando Firmenich y compañía tomaron una decisión irracional: le declararon la guerra al peronismo gobernante. El 23 de septiembre la fórmula Perón-Perón arrasó en las urnas. Dos días más tarde un comando montonero asesinaba a Rucci. Perón no perdonó semejante afrenta. A partir de entonces los cadáveres acribillados a balazos comenzaron a apilarse a diario. La guerra civil era un hecho.

Fútbol y miserias humanas

La obtención de la Copa América por parte de la albiceleste puso en evidencia todas nuestras miserias humanas.

Antes de comenzar el torneo nadie daba dos centavos por el equipo. El periodismo deportivo coincidía en señalar los nulos antecedentes de Lionel Scaloni para ser técnico del seleccionado. Como el equipo no demostraba un buen nivel se transformaba en un fácil blanco de los misiles dirigidos desde poderosos programas de fútbol. El primer partido de la selección en el torneo celebrado finalmente en Brasil terminó 1 a 1. El rival fue Chile. Las críticas fueron muy duras. Para colmo Brasil le había ganado al trote a Venezuela 3 a 0. Las opiniones eran coincidentes: Brasil está dos escalones por encima de la Argentina. La conclusión era obvia: el anfitrión levantaría la copa sin problemas.

El próximo rival fue Uruguay, en los papeles un hueso duro de roer. Sin embargo, la selección le ganó 1 a 0 sin sufrir mayores sobresaltos. Fue evidente que en ambos partidos el equipo jugaba mejor en el primer tiempo que en el segundo. Es obvio, bramaba el periodismo deportivo, que la selección no sabe cerrar los partidos. Luego llegó el turno de Paraguay, un equipo que siempre exigió a la Argentina. Tal como sucedió con el equipo celeste la selección anotó un gol de entrada y luego conservó la ventaja hasta el final. La crítica fue la misma: el equipo baja mucho su rendimiento en el segundo tiempo. El partido contra Bolivia no resiste el menor análisis porque fue un entrenamiento.

De esa forma, casi sin despeinarse, el equipo de Scaloni pasó de ronda. En los cuartos de final jugó contra Ecuador. El resultado no admitió ninguna duda: 3 a 0. Fue entonces cuando el periodismo deportivo comenzó a cambiar de postura. La selección había logrado clasificarse para la semifinal lo que le permitió sacar chapa de candidato a obtener el título. El partido contra Colombia fue muy duro. Afortunadamente, en la definición por penales apareció el arquero Dibu Martínez para salvar a la albiceleste. Las dudas del principio desaparecieron como por arte de magia. Martínez pasó de un día para el otro a la categoría de prócer del fútbol argentino, casi a la par del Pato Fillol. El periodismo deportivo no tuvo más remedio que guardar en un cajón la obscena operación política que había puesto en marcha para intentar desplazar a Scaloni y reemplazarlo por Gallardo.

La final fue, como se preveía, contra Brasil. El único gol lo anotó Di María en el primer tiempo. Cuando el árbitro dio por terminado el partido Messi y Di María ingresaron al Olimpo del fútbol. De golpe el periodismo deportivo se olvidó de todo lo que había criticado al mejor jugador del mundo durante los años de sequía. Lo mismo cabe acotar respecto a Di María. De ser considerados unos fracasados, de acusarlos de no sentir la camiseta nacional, pasaron a ser los emblemas de la valentía y el orgullo deportivo. También desaparecieron como por arte de magia las críticas a Scaloni y a su cuerpo técnico. En 90 minutos el equipo dejó de ser aquel rejuntado de timoratos y perdedores para ser un equipo con una granítica mentalidad ganadora.

Con la coronación del equipo miles de hinchas salieron a la calle para festejar de manera alocada e irresponsable. Lo único que les importaba era expresar su alegría. La tragedia del coronavirus había caído en una escalofriante intrascendencia . Lo que aconteció el sábado a la noche y durante el domingo lejos estuvo de ser una novedad. Cada vez que la selección salió campeona gran parte del pueblo se sintió ganador, se consideró partícipe de ese logro. Sucedió en 1990, 1986 y 1978. También sucedió lo mismo a nivel mediático: tanto ahora como en los años recién mencionados gracias a la selección el país ocupó al día siguiente la portada de los principales diarios del mundo. Ello demuestra que para el mundo seguimos siendo relevantes gracias al fútbol.

El Maracanazo puso en evidencia todas nuestras miserias morales, tal como hicieron en su momento Los Mundiales de Italia 90, México 86 y Argentina 78. Como sentenció Eduardo Galeano el fútbol es el opio de los pueblos. Y creo que lo seguirá siendo por mucho tiempo.

¿Cae el castrismo?

El mundo celebró alborozado la revolución encabezada por Fidel Castro en la isla de Cuba. Fue en aquel lejano 1959. El anterior presidente, el militar Fulgencio Batista, había asaltado el poder en 1952. Durante su presidencia estrechó lazos con la mafia, especialmente con Lucky Luciano y Meyer Lanski, y se transformó en un niño mimado del presidente norteamericano Eisenhower. El vínculo de Batista con el crimen organizado quedó reflejado en la segunda película de Coppola sobre la vida de Michael Corleone, interpretado por Al Pacino.

Cuando Fidel Castro asumió el poder la opinión era coincidente: por fin comenzaría a regir en Cuba un régimen de libertad, paz y prosperidad. No lo entendió de esa manera Eisenhower quien en 1960 impuso en férreo bloqueo comercial que dura hasta nuestros días. Lamentablemente, con el correr de los años la revolución castrista dejó al descubierto su verdadero rostro: una autocracia totalitaria apadrinada por la Unión Soviética. Fidel Castro, dueño de un carisma y una inteligencia superlativos, se adueñó de la isla y de la vida de los cubanos. Ello explica las continuas oleadas de cubanos que, de manera desesperada, cruzaban el Atlántico para llegar al estado de Florida. Otra gran película dirigida por Brian De Palma y protagonizada por Al Pacino-Scarface-refleja ese drama.

Fidel Castro jamás toleró los derechos y garantías del hombre. Las “elecciones” que tenían lugar eran plebiscitos cuyo resultado se sabía de antemano. Fue el emblema del totalitarismo stalinista en territorio americano. Pero también fue el modelo a seguir por la izquierda latinoamericana, especialmente los grupos guerrilleros que contaron con la bendición de Fidel. El castrismo se transformó en el símbolo del antiimperialismo norteamericano y de la independencia de los pueblos de este continente. Fue aclamado y vitoreado por millones de latinoamericanos durante décadas.

Lo real y concreto es que Fidel Castro fue un monarca absoluto. Su palabra era un dogma revelado. Nadie podía cuestionarlo. Quien osaba hacerlo sufría severos castigos. Nadie podía hacerle sombra. El caso más notorio fue el de Ernesto Che Guevara, el famoso médico y guerrillero argentino que tenía peso propio dentro del castrismo. En 1967 la CIA lo fusiló en territorio boliviano. No creo que Castro derramara lágrimas al enterarse de la noticia.

Luego de su muerte Fidel Castro fue sustituido por su hermano Raúl. Bajo su presidencia se produjo una “flexibilización” del régimen y en 2014 tuvo lugar un hecho histórico: el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos. En abril de este año se alejó del poder y fue reemplazado por Miguel Díaz-Canel. De manera sorpresiva desde hace unos días viene teniendo lugar un hecho inédito en la isla: miles de cubanos salieron a la calle a protestar contra el régimen. La reacción del gobierno fue la prevista: ordenó a su guardia pretoriana a restablecer el “orden”. Sin embargo, las protestas continúan. La pregunta central es la siguiente: ¿son protestas circunstanciales o, por el contrario, estamos en presencia del comienzo de una rebelión que podría provocar un acontecimiento histórico: la caída del castrismo? Creo que en estos momentos nadie está en condiciones de prever lo que sucederá en la isla a partir de ahora, no siquiera los propios cubanos.

La raíz de nuestra decadencia

La Argentina es un país en decadencia. Duele reconocerlo. Desde hace décadas que la calidad de vida del pueblo viene descendiendo a pasos agigantados. Cada vez que asume un nuevo gobierno promete terminar de una vez por todas con todos los problemas que nos agobian. Cuando le toca irse los problemas no sólo no fueron solucionados sino que se agravaron. ¿Por qué cada día nos hundimos más en la ciénaga? Mucho se ha escrito sobre este tema tan relevante. Sin embargo, quisiera destacar el artículo del profesor Guillermo Wierzba publicado este domingo por el Cohete a la luna titulado “Dos proclamas”. Lo destaco por su claridad conceptual y por su enorme poder didáctico. Cabe aclarar que Wierzba escribe desde su postura ideológica, claramente identificada con el kirchnerismo.

El autor compara las dos proclamas que tomaron estado público el pasado 9 de julio. Una pertenece a la Mesa de Enlace. La otra, a un colectivo integrado por gremialistas, músicos, actores, intelectuales, dirigentes sociales, etc., identificados, en mayo o menor medida, con el gobierno nacional. Wierzba denomina “liberal” a la primera proclama y “nacional y popular” a la segunda. Lo más relevante del escrito es su conclusión. Wierzba es terminante: “Como se ve, dos visiones del país y dos concepciones del mundo, antagónicas y excluyentes”. Ello significa que la existencia de una visión del país sólo es posible si la otra desaparece. No hay lugar, por ende, para una convivencia civilizada entre ambas. Este enfoque no sólo es compartido por los defensores de la proclama “nacional y popular” sino también por los defensores de la proclama “liberal”. En consecuencia, estamos en presencia de dos sectores de la sociedad que se ven como enemigos.

La pregunta que cabe formular es la siguiente: ¿es posible hablar de nación Argentina en este escenario? La respuesta es obvia. No lo es. Me viene a la memoria aquel notable ensayo de Ernest Renan pronunciado en la Sorbona en el siglo XIX sobre el concepto de nación. Así definía a la nación: “Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano: Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que sois, es en su simplicidad el himno abreviado de toda patria. En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo programa que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: haber sufrido juntos; sí, el sufrimiento en común une más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; porque imponen deberes; piden el esfuerzo en común. Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer”.

El párrafo es notable. Para que exista una nación sus miembros deben estar de acuerdo en enarbolar ciertos valores, consagrados en un texto constitucional, más allá de sus lógicas diferencias. En la Argentina este acuerdo brilla por su ausencia. Está vigente la constitución de 1853 pero sólo es considerada legítima por el sector “liberal” del país. Para el sector “nacional y popular” dicha constitución es el fiel reflejo de la histórica oligarquía vernácula. Para sus miembros sólo es legítima una constitución que refleje, precisamente, los valores del modelo “nacional y popular”. Wierzba no la nombra pero evidentemente está pensando en la constitución de 1949 que respondía al modelo instaurado por Perón en 1946. Obviamente, para el sector “liberal” dicha constitución es papel higiénico.

He aquí la raíz de nuestra decadencia. Porque es absolutamente imposible reconstruir el país si previamente no hay un consenso básico sobre las reglas de juego básicas que deben servir de sustento al modelo de país elegido. Expresado en otros términos: es imposible reconstruir el país si previamente no existe una nación en el sentido dado por Renan. La tragedia es que por el momento este paso previo es de imposible realización. Lo es precisamente por las razones dadas por Wierzba en su artículo. Es imposible hablar de nación si hay dos modelos de país antagónicos y excluyentes. Es entonces cuando surge la pregunta central: ¿qué hacer entonces? La respuesta sería la siguiente: encontrar el mecanismo que conduzca a una constitución aceptada por ambos grupos. Pero como ninguno quiere ceder se trata de una misión imposible. A raíz de ello, lo más probable es que en las próximas décadas se profundice este antagonismo hasta que alguien-me refiero a un estadista de la dimensión de un Churchill, por ejemplo- proclame a viva voz que así no se puede continuar, o bien hasta que este duelo finalmente se resuelva por las malas. Quiera Dios que esta última opción no se dé.

28 años después la selección nacional gritó ¡campeón!

La última vez que pudimos celebrar un campeonato de la selección fue en aquella lejana Copa América de 1993. El equipo conducido por el Coco Basile le ganó a la selección azteca 2 a 1. La albiceleste venía de ganar la Copa América de 1991, de salir subcampeona en el mundial de Italia en 1990 y de salir campeona en el mundial de 1986 de la mano de Diego Maradona. Todo hacía suponer que continuaríamos festejando campeonatos durante varios años más. Increíblemente, aquella imagen de Ruggeri levantando la copa en Ecuador recién pudo ser imitada hace unas horas por Lionel Messi en el mítico Maracaná de Río de Janeiro. Pasaron nada más y nada menos que 28 años.

Lo notable es que el campeonato se logró de la manera menos pensada. La albiceleste, conducida por Gerardo Martino, había perdido dos finales consecutivas frente al mismo rival-Chile-en 2015 y 2016. Dos años más tarde, el equipo fracasó estruendosamente en el mundial celebrado en Rusia. Luego de la lógica renuncia de Sampaoli la dirección técnica cayó en manos de Scaloni, secundado por verdaderos pesos pesados como Roberto Ayala, Walter Samuel y Pablo Aimar. Hasta la consagración de ayer el periodismo deportivo sembró muchas dudas respecto a la capacidad del técnico para dirigir al seleccionado. Se trata de un primerizo, fue el argumento esgrimido. La victoria sobre Brasil enterró definitivamente esas dudas.

Esta Copa América debía celebrarse en Colombia y Argentina, pero por motivos políticos (Colombia) y sanitarios (Argentina), la competencia se trasladó a Brasil, un país tan jaqueado como Argentina por el coronavirus. Pero como el negocio del fútbol es más importante que la salud, la Conmebol dio el visto bueno. Argentina debutó contra Chile. Fue un partido muy duro, disputado a cara de perro. Terminó 1 a 1. Luego enfrentó a la selección charrúa. El partido fue favorable para la albiceleste y ganó con justicia 1 a 0. La tan temida dupla ofensiva-Suárez y Cavani-poco pudo hacer frente a la sólida defensa nacional. Luego enfrentó a los guaraníes y nuevamente ganó, con toda justicia, 1 a 0. El partido contra los bolivianos-4 a 1-fue un entrenamiento.

En los cuartos de final enfrentó al seleccionado ecuatoriano dirigido por Gustavo Alfaro. Sus dirigidos ofrecieron una dura resistencia pero finalmente la categoría de los jugadores argentinos impuso condiciones: 3 a 0. En las semifinales la selección enfrentó a Colombia. Fue, a mi entender, el partido más duro. Colombia le jugó de igual a igual durante los 95 minutos-1 a 1- forzando la definición por penales. En ese momento apareció en todo su esplendor el Dibu Martínez, quien atajó tres penales. La final fue, como se preveía, con el anfitrión. La prensa la presentó como el duelo entre Messi y Neymar. A los 20 minutos de partido el ex jugador de Racing Rodrigo De Paul lanzó un extraordinario pelotazo que cayó en los pies de Ángel Di María, quien al enfrentar al arquero del Manchester City definió de emboquillada. De ahí hasta el final del partido Brasil se estrelló contra la muralla albiceleste generando poquísimas situaciones de gol.

Cuando el árbitro uruguayo dio por finalizado el partido la locura se apoderó de los jugadores y el cuerpo técnico. Por fin se gritaba campeón después de tantos años de sequía. Mientras tanto, miles y miles de argentinos salieron a la calle a festejar. Seguramente muchos de ellos festejaron por primera vez una conquista de semejante magnitud. Aunque sea por el fútbol, el pueblo pudo alegrarse durante unas horas. En buena hora.

Murray Rothbard y la moneda controlada (primera parte)

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue un distinguido economista liberal, discípulo de Ludwig Von Mises y uno de los mejores exponentes de la escuela austríaca de economía. Defensor a ultranza de la economía de mercado, fiel devoto del principio liberal “dejar hacer, dejar pasar” y enemigo mortal de todo lo que oliera a intervención estatal, Rothbard dejó como legado intelectual una serie de libros entre los que sobresale “Moneda libre y controlada”, una suerte de Biblia laica para los economistas que consideran al neoliberalismo como la suprema verdad revelada.

El título del libro dice a las claras lo que se propone el autor: hacer una clara y tajante distinción entre la moneda en un régimen en libertad y la intervención estatal en la moneda. En esta oportunidad brindaremos los conceptos fundamentales que brinda Rothbard del régimen económico intervencionista, atentatorio, desde su óptica, de la libertad del hombre. Es altamente recomendable la lectura de esta obra ya que, por un lado, el autor demuestra poseer una formidable capacidad didáctica y, por el otro, sus conceptos son permanentemente expuestos por los ideólogos del orden conservador cada vez que tienen en frente una pantalla de televisión.

A diferencia de lo que acontece con otras organizaciones, sostiene Rothbard, los gobiernos no obtienen sus recursos a través del pago de bienes y servicios. Mientras los individuos privados deben producir y vender aquellos bienes que los otros necesitan, los gobiernos sólo deben preocuparse por encontrar el método más eficaz para expropiar la mayor cantidad de bienes posibles, sin tener en cuenta, obviamente, el consentimiento de sus dueños. En una economía monetaria, los funcionarios desgobierno se apoderan fácilmente de los activos monetarios, utilizando a posteriori el dinero para adquirir bienes y servicios para el aparato estatal o para entregarlo a determinados grupos cercanos al poder en calidad de subsidios. Tal apoderamiento recibe el nombre de “gravación impositiva”. Queda plenamente en evidencia el desagrado que le produce a Rothbard lo que considera es una lisa y llana acción ilegal del estado en perjuicio de los trabajadores.

La aparición de la moneda permitió a los gobernantes crear métodos más sutiles para la expropiación de los recursos del pueblo. Si el gobierno es lo suficientemente astuto para crear dinero de la nada (una falsificación de la moneda), estará en condiciones de producir su propio dinero, sin necesidad, como lo hacen los particulares, de vender servicios o extraer oro. Para Rothbard, esa falsificación es sinónimo de inflación. “Evidentemente, falsificación no es otra cosa que un nuevo nombre para la inflación, una y otras crean nuevo “dinero” que no está sujeto al patrón oro o plata, y ambas funcionan de manera similar. Ahora vemos la razón por la cual los gobiernos son inherentemente inflacionistas: se debe a que la inflación es un medio poderoso y sutil de que el gobierno dispone para apropiarse de los recursos del público; procedimiento cuyo efecto no se advierte inmediatamente y, por eso, no determina reacción dolorosa. Es el más peligroso de todos para gravar impositivamente” (“Moneda libre y controlada”·, edición Fundación Bolsa de Comercio de Buenos Aires, 1979, págs. 90/91). La inflación es la manera más sutil que han encontrado los gobiernos para estafar a los pueblos, sentencia Rothbard.

¿Cómo son los efectos económicos de la inflación? Según Rothbard, deletéreos. Para que este problema sea comprendido cabalmente, el autor comienza por analizar qué sucede cuanto entran en acción unos falsificadores. Si en una economía que dispone de diez mil onzas de oro, los falsificadores introducen en forma clandestina dos mil onzas más, falsificadas, ¡cuáles son los efectos de esta acción? En primer lugar, los falsificadores obtienen ganancias inmediatas. En efecto, luego de tomar este dinero lo emplean para la adquisición de bienes y servicios. A su vez, el nuevo dinero falsificado se abre camino por el sistema económico, haciendo subir los precios. En otras palabras: el nuevo dinero, el de los falsificadores, sólo puede hacer mermar la eficacia de cada dólar. Pero esa merma no se produce repentinamente. Por el contrario, se trata de un lento proceso y la consecuencia, sentencia Rothbard, no es igualitaria, ya que algunos ganan y otros pierden. Todo proceso inflacionario implica que, siempre, hay algunos que se benefician a expensas del resto. “La inflación, pues, no proporciona ningún beneficio social de carácter general; en lugar de eso, lo quehacer es redistribuir la riqueza a favor de los que llegan primero y a expensas de los rezagados en la carrera. En efecto, la inflación es una carrera para tratar de obtener antes que otros el dinero nuevo” (pág. 94). Los rezagados de siempre son los maestros, los asalariados, los jubilados, los que dependen de contratos; todos los que dependen de una cantidad fija de dinero para sobrevivir, en suma.

Pero la destrucción del bolsillo de los trabajadores no es el único efecto nocivo de la inflación. En efecto, la inflación distorsiona la piedra basal de la economía: el cálculo comercial. Rothbard lo explica de la siguiente manera: “Ya que los precios no varían todos de una manera uniforme y con la misma velocidad, se hace muy difícil para el comercio distinguir lo permanente de los transitorio, y apreciar con exactitud las demandas de los consumidores o sus costos de funcionamiento. Por ejemplo, la práctica contable hace figurar el “costo” de algo como activo, equivaliendo a las sumas que la empresa ha debido pagar para obtenerlo. Pero al intervenir la inflación, el costo de reposición de los bienes, cuando quedan desgastados, será muy superior al que está asentado en los libros. El resultado será que los beneficios señalados por la contabilidad comercial exagerarán gravemente la realidad en épocas de inflación hasta el punto de quedar agotado el capital, mientras la apariencia es de que aumenta lo invertido” (pág. 95).

La inflación crea beneficios ilusorios y distorsiona el cálculo económico, con lo cual impide la penalización de las empresas ineficientes y el premio a las empresas eficientes, que son obra del mercado libre. La inflación genera un falso clima de entusiasmo. Casi todas las empresas aparentan prosperar. Además, la calidad del trabajo disminuye porque las personas se desesperan por hacerse ricas rápidamente, en una época donde los precios aumentan continuamente y el esfuerzo serio es objeto de burla. A su vez, la inflación premia a quien fomenta el endeudamiento y castiga a quien ahorra. En períodos inflacionarios, toda suma que es tomada en préstamo será devuelta en dinero de menor valor, de menor poder adquisitivo. “En consecuencia, la inflación rebaja el nivel de vida, precisamente por el hecho de crear una atmósfera de falsa “prosperidad” (pág. 97).

(*) Artículo publicado en el portal rosarino Ser y Sociedad el 15/5/012

El primer presidente de los argentinos (primera parte)

21/5/012 Ser y Sociedad

El 20 de mayo de 1780 nació en Buenos aires Bernardino Rivadavia, considerado el primer presidente que tuvimos los argentinos. Cursó sus primeros estudios en el Real Colegio de San Carlos, pero no los terminó. Durante las invasiones inglesas fue teniente del Tercio de Voluntarios de Galicia y en 1808, el por entonces Virrey Liniers decidió nombrarlo alférez real, nombramiento que fue rechazado por el Cabildo. Durante los álgidos días de la revolución participó en la histórica sesión del 22 de mayo, votando por la deposición de Cisneros.

A partir de entonces Rivadavia comenzó una carrera política que culminaría en la presidencia. La Junta Grander no opinaba bien de él y, bajo la acusación de ser partidario de España, decidió deportarlo a Guardia del Salto. Con la instauración del Primer Triunvirato, símbolo del centralismo porteño, Rivadavia recobró el protagonismo político al ser nombrado Secretario de Guerra. Adquirió notoriedad al ser protagonista activo de hechos traumáticos como la represión del Motín de las Trenzas y el fusilamiento de Álzaga. En octubre de 1812 estalló en Buenos aires una revolución comandada por San Martín, Carlos María de Alvear, Pinto y Ortiz de Ocampo. Su objetivo no era otro que la disolución del Triunvirato y su reemplazo por un segundo Triunvirato. Rivadavia (ideólogo del Primer Triunvirato) fue inmediatamente arrestado y obligado a alejarse de la ciudad. Sin embargo, en 1814 retornó a la política al viajar en compañía de Belgrano en misión diplomática a Europa en representación del gobierno revolucionario del Río de la Plata. En Francia tomó contacto con el filósofo Destutt de Tracy, quien lo introdujo al liberalismo de Constant y al pensamiento de los escritores Balzac y Stendhal, quienes ejercieron una profunda influencia sobre sus ideas. En Londres logró dialogar con el pensador Jeremy Bentham, padre de la filosofía utilitaria, y tradujo sus libros al español.

En 1820 se esfumó en las Provincias Unidas del Río de la Plata todo atisbo de autoridad política. El 20 de junio de ese año murió Manuel Belgrano, en un ambiente dominado por el caos y la violencia. Un año más tarde el general Manuel Rodríguez, a cargo del gobierno de la provincia de Buenos Aires, nombró a Rivadavia Ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores. Se transformó inmediatamente en una suerte de súper ministro y tomó varias decisiones relevantes que pasaron a la historia con el nombre de “reformas rivadavianas”. Sus bases liminares eran “paz, civilización y progreso”. Rivadavia estaba convencido de que la única manera de sacar al país del atraso era instaurando un gobierno republicano representativo, y para ello era indispensable institucionalizar continuamente. Nutrido del liberalismo de Constant y Bentham, creía con firmeza que la propiedad y la seguridad estaban íntimamente vinculadas con la libertad. Su ética política estaba en sintonía con el utilitarismo de Bentham, con quien mantenía una activa correspondencia. Profesaba la fe católica pero eral al igual que muchos de sus contemporáneos, profundamente regalista. Además, su moral era muy rígida y su temperamento era volcánico. Siempre tenía a Europa en el horizonte y le dolía ver el atraso que aquejaba a su patria. Entonces, decidió que la única manera de acercar a las Provincias Unidas a Europa era a través de un profundo proceso de reformas.

La reforma rivadaviana apuntaba a asegurar el desarrollo de la provincia de Buenos aires a través de inversiones de capitales extranjeros. Rivadavia estaba obsesionado con los problemas económico-financieros. En 1º822 decidió la creación de la bolsa Mercantil y el Banco de Descuentos, cuyo objetivo era sustituir a la fundida y desacreditada Caja Nacional de Fondos, creada por Pueyrredón. En el directorio del banco convivieron los intereses vernáculos (Anchorena, Castro, Lezica, Riglos y Aguirre) con los de los comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires (Cartwright, Brittain y Montgomery). Además de sus acciones, el banco estaba autorizado a emitir billetes. En un momento dado, las necesidades públicas obligaron a una continua emisión que provocó su colapso, siendo reemplazado por el Banco Nacional. Lamentablemente, la guerra con el Brasil provocó nuevas emisiones que lo arruinaron definitivamente.

Mientras tanto, el gobierno se anotaba una gran victoria a nivel internacional. En abril de 1821, el rey de Portugal y Brasil reconoció la independencia de las Provincias Unidas. Un año más tarde, lo hicieron los Estados Unidos. Finalmente, a fines de 1823, lo hirvieron los británicos. El reconocimiento inglés se produjo luego de la fuerte presión de los círculos comerciales de Londres, que estaban por demás interesados en ampliar sus vínculos económicos en Sudamérica. Junto al reconocimiento político hubo una normalización de las relaciones comerciales entre ambos estados. Rivadavia y Parish, cónsul inglés, trataron de firmar un tratado comercial, pero Gran Bretaña manifestaba su preocupación por la ausencia en estas tierras de un gobierno central con quien negociar. Ello explica por qué el gobierno de Buenos Aires procuró lograr la constitución de un gobierno central común a todas las Provincias Unidas. En enero de 1825 fue dictada la ley que creaba el Poder ejecutivo Nacional y en febrero de 1826 se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con los ingleses. Este tratado era el símbolo del liberalismo económico, la doctrina hegemónica en ese entonces. Ante la ausencia de economistas de fuste, el gobierno de Buenos aires no se percató de que Gran Bretaña, la gran potencia comercial e industrial de entonces, se beneficiaba con el, librecambismo pero que había llegado a esa posición dominante aplicando un prudente mercantilismo proteccionista. En consecuencia, Parish no tuvo inconveniente alguno en lograr que las Provincias Unidas acepten “las tradicionales cláusulas de reciprocidad de trato y de nación más favorecida”, lo que fue considerado por los gobernantes argentinos un claro triunfo, cuando en realidad la única beneficaza fue Gran Bretaña. En efecto, en aquel momento las exportaciones argentinas a Gran Bretaña ascendían a 388 mil libras, mientras que las importaciones desde la gran potencia alcanzaban las 803 mil libras. Los gobernantes argentinos ofrecieron una débil resistencia al avance formidable de la ideología dominante a nivel mundial: el librecambismo. Y pese a que en alguna oportunidad se produjeron enfrentamientos entre ambos países, se limitaron a cuestiones de índole práctica que no afectaban al fondo de la cuestión.

Fuentes:

-Bernardino Rivadavia: Wikipedia, la Enciclopedia Libre

-Carlos Floria y César García Belsunce: Historia de los argentinos, ed. Larousse, Bs. As., 1992, págs. 471/492

-Germán Bidart Campos: Historia política y constitucional argentina”, ed. Ediar, Bs. As., tomo I, págs. 213/216.

(*) Artículo publicado en el portal rosarino Ser y sociedad el 21/5/012

Ortega y Gasset y las aglomeraciones (primera parte)

“La rebelión de las masas” (1930) es uno de los libros más célebres del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955). Dueños de un agudo poder de observación, Ortega centra su atención en un fenómeno que, para bien o para mal, es el más relevante en la vida pública europea: el advenimiento de las masas al escenario social.

Las masas se caracterizan por su escasa capacidad para dirigir su propia existencia y la sociedad, con lo cual cabe reconocer que Europa se enfrenta a una crisis de una gravedad inédita en la historia. Tal crisis no es otra que “la rebelión de las masas”. Para Ortega términos como “rebelión”, “poderío social”, etc., no poseen exclusivamente un sentido político. La vida que se desarrolla en el ámbito público es política, pero también es intelectual, moral, económica, religiosa. La mejor manera de comenzar el análisis de la rebelión de las masas consiste en observar un hecho por demás evidente: el lleno. En efecto, las calles están llenas de autos, los hoteles están llenos de turistas, los espectáculos están llenos de espectadores, los trenes están llenos de pasajeros; todos los espacios, cubiertos y al aire libre, de las ciudades están llenos de gente. Lo que antes era irrelevante, ahora es un verdadero problema: encontrar un lugar para disfrutar del aire libre o asistir a un partido de fútbol. ¿Cabe imaginar, se pregunta Ortega, un hecho más simple y constante que el lleno? Ahora bien, quien suponga que esta observación es trivial, se equivoca groseramente. En efecto, la simple constatación empírica del lleno abre las puertas a una serie de reflexiones más profundas que Ortega abordaron una sagacidad inigualable.

Que haya mucha gente ocupando todos los espacios públicos, ¿no es un signo alentador? ¿No pone en evidencia una elevación de la calidad de vida de las mayorías populares? En última instancia, las salas de los teatros fueron construidas para que se llenen de espectadores, al igual que los estadios de fútbol, las playas y los hoteles. Pero sucede que en épocas pasadas los espacios públicos no estaban llenos y hoy lo están. La cantidad de gente que queda en la calle aguardando entrar a un restaurante es un fenómeno propio de la época presente. “Aunque el hecho sea lógico”, reflexiona Ortega, “natural, no puede desconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra sorpresa” (La rebelión de las masas, ed. Porrúa S.A., México, 1985, pág. 98). Ortega se sorprende con el fenómeno de las aglomeraciones. Y sorprenderse, remarca el filósofo, es comenzar a aprender. El hombre quiere aprender algo cuando ese algo le aguijoneó su curiosidad. Sorprenderse, enfatiza Ortega, “es el deporte y el lujo específico del intelectual” (pág. 98).

El mundo está repleto de fenómenos que son una maravilla para quien tenga sus pupilas bien abiertas. El intelectual se diferencia del futbolista precisamente en la capacidad que posee aquél de clavar sus ojos en algo que despertó su atención (resulta por demás evidente que Ortega subestimaba la capacidad intelectual de los futbolistas). Luego de quedar pasmado por el fenómeno de la aglomeración, Ortega se adentra en un plano más profundo de análisis: las causas del fenómeno. ¿Por qué ahora es frecuente ver los bares llenos, las playas llenas, los estadios llenos? Hace quince años había en Europa tanta gente como ahora. ¿Por qué, entonces, hace quince años no era frecuente ver a las muchedumbres llenando todos los espacios públicos? Ortega responde: “Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre” (pág. 98). Antes, los hombres se repartían en pequeños grupos o vivían aislados. Antes, cada individuo ocupaba un lugar específico, en la ciudad, en el barrio, en el campo. Ahora, irrumpe la aglomeración como fenómeno sociológico novedoso. En todas partes se ven muchedumbres que se instalan en los mejores lugares, antes reservados a las minorías. Ahora, las muchedumbres se han hecho visibles, instalándose en aquellos lugares antes vedados. Antes, las muchedumbres pasaban inadvertidas. Ahora, han tomado la iniciativa, dejaron de ser partenaires de las minorías para ocupar el centro del escenario.

Se acabaron los protagonistas: ahora sólo hay coro, sentencia Ortega, quien no logra ocultar el malestar que esto le provoca. Ahora sólo hay muchedumbre. Este concepto es para Ortega cuantitativo y visual. El concepto de “muchedumbre” se vincula estrechamente con el de “masa social”. ¿Qué es una sociedad, en última instancia? “Es una unidad dinámica de dos factores: minorías y mayorías” (pág. 98). Las minorías se componen de individuos especialmente cualificados, mientras que las masas se componen de individuos no calificados. Para Ortega, “masa” no es sinónimo de “masas obreras” sino de “hombre medio”. “De este modo se convierte lo que era meramente cantidad-muchedumbre-en una determinación cuantitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico” (pág. 98). ¿Qué ganó Ortega con esta conversión de la cantidad a la cualidad? Algo fundamental: la posibilidad de comprender la génesis de la cantidad, de la muchedumbre. La constitución natural de la muchedumbre implica, qué duda cabe, la coincidencia en sus miembros de ideas, maneras de ser, aspiraciones, etc. Esta coincidencia se da también en todo grupo social, por selecto que sea. Efectivamente es así, pero es factible detectar, señala Ortega, una diferencia fundamental.

(*) Artículo publicado en el portal rosarino Ser y Sociedad el 4/6/012

El primer presidente de los argentinos (segunda parte)

Durante las administraciones de Rodríguez, Las Heras y Rivadavia (cuando fue presidente), los problemas financieros se expandieron como reguero de pólvora. Como había una carencia total de fondos propios, no quedaba otro camino que recurrir al crédito exterior.

El 7 de julio de 1824 el Estado argentino concretó en Londres el contrato de un empréstito con la firma Baring Brothers&co., una empresa sólida que en esta ocasión no hizo más que seguir los pasos de otras empresas que firmaron contratos similares con los gobiernos de México y Brasil. El empréstito fue posible fundamentalmente por la confianza que el inglés medio tenía en las inversiones provenientes del Estado y por el prestigio de la firma inglesa. Las autoridades nacionales tenían pensado utilizar los fondos ingleses para construir un puerto en Buenos Aires, ejecutar obras sanitarias y establecer pueblos en la campaña. El monto de la deuda ascendía a un millón de libras esterlinas y las autoridades nacionales estaban convencidas de que podían liquidarla fácilmente si lograban mantener el volumen del comercio marítimo y completar la reducción del presupuesto militar que había comenzado con la reforma del ejército. Lamentablemente, un grave acontecimiento internacional alteró los planes. Las Provincias Unidas del Río de la Plata entraron en guerra con el Brasil, lo que provocó la interrupción del comercio marítimo y obligó a incrementar el presupuesto para solventar los gastos de la guerra. La lógica consecuencia fue la imposibilidad de las autoridades argentinas de hacer frente a los compromisos contraídos con la Baring Brothers. El Estado argentino se endeudó y se vio impotente para pagar la deuda. Esa pesadilla duró casi un siglo.

En aquella época hubo profundas reformas en lo cultural, en lo social y en lo eclesiástico. En 1819 Pueyrredón había promulgado la ley que creaba la Universidad de Buenos Aires. Caída en el olvido, Rivadavia la rescató y en 1821 la efectivizó. Además, hizo posible la creación del colegio de Ciencias Naturales, la Escuela Normal Lancaster, las escuelas de guarnición para las tropas, la biblioteca Popular y el Archivo General. Hubo un ambiente propicio para que surgieran la Sociedad Literaria, la escuela de declamación, los diarios El Argos y la Abeja Argentina, de tendencia libertaria, y la primera antología de poesía argentina. En lo social, fue reorganizada la Casa de Expósitos y creada la Sociedad de Beneficencia, las que cayeron en manos de mujeres, quienes por primera vez lograron acceder a funciones de responsabilidad institucional.

Donde Rivadavia tuvo serios problemas fue con la Iglesia. Cristiano enrolado en el regalismo, don Bernardino no soportaba el desorden que aquejaba a las instituciones religiosas y el accionar político y militar de muchos de sus clérigos. Terco y voluntarioso, decidió poner fin a esta situación. Y el método que empleó fue completamente erróneo. En lugar de propiciar el cambio dentro de la propia Iglesia, lo impulsó él mismo, de manera vertical y autoritaria. En agosto de 1821 tomó una serie de medidas que provocaron la ira de la Iglesia: a) mandó hacer un inventario de los bienes eclesiásticos; b) prohibió a los clérigos que no estuvieran autorizados por el gobierno a ingresar a la provincia; c) declaró a los mercedarios y franciscanos “protegidos” por el gobierno, con lo cual no hizo más que desligarlos de todo vínculo con la Iglesia. A partir de entonces, impuso un rígido control sobre la vida de los frailes. Quedaba en evidencia el autoritarismo del “liberal” Rivadavia. Los afectados se quejaron pero no lograron conmover a don Bernardino. Fue entonces cuando se alzó la voz del único que fue capaz de estar a la altura de Rivadavia para oponérsele: Fray Francisco de Paula Castañeda, un fraile recoleto, interesado en la educación del pueblo, poseedor de una fina pluma y tan vehemente como Rivadavia, pero dueño de una libertad de expresión inédita en la época (respondía sólo a sí mismo). El duelo entre Rivadavia y la Iglesia tuvo su epílogo el 18 de noviembre de 1822, cuando se sancionó la trascendente ley de la reforma eclesiástica, que dispuso la secularización de las órdenes monásticas, la prohibición de las monjas a profesar, la declaración de los bienes de los conventos como “bienes estatales”, la abolición del diezmo y el compromiso gubernamental de proveer a los gastos eclesiásticos.

Luego de un trienio de paz y tranquilidad, casi todos estaban convencidos de la necesidad de contar con un Estado nacional. Los menos entusiastas eran, obviamente, los hombres de Buenos aires. La reforma que tomarías dicho Estado era una cuestión relevante. El principio de la federación era enarbolado por casi todas las provincias, cuyos gobiernos no deseaban que Buenos Aires se entrometiera en sus asuntos internos. Además, tal principio legitimaba la aspiración de las provincias a gozar de iguales derechos. Si bien participaba de esta ideología, el federalismo porteño era consciente de que en la práctica el poder de Buenos Aires se haría sentir sobre todo el territorio. Quienes propiciaban el centralismo temían que si perdían el control sobre las administraciones provinciales, una coalición de las provincias sería lo suficientemente poderosa como para imponer su voluntad política y económica sobre Buenos Aires. Floria y García Belsunce destacan la peculiaridad del federalismo porteño. Los hacendados y los comerciantes habían tejido una alianza económica para defender sus intereses de clase. De ahí que el federalismo por ellos enarbolado era tan sólo político, lo que significaba que nunca trascendería en lo económico. En consecuencia, el federalismo de Buenos Aires necesariamente se oponía al federalismo del interior y coincidía con el unitarismo en la imposición de la hegemonía porteña al resto de las provincias. Coincidían, pues, en el objetivo, pero diferían en la manera de llevarlo a la práctica. Mientras para los unitarios la constitución era el medio más adecuado para garantizar la hegemonía de Buenos Aires, para los federales era un problema de táctica política. Creían que la mejor manera de imponerse sobre el resto de las provincias era a través de alianzas que se tejerían en función de los intereses del momento. Los federales eran prácticos; los unitarios, teóricos. Debajo de esa diferencia, yacía un profundo antagonismo ideológico. Los federales eran antiliberales; los unitarios enarbolaban las banderas del liberalismo. También se diferenciaban en cuanto a los sectores sociales que los apoyaban. El unitarismo albergaba a los hombres educados, a los doctores y los teóricos de Buenos Aires. Por el contrario, el federalismo albergaba a los estancieros, a los peones y al resto de los pobladores del campo. A partir de 1826, los federales se granjearon las simpatías de los comerciantes y de los sectores más humildes de la ciudad.

Fuentes:

-Germán Bidart Campos: Historia política y constitucional argentina, Ed. educar, Bs. As., 1976, tomo I, págs. 213/216.

-Carlos Floria y César García Belsunce: Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Bs. As., 1992, págs. 471/492.

-David rock: Argentina 1516/1987, University of California Press, Berkeley, Los Angeles, 1987, págs. 96/104.

(*) Publicado en Ser y Sociedad el 6/6/012

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