Por Hernán Andrés Kruse.-

El homenaje a Néstor Kirchner

El estadio de Deportivo Morón se colmó de simpatizantes del FdT para homenajear al ex presidente Néstor Kirchner. El presidente de la nación, quien fue su jefe de Gabinete durante sus cuatro años de mandato, lo recordó con emoción. Durante su discurso expresó, sin embargo, algunas frases que colisionan con la verdad histórica.

Dijo el presidente que su asunción el 10 de diciembre de 2019 guarda semejanzas con la asunción de Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003. En efecto, enfatizó, tanto en 2019 como en 2003 el peronismo recibió una pesada herencia. Ello es absolutamente cierto. Sin embargo, cuando aludió a la pesada herencia recibida en 2003 señaló como único culpable al gobierno de Fernando de la Rúa. Nada dijo de su inmediato antecesor, el peronista Eduardo Duhalde, quien dejó un país con más de la mitad de la población en la pobreza y con una moneda pulverizada por la inflación. Tampoco hizo mención alguna del paupérrimo segundo gobierno de Cristina que permitió que Mauricio Macri ganara cómodamente las elecciones presidenciales de 2015.

En otro pasaje de su discurso exclamó que el gobierno del FdT jamás se arrodillará ante el FMI, en alusión a la compleja negociación que se está llevando a cabo entre Martín Guzmán y Kristalina Georgieva, la jefa del FMI. Aquí el presidente faltó nuevamente a la verdad. El gobierno no está negociando con el FMI sino que le está implorando que no lo asfixie. Sólo cabe hablar de una negociación si ambas partes ceden para arribar a un acuerdo que las satisfaga. Aquí no hay ningún tipo de negociación. Aquí sólo hay una imposición del FMI que el gobierno deberá sí o sí acatar. Tal imposición se reduce a lo siguiente: la aplicación de un programa económico ortodoxo, adecuado a las exigencias del FMI. Lo mismo pasó con Fernando de la Rúa y con Eduardo Duhalde. Jamás debemos olvidar que en marzo de 2001 arribó al país un técnico del FMI (Anoop Songh) que en los hechos se transformó en el dirigente más poderoso del país. Tal fue su poder que el Congreso legisló siguiendo sus “consejos”. Lo cierto es que ambos presidentes terminaron arrodillándose ante el FMI. Alberto Fernández hará lo mismo.

Al margen de ello, el acto sirvió para recordar a Néstor Kirchner. El patagónico fue un fiel exponente del caudillismo provincial o, si se prefiere, de la democracia inorgánica (José Luis Romero). De fuerte personalidad, implacable y autoritario, fue un verdadero animal político. Siempre soñó con ser presidente pero seguramente jamás imaginó que llegaría a la Rosada por descarte. Los crímenes de Kosteki y Santillán obligaron a Eduardo Duhalde a acelerar los tiempos políticos. Su obsesión era encontrar un sucesor que tuviera buena imagen, que fuera bien visto por el establishment local e internacional. El elegido fue Carlos Reutemann, gobernador de Santa Fe. Pero ante su negativa, Duhalde se vio obligado a seguir buscando a su sucesor. Finalmente se decidió por Néstor Kirchner, quien en aquel entonces coincidía con el bonaerense en su feroz antimenemismo. Las elecciones tuvieron lugar el 27 de abril de 2003. Pese a ganar, Carlos Menem se vio obligado a ir al balotaje con Kirchner. Consciente de que le resultaría imposible imponerse, decidió no presentarse. De esa forma obligó a Kirchner a asumir con apenas el 22% de los votos. Pero Duhalde finalmente se salió con la suya: le hizo morder al riojano el polvo de la derrota.

Durante los siguientes cuatro años el patagónico tuvo una obsesión: reconstruir la autoridad presidencial. Lo logró con creces. Fue su mayor aporte a la democracia. Cometió, como todos los presidentes que supimos conseguir, errores y algunos horrores. Se ganó el respeto y el temor de todos. Pasó a ser el nuevo macho alfa de la política vernácula. Su conducción política fue férrea, monolítica, implacable. Barrió de un plumazo la tristemente célebre mayoría automática de la Corte impuesta por Menem en 1989. Osó desafiar a George W. Bush en Mar del Plata y se hizo “amigo” de Hugo Chávez. Pagó de un plumazo la deuda contraída con el FMI e impulsó los juicios por la verdad histórica. Con Kirchner no había grises: se lo amaba o se lo odiaba. Sin embargo, era lo suficientemente inteligente para saber cuándo convenía no seguir tirando de la cuerda. Ello explica su acercamiento al poderoso sindicalista Hugo Moyano, por quien el patagónico no sentía ninguna simpatía. Néstor Kirchner fue, qué duda cabe, un maestro de la realpolitik, de la política entendida como ejercicio del poder.

El “golpe blando” de Victoria Tolosa Paz

Victoria Tolosa Paz, candidata a diputada nacional por la provincia de Buenos Aires en representación del FdT, acaba de acusar a la oposición de estar poniendo en marcha un golpe blando contra el gobierno nacional. Se trata de una acusación muy grave que sólo tiene como objetivo embarrar la cancha cuando falta muy poco para las elecciones legislativas del 14 de noviembre. Según Tolosa Paz, la oposición, con el apoyo logístico e ideológico del poder económico concentrado y los grandes medios de comunicación anti K, estarían detrás de la escalada inflacionaria y el descontrol del dólar blue para desestabilizar al presidente de la nación.

Cuesta creer que la oposición intente en estos momentos dar un golpe blando. No porque no sea capaz de hacerlo sino porque no le conviene electoralmente. ¿Qué sentido tendría justo ahora, cuando el FdT no se cansa de dispararse a los pies, de transformarlo en víctima de una intentona desestabilizadora? Lo mejor que pueden hacer los máximos referentes de Juntos es aplicar el famoso principio de Adam Smith “dejar hacer, dejar pasar”, es decir observar desde la platea la increíble sucesión de errores que cometen a diario los candidatos del FdT y fundamentalmente sus funcionarios, la vicepresidenta y el presidente.

Sin embargo, la afirmación temeraria de Tolosa Paz no hace más que azuzar un viejo fantasma que nos visita cada tanto desde que Raúl Alfonsín asumió la presidencia en diciembre de 1983. Apelemos a nuestra historia. A comienzos de 1989 el gobierno alfonsinista se tambaleaba peligrosamente. Alfonsín era incapaz de controlar la inflación y garantizar la gobernabilidad. En las semanas previas a las elecciones presidenciales de mayo se desató una espiral inflacionaria que devino en híper inflación. Oh casualidad, algunos mercados y supermercados fueron víctimas de saqueos, especialmente en las grandes provincias. ¿Fue Raúl Alfonsín víctima de un golpe blando? Es cierto que don Raúl fue un gran responsable de la debacle económica, social y política que estaba sacudiendo al país, pero no debemos pecar de inocentes. Los saqueos lejos estuvieron de ser espontáneos sino todo lo contrario. ¿Fue el peronismo su autor intelectual? La respuesta se cae de madura.

Luego de la derrota del oficialismo en octubre de 2001 Fernando de la Rúa se asemejaba a aquel boxeador a punto de caer definitivamente. El 19 de diciembre comenzaron los saqueos a mercados y supermercados, especialmente en la provincia de Buenos Aires. En aquel momento todos recordamos los saqueos de mayo de 1989. La historia volvía a repetirse. A partir de la madrugada del 20 la violencia creció de manera exponencial. No hubo nada de espontáneo en ese drama. Por la tarde, el peronismo, que en ese momento estaba atrincherado en San Luis, le negó todo tipo de apoyo a De la Rúa, quien horas más tarde presentaría su renuncia. ¿Hubo un golpe blando? La respuesta se cae de madura.

En el último fin de semana de aquel dramático diciembre el presidente Rodríguez Saá convocó a los gobernadores del PJ a una reunión de urgencia en Chapadmalal. Su intención era observar hasta qué punto los “muchachos” lo respaldaban. Como nadie se hizo presente en la residencia veraniega presidencial el puntano viajó a San Luis y esa noche presentó su renuncia. ¿Hubo un golpe blando? La respuesta se cae de madura.

En marzo de 2008 la resolución 125 provocó una sublevación del poder agropecuario que contó con el apoyo de amplios sectores de la sociedad. El conflicto duró varios meses hasta que en la madrugada del 17 de julio el vicepresidente Cobos votó en contra del gobierno provocando una crisis institucional de envergadura. Horas más tarde, el poderoso dirigente agropecuario Hugo Biolcati visitó a Mariano Grondona en el programa “Hora clave”. Ambos coincidieron en la imperiosa necesidad de que Cristina renunciara y que asumiera en su remplazo Julio Cobos. ¿Hubo un intento de golpe blando? La respuesta se cae de madura.

En diciembre de 2017 el Congreso trató el polémico proyecto de reforma previsional impulsado por Mauricio Macri. Mientras los legisladores sesionaban en las adyacencias del Congreso se produjo una feroz batalla entre las fuerzas de seguridad y miles de manifestantes que desencadenaron una lluvia de piedras que duró varias horas. ¿Qué hubiera pasado si los manifestantes ingresaban al parlamento? La respuesta se cae de madura.

Estos hechos ponen en evidencia que la estabilidad democrática sigue siendo bastante endeble. De ahí la imperiosa necesidad de que quienes seguramente asumirán en diciembre como legisladores nacionales, como el caso de Tolosa Paz, no azucen viejos fantasmas que tanto daño nos hicieron.

Los buenos versus los malos

Es una táctica harto conocida. La inflación, la pobreza, el malhumor social son provocados por los malos de la película. El gobierno es víctima, no victimario. El gobierno hace lo imposible por hacer las cosas bien pero los malos de la película no lo dejan. Su poder de fuego es tan inmenso que al final siempre resultan victoriosos. He aquí, en esencia, el mensaje de la doctora Mónica Peralta Ramos, quien este domingo escribió lo siguiente en el Cohete a la Luna (“Los vientos de la confrontación social”):

“A medida que corren los días, la oposición macrista, comandada por los jerarcas del periodismo de guerra, arrecian sus embates. Sin ponerse colorados, ahora reclaman el fin de las conquistas laborales y anuncian que la cruzada contra el gobierno es abierta: cualquiera sea el resultado electoral, no lo dejarán gobernar. Huelen sangre y creen que pueden terminar con el peronismo. Para ello aceleran la retórica violenta, plagada de todo tipo de mentiras incendiarias. En paralelo, un pequeño grupo de monopolios que controlan sectores claves de la economía se apuran a desestabilizar al gobierno remarcando aceleradamente los precios y ejerciendo presión sobre el mercado cambiario para hacer saltar las reservas del Banco Central antes de las elecciones. Estos monopolios, que han duplicado sus ganancias durante la pandemia, no dudan en aplicar la táctica que han utilizado para desestabilizar a los gobiernos en democracia: remarcación de precios y corrida cambiaria.

Frente a este teatro de operaciones, esta semana ocurrieron algunos hechos auspiciosos: la militancia del Frente de Todos se movilizó masivamente y desde las calles expresó su apoyo al gobierno y sus quejas ante la falta de cumplimiento de muchas de las promesas votadas en 2019. En paralelo, Roberto Feletti asumió como secretario de Comercio Interior y enfrentó la embestida de los formadores de precios, exigiendo que retrotraigan los precios de 1.432 productos del rubro alimentación, bebidas y productos de limpieza a los valores que tenían al 1° de octubre pasado y que los congelen hasta el 1° de enero próximo. A su vez, convocó a todas las empresas a un diálogo para acordar estos cambios, pero dejó en claro que, si no hay acuerdo, se sancionarán las infracciones con todo el peso que prescriben las leyes argentinas. La situación tensó la relación con los grandes empresarios y un pequeño núcleo ha declarado la guerra abierta. Si bien todavía se está negociando, el presidente de la Cámara Argentina de Comercio (CAC) ha formulado la amenaza consabida: si se controlan los precios, habrá desabastecimiento y por ende, caos social. Esto es lo que buscan.

Así, las líneas están trazadas, y por primera vez el país se entera de que la inflación tiene nombre y apellido: un núcleo muy pequeño de grandes empresas son las que deciden qué comen los argentinos, cuál es el precio que pagan, y lo más importante, quién come y quién pasa hambre en la Argentina. Pero aquí no termina la cosa: el nuevo secretario de Comercio Interior ha dicho que recurrirá a los intendentes, a los sindicatos, a los consumidores y a los movimientos sociales para que ayuden a controlar los precios. Si esta iniciativa se cumple, implicará un antes y un después en la utilización de la inflación como arma de guerra para la desestabilización política y un fuerte golpe contra la ofensiva macrista. Sin embargo, para que esta medida sea efectiva, debería aplicarse en las principales cadenas de valor, y no simplemente en las bocas de expendio final, y menos aún en los pequeños comercios de barrio que son los últimos orejones del tarro. Debería además institucionalizarse “de abajo hacia arriba” para asegurar el empoderamiento de la población: su participación activa en las políticas del gobierno y en el control de sus representantes. Si, en cambio, esta medida se deja librada a la voluntad de los intendentes, sindicatos y otros actores que quieran participar, se arriesga continuar con la actual fragmentación social. Esto último impedirá lograr los objetivos que se buscan y abrirá las puertas a las corruptelas y al clientelismo. Así, con las mejores intenciones, se puede pulverizar la democracia.

Estos párrafos condensan a la perfección la histórica táctica del peronismo de culpar de todos los males a los contras, a los gorilas, a los cipayos. Nadie duda de la existencia de grupos económicos concentrados que presionan para que el gobierno de turno los beneficie. Nadie duda de la existencia de un periodismo de guerra que se especializa en esmerilar a aquellos presidentes que no le rinden pleitesía. Nadie duda de la existencia de una oposición que espera ansiosamente el derrumbe del gobierno. Nadie duda de la existencia de un importante sector de la sociedad carcomido por el fanatismo y el odio.

Pero lo que Peralta Ramos no puede ignorar es que el gobierno de Alberto Fernández lejos está de ser inocente, de ser una carmelita descalza. Si hoy la economía es un verdadero desastre es porque la actual administración tomó medidas económicas totalmente desacertadas. La historia económica ha demostrado hasta el cansancio que la emisión sin control del papel moneda provoca inflación o, lo que es lo mismo, atenta con el valor del peso. Lo mismo cabe acotar respecto al congelamiento de precios. Su resultado siempre fue el mismo: un desastre. Sin embargo, Mónica Peralta Ramos presenta a Roberto Feletti, flamante Secretario de Comercio Interior, como una reencarnación del llanero solitario que embiste contra los “chicos malos”. Feletti es un típico exponente del fundamentalismo económico antiliberal, así como Milei lo es del fundamentalismo económico liberal. Para Feletti los culpables de la inflación son los empresarios que remarcan los precios de manera alocada e irresponsable. Si tal es su diagnóstico ¿por qué entonces no sigue el consejo de Víctor Hugo, quien afirmó en televisión que la única manera de poner en caja a estos empresarios era aplicándoles el Código Penal? Lo que pretende el afamado periodista es que la justicia encarcele a quienes remarcan los precios.

Si los empresarios remarcan los precios es porque no confían en el gobierno. Razones no le faltan. Martín Guzmán y Matías Kulfas, los máximos responsables de la política económica oficial, han demostrado una supina ineficacia en la aplicación de medidas económicas que favorezcan al pueblo. Y dichos funcionarios hacen estos desaguisados porque cuentan con el respaldo del presidente de la nación. Sin embargo, para Mónica Peralta Ramos al pobre presidente no lo dejan gobernar, tal como le paso a Raúl Alfonsín. A Alberto Fernández las corporaciones lo tienen maniatado, lo destratan todo el tiempo. Si dicho diagnóstico es correcto, entonces que el presidente renuncie y le entregue el gobierno a las corporaciones. En caso contrario, que se ponga los pantalones largos y le declare la guerra. Pero, por favor, basta de quejarse, de seguir echando la culpa de todos los males a la oligarquía mientras la decadencia del país no para de profundizarse.

Marx y la forma equivalencial

En la relación de valor entre dos mercancías, el valor de la mercancía A (el lienzo) queda expresado en el valor de uso de la mercancía B (la levita). La mercancía A no hace más que imprimir a la mercancía B la forma de equivalente. Al vincularse con la levita, el lienzo no hace más que revelar su propia esencia de valor. Al poder intercambiarse con la levita, el lienzo expresa verdaderamente su esencia propia de valor. ¿Qué significa, entonces, para Marx, la forma equivalente de una mercancía? “La forma equivalente de una mercancía es, por consiguiente, la posibilidad de cambiarse directamente por otra mercancía”. La levita es el equivalente del lienzo, porque aquélla puede intercambiarse con éste. La mercancía como forma equivalencial sólo es posible cuando forma parte de una relación de valor entre dos mercancías.

En la relación de valor 20 varas de lienzo=1 levita, la levita es la mercancía que se intercambia con el lienzo, que sirve al lienzo de equivalente. Ahora bien, que la levita sea el equivalente del lienzo lejos está de indicar la proporción en que ambas mercancías pueden intercambiarse. Esta proporción-20 varas de lienzo=1 levita-depende de la magnitud de valor del lienzo y la levita. Tanto en el lienzo (valor relativo) como en la levita (equivalente), la magnitud de valor alude siempre al tiempo de trabajo necesario para su producción. En el momento en que la levita ocupa en la relación de valor con el lienzo el lugar de equivalente, figura en dicha relación exclusivamente como una específica cantidad de una cosa (20 varas de lienzo=1 levita). En este ejemplo, como el tipo de mercancía representada por la levita desempeña el rol de equivalente, es suficiente una determinada cantidad de levitas (una, en este caso) para expresar una específica cantidad de valor del lienzo (20 varas de lienzo valen una levita). Una levita expresa la magnitud de valor de veinte varas de lienzo, pero jamás podrá expresar su propia magnitud de valor. Al observar cualquier simple relación de valor entre dos mercancías, emerge en toda su diafanidad el hecho de que “el equivalente (la levita) reviste siempre la forma de una cantidad simple de un objeto, de un valor de uso (una levita)”. Algunos, como Bailey, cometieron el error, a juicio de Marx, de creer que la expresión de valor no era más que una simple relación cuantitativa. “Y no es así”, enfatiza Marx, “sino que, lejos de ello, la forma equivalencial de una mercancía (la levita) no encierra ninguna determinación cuantitativa de valor”. En consecuencia, “la primera característica con que tropezamos al estudiar la forma equivalencial es ésta: en ella, el valor de uso se convierte en forma o expresión de su antítesis, o sea, del valor”.

En la relación de valor entre dos mercancías, la forma natural de la mercancía se convierte en forma de valor. Ahora bien, esta transformación, remarca Marx, alude a una mercancía (la levita) situada dentro de la relación de valor como equivalente de otra mercancía (4el lienzo), lo que significa que la mercancía levita únicamente se convierte en forma de valor dentro de esa relación. Ninguna mercancía está en condiciones de referirse a sí misma como equivalente; en consecuencia, sólo puede referirse como tal en relación con otra mercancía.

Marx se vale del siguiente ejemplo para clarificar este problema. Un pilón de azúcar es un cuerpo físico que tiene un peso determinado. Dicha propiedad no puede ser captada ni por la vista ni por el tacto. Cerca del pilón de azúcar hay varios trozos de hierro que fueron pesados previamente. Cuando se intenta expresar el pillón de azúcar como peso, necesariamente se lo asocia con el peso del hierro. En la relación que emerge entre el pilón de azúcar y el hierro, éste sólo asume como función la de la gravedad. Las cantidades de hierro sirven para medir el peso del azúcar, “y no tienen, respecto a la materialidad física del azúcar, más función que la del peso, la de servir de forma y manifestación de la gravedad (el pilón de azúcar pesa X cantidades de hierro”). El hierro desempeña esa función gracias a que forma parte de la relación con el azúcar, que es el cuerpo que se trata de pesar. Si el hierro y el azúcar no tuvieran un peso determinado, dicha relación no podría establecerse, con lo cual el hierro no podría tomarse como medida para expresar el peso del pilón de azúcar. Teniendo en consideración a la gravedad, tanto el pilón de azúcar como el hierro comparten la misma propiedad del peso, aunque en diferente proporción. Así como el hierro, como medida de peso, representa para el pilón de azúcar sólo gravedad, en la expresión de valor “X cantidades de lienzo valen X cantidades de levita”, ésta, como materialidad física, representa en relación con el lienzo únicamente valor. Sin embargo, Marx destaca esta diferencia fundamental: “En la expresión del peso del pilón de azúcar, el hierro representa una propiedad natural común a ambos cuerpos: su gravedad; en cambio, en la expresión del valor del lienzo, la levita asume una propiedad sobrenatural de ambos objetos, algo puramente social: su valor”.

La mercancía que hace de equivalente en la relación de valor siempre es el fruto de un trabajo humano concreto, útil, que se transforma en expresión de trabajo humano abstracto. La levita se presenta como una simple materialización, como un objeto material que es el fruto de trabajo concreto del sastre. Este trabajo se considera, a su vez, como una simple realización del trabajo humano abstracto. En la expresión de valor del lienzo -20 varas de lienzo valen 1 levita- el trabajo del sastre es útil porque crea un cuerpo-la levita-que implica valor, o lo que es lo mismo, “cristalización de trabajo materializado en el valor del lienzo”. Tanto bajo la forma de trabajo del sastre como bajo la forma de trabajo del tejedor, hay un despliegue de fuerza humana de trabajo. Ambas actividades constituyen trabajo humano y en la producción de valor únicamente se las puede enfocar, precisamente, como expresiones concretas de valor de la mercancía -20 varas de lienzo valen 1 levita- “la cosa”, aclara Marx, “se invierte”. Y agrega: “Para expresar, por ejemplo, que el tejer no crea el valor del lienzo en su forma concreta de actividad textil, sino en su modalidad general de trabajo humano, se le compara con el trabajo del sastre, con el trabajo concreto que produce el equivalente del lienzo, como forma tangible de realización del trabajo humano abstracto”. Ahora bien, el trabajo del sastre que produce la levita reviste formas de igualdad con el trabajo del tejedor que produce el lienzo; en consecuencia, se trata de un trabajo que “directamente social”, pese a ser de índole privada. Ello explica por qué el trabajo del sastre produce una mercancía que puede ser directamente cambiada por otra mercancía. En la forma equivalencial, entonces, el trabajo privado reviste la forma “del trabajo en forma directamente social” (su antítesis).

Luego de analizar la forma equivalencial, Marx centra su atención en la forma simple, vista en conjunto. Comienza por repasar los conceptos vertidos al comienzo de su análisis. El valor del lienzo (mercancía A) se expresa cualitativamente en la posibilidad de intercambiar la levita (mercancía B) por el lienzo (mercancía A). Y cuantitativamente se expresa mediante la posibilidad de cambiar 1 levita (una cantidad determinada de la mercancía B) por 20varas de lienzo (una determinada cantidad de la mercancía A). Dentro de la relación “20 varas de lienzo valen 1 levita”, el lienzo como forma natural sólo interesa como materialización de valor de uso, mientras que la levita únicamente interesa como cristalización de valor. En la mercancía cobra vida una antítesis entre el valor de uso y el valor, antítesis que se proyecta al exterior, es decir, a la relación entre dos mercancías-el lienzo y la levita-de las cuales aquél interesa exclusivamente como valor de uso y ésta, como valor de cambio. “La forma simple del valor de una mercancía es, por tanto, la forma simple en que se manifiesta la antítesis de valor de uso y de valor encerrado en ella”.

Ahora bien, la forma simple del valor debe pasar por una serie de transformaciones hasta materializarse en la forma precio. La expresión “20 varas de lienzo valen 1 levita” no hace más que situar al lienzo en una relación de cambio con otra mercancía diferente (la levita). La forma simple del valor se compone de una mercancía y su forma simple y relativa del valor (el lienzo), y de otra mercancía y su forma equivalencial (la levita). Ahora bien, la forma simple de valor puede desarrollarse hasta alcanzar la forma total del valor (desarrollo del valor). El valor de una mercancía (el lienzo) únicamente puede expresarse en una mercancía de diferente género (la levita). El género de la mercancía como equivalente (levita, té, café, etc.) es irrelevante. X cantidades de lienzo pueden valer X cantidades de levita, X cantidades de té o X cantidades de café. En consecuencia, el lienzo puede formar parte de una relación de valor con la levita, el té, el café o cualquier otro tipo de mercancía, quedando configuradas diferentes expresiones simples de valor de aquella mercancía.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 15/7/012.

El legado de la revolución francesa (primera parte)

El 14 de julio se conmemoró un nuevo aniversario de uno de los acontecimientos más impactantes de la civilización occidental moderna: la revolución francesa.

La revolución francesa fue un complejo proceso que se debió a causas políticas, económicas e intelectuales. Durante doscientos años el gobierno de Francia estuvo en manos de un solo hombre. Los reyes Borbones ejercían el poder arbitraria y discrecionalmente. En los siglos XIV, XV y XVI un parlamento embrionario, los Estados Generales, se reunía esporádicamente. Pero con posterioridad a 1614 no volvió a sesionar. El rey pasó a constituir el Estado mismo. Pese a concentrar todo el poder en sus manos, los reyes Borbones fueron incapaces de dotar a su gobierno de orden y racionalidad. En casi todos los departamentos gubernamentales reinaban la confusión y la desorganización. La superposición de funciones era común y los funcionarios inútiles hacían legión. En consecuencia, la solución de los conflictos podía demorar meses enteros. La ineficacia, el derrocha y la corrupción se desparramaban como reguero de pólvora, haciendo de la estructura gubernamental un gigantesco y torpe paquidermo. Sin embargo, la causa política más relevante fue la serie de guerras desastrosas en las que participó Francia durante el siglo XVIII. Cabe mencionar, por ejemplo, a la guerra de los Siete Años (1756-1763), librada durante el despotismo de Luis XV. En 1778 la nación gala decidió intervenir en la guerra de la independencia norteamericana. Si bien ahora estuvo del lado de los vencedores, el mantenimiento de flotas y ejércitos causaron la bancarrota financiera del gobierno.

La causa económica más relevante fue la aparición de la clase media (la burguesía). En los años anteriores a la revolución, la clase media se había convertido en el actor social y económico más poderoso. Era dueña no sólo de la tierra sino también de todo el aparato productivo. Sus miembros tenían en sus manos la fiscalización de los recursos del comercio, la industria y la finanza. Además, incrementaban sus riquezas con la fuerza de un tsunami. Por más poder económico que detentara, la clase media estaba obsesionada con ejercer influencia en la esfera prohibida: la política. A la creciente demanda de poder político debe agregársele la oposición al mercantilismo. Con el florecimiento del comercio y la industria, la burguesía adquirió cada vez mayor confianza en sus propias fuerzas, en su capacidad para desarrollarse sin depender de las restricciones impuestas por el mercantilismo. El ansia de libertad económica de la burguesía constituye otra causa relevante de la revolución. Por último, dentro de las causas económicas de índole económica cabe mencionar al sistema de privilegios arraigado en la sociedad del antiguo régimen. Antes del proceso revolucionario Francia estaba dividida en tres clases sociales o estados: el clero, la nobleza y el pueblo. El clero superior (cardenales, arzobispos, obispos y abades) y el clero inferior (los curas de parroquia), constituían el primer estado. El clero inferior lejos estaba de ser un grupo social privilegiado. Sus miembros eran tan pobres como los más humildes de sus feligreses y no resultaba extraño que simpatizaran mutuamente. Quienes efectivamente gozaban de privilegios eran los integrantes del clero superior. Pese a que no superaban el 1% del total de la población, eran dueños del 20% de todas las tierras cultivables, además de poseer los castillos, los cuadros, el oro y las joyas.

El clero superior mantenía sólidas relaciones con el rey y su corte, no causando sorpresa alguna la presencia de algunos prelados saboreando junto al rey los manjares del ejercicio absoluto del poder. La nobleza constituía el segundo estado. Estaba compuesta por dos castas subordinadas: los nobles de espada y los nobles de toga. Los primeros eran realmente los que constituían la clase privilegiada de la nobleza. Junto con los miembros del clero superior, monopolizaban los cargos gubernamentales más relevantes. No eran más que parásitos, zánganos que no ejercían ninguna función útil. Estaban convencidos de que habían nacido para estar cerca del rey, adulándolo para obtener el mayor rédito político de su cercanía con el poder. Clérigos y nobles tenían algo en común: gozaban de los privilegios vinculados con los impuestos. Antes del proceso revolucionario coexistían en Francia dos tipos principales de impuestos. Estaban los impuestos directos, que incluían el impuesto sobre la propiedad real o personal, el impuesto por cabeza y el impuesto a los ingresos. Y también estaban los impuestos indirectos que gravaban el precio de las mercaderías y que era pagado por el consumidor. La aplicación de los impuestos directos constituía un atentado a la justicia. A raíz de la disposición sancionada durante la Edad Media que prohibía al Estado someter con impuestos a la propiedad eclesiástica, el clero estaba liberado de pagar el impuesto sobre la propiedad real y personal, y el impuesto a los ingresos; mientras que los nobles se valieron de su cercanía con el rey para evitar el pago de todos los impuestos directos. A raíz de ello, el pueblo (el tercer estado) cargó sobre sus espaldas con la obligación de proporcionar fondos al gobierno. Como los artesanos y obreros poseían pocos bienes personales, fueron los campesinos y la burguesía los encargados de financiar la estructura gubernamental.

Finalmente, cabe mencionar la influencia del factor ideológico. Las causas intelectuales del proceso revolucionario fueron una consecuencia de la Ilustración. En su seno surgieron dos teorías políticas que ejercieron a partir de entonces una influencia que nunca amainó. Por un lado, la influencia liberal de Locke, Voltaria y Montesquieu; por el otro, la influencia democrática de Rousseau.

Locke (1632-1704) es considerado el padre del liberalismo político. Expuso su filosofía política en su “Segundo tratado de gobierno civil”, publicado en 1690. Su objetivo fue desarrollar una teoría de gobierno limitado para legitimar el flamante sistema de gobierno instaurado en Inglaterra a raíz de la Gloriosa Revolución. Locke partía de un estado de naturaleza donde prevalecían la libertad y la igualdad más absolutas. Sin embargo, los hombres advirtieron rápidamente que si cada miembro hacía valer sus derechos, la confusión y la inseguridad se impondrían necesariamente. En consecuencia, decidieron que lo más sensato era establecer, contrato mediante, una sociedad civil que sería regida por un gobierno con poderes limitados. El pueblo, por ende, se reservaba todos los poderes que no había delegado expresamente. Si el gobierno se excedía en el ejercicio del poder se transformaba en una tiranía, quedando el pueblo legitimado para derribarlo.

Voltaire (1694-1778) fue otro relevante exponente de la teoría política liberal. Estaba convencido de que el gobierno era un mal necesario y que sólo era legítimo si se limitaba a respetar los derechos naturales. La naturaleza había dotado a todos los hombres con los mismos derechos (a la libertad, la propiedad y la protección jurídica). Sin embargo, descreía de la democracia. Estaba convencido de que la mejor forma de gobierno era la monarquía elitista o ilustrada o, en su defecto, una república bajo el dominio de la clase media.

Queda, finalmente, Montesquieu (1689-1775). Su mayor aporte a la filosofía política liberal fue su teoría de la separación de poderes. Creía que el hombre tendía por naturaleza a abusar del poder, a tornarse un gobernante despótico. De ahí la imperiosa necesidad de dividir la autoridad gubernamental en tres ramas: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. Si se permite que dos o tres ramas se concentren en una sola persona, la libertad del hombre corría peligro. Sólo quedaba un camino para evitar el despotismo: que cada rama gubernamental actúe como freno sobre las restantes.

J.J. Rousseau (1712-1778) fue el gran representante de la filosofía política democrática. Sus obras más relevantes fueron “El contrato social” y el “Discurso sobre el origen de la desigualdad”. Sostenía que en el estado de naturaleza los hombres vivían como si estuvieran en un paraíso. Los hombres no encontraban dificultad alguna para preservar sus derechos y las probabilidades de conflicto eran muy pocas, ya que reinaba la más absoluta igualdad y no existía el derecho de propiedad. Pero cuando los hombres comenzaron a decir, respecto a una parcela de tierra, “esto me pertenece”, comenzaron a surgir todos los males. Desesperados por garantizar su seguridad, los hombres llegaron a la conclusión de que su única esperanza consistía en el establecimiento de una sociedad civil, quedando todos obligados a ceder sus derechos a la comunidad a través de un contrato social, en virtud del cual cada hombre acordó con el resto someterse a la voluntad mayoritaria, la voluntad general. Así fue como nació el Estado.

La nueva teoría económica también ejerció una importante influencia en el proceso revolucionario. Nos estamos refiriendo, obviamente, al liberalismo económico clásico, cuyos fines fundamentales eran reducir los poderes gubernamentales al mínimo compatible con la seguridad ciudadana y permitir a los hombres la realización de todos sus proyectos de vida en un ambiente de libertad. Los primeros intelectuales partidarios de la libertad económica fueron los fisiócratas, destacándose Francisco Quesnay (1694-1774), DuPont de Nemours (1739-1817) y Turgot (1727-1781). Pero fue Adam Smith (1723-1790) el más célebre y relevante economista de la Ilustración. En 1776 publicó su “Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”, considerado una de las obras económicas más importantes e influyentes de todos los tiempos. Su tesis principal sostiene que es el trabajo, más que la agricultura o la generosidad de los recursos naturales, la verdadera y genuina fuente de la riqueza de los pueblos. Fue la réplica perfecta a la concepción mercantilista de la economía y sirvió de apoyo logístico al deseo de la burguesía de transformarse en el actor político y económico fundamental.

Fuentes:

-Edward McNall Burns, “Civilizaciones de Occidente, Su historia y su cultura”, ed. Peuser, Bs. As., 1968, cap. 20.

-Henry W. Spiegel, “El desarrollo del pensamiento económico”, Ed. Omega, Barcelona, 1973, caps. 8, 9 y 10.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 18/7/012.

El legado de la revolución francesa (segunda parte)

Al despuntar 1789 la situación en Francia era por demás complicada. Las malas cosechas habían hecho subir el precio del pan, mientras que a raíz de los tratados comerciales con Gran Bretaña una marea de productos importados inundó el país galo, ocasionando un serio perjuicio a la producción nacional. El desempleo era pavoroso y el gobierno francés estaba muy cerca de la bancarrota. Para equilibrar las finanzas, los encargados de la economía no tuvieron mejor idea que proponer nuevos impuestos. Las feroces luchas entre los factores de poder por conservar sus privilegios hicieron de Francia un campo de batalla. En 1787, dos años antes de la revolución, el rey convocó a una asamblea de notables con la esperanza de que los sectores más fuertes económicamente del país aceptaran soportar una carga mayor del déficit fiscal. Los nobles de la espada y el clero se negaron terminantemente a aceptar cualquier tipo de sacrificio, mientras que la oligarquía judicial demandaba una serie de reformas económicas y políticas, entre las que sobresalía la convocatoria a los Estados Generales para tratar la caótica situación por la que atravesaba el país. Esta asamblea general representaba a las tres grandes clases sociales de Francia. En cada votación, los representantes de las clases se reunían y votaban como unidades independientes. En consecuencia, los representantes de los dos primeros estados se aliaban para contrarrestar el voto de los representantes del tercer estado (el pueblo). A fines del siglo XVIII, el tercer estado decidió no continuar tolerando la estrategia montada por los dos primeros estados para neutralizarlo. A raíz de ello, sus líderes exigieron que los tres estados se reuniesen y votaran como individuos. Convocado por el déspota Luis XVI, los Estados Generales se reunieron en mayo de 1789. Finalmente, el 17 de junio el tercer estado se constituyó en Asamblea Nacional e invitó a las restantes clases a que se integraran. Consciente del peligro que implicaba el dominio de la situación por el pueblo, el rey decidió intervenir. El 20 de junio, los diputados rebeldes se encontraron con una “novedad”: las puertas de acceso a la sala estaban herméticamente cerradas. Su reacción no se hizo esperar: se reunieron en un edificio contiguo y, bajo el comando de Mirabeau y el abate Sieyès, se juramentaron mantenerse unidos hasta que Francia tuviera una Constitución. Ese día comenzó la Revolución Francesa.

Entre 1789 y 1792, el tercer estado ejerció un dominio absoluto sobre la Asamblea Nacional. Hubo, pues, un predominio de la clase media. Las masas populares aún no estaban en condiciones de controlar la marcha de la economía y de participar activamente en el quehacer político. En esos años, la Asamblea Nacional adoptó decisiones muy importantes. Lo primero que hizo fue abolir los privilegios feudales (los diezmos, los tributos feudales del campesinado, la servidumbre y los privilegios de caza de la nobleza). Los monopolios y la exención de impuestos fueron considerados contrarios a la igualdad natural de los hombres y, en consecuencia, suprimidos. Luego de sepultar los últimos vestigios de feudalismo, la Asamblea Nacional se dedicó a consagrar por escrito las libertades fundamentales del hombre. Fruto de esa decisión, fue promulgada en septiembre de 1789 la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. Fiel representante de la clase media, el documento se inspiraba en la filosofía política liberal inglesa. Establecía que la propiedad, la resistencia a la opresión y la seguridad, eran derechos naturales. La libertad de palabra, la tolerancia religiosa y la libertad de prensa, eran inviolables. Todos tenían derecho a la igualdad de trato en la esfera judicial y nadie podía ser encarcelado o castigado al margen de la ley. El pueblo era el titular de la soberanía y los funcionarios podían ser destituidos si ejercían sus funciones de manera arbitraria. Fue un documento típicamente liberal.

La secularización de la Iglesia fue otra de las relevantes decisiones adoptadas por la Asamblea Nacional. Durante el antiguo régimen, el clero superior era una casta privilegiada que recibía del rey numeroso favores a cambio de su apoyo incondicional. En consecuencia, la Iglesia fue considerada un instrumento de opresión tan odioso como el propio monarca absoluto. Además, era dueña de grandes propiedades y el flamante gobierno revolucionario necesitaba disponer urgentemente de fondos para solventar su plan de gobierno. En noviembre de 1789, la Asamblea Nacional decidió la confiscación de las tierras de la Iglesia, las que fueron utilizadas como garantía para la emisión de papel moneda. A mediados de 1790, entró en vigencia la Constitución Civil del clero, en virtud de la cual se consagraba el derecho del pueblo a elegir los obispos y sacerdotes, cuya autoridad quedaba sometida al Estado. El dinero para pagar sus sueldos provenía del tesoro público y debían jurar fidelidad a la nueva Constitución. De esa forma, la Iglesia francesa quedó separada de la autoridad papal. Lo que se buscaba era hacer de ella una genuina institución nacional. Como el Vaticano condenó la secularización de la Iglesia impuesta por el gobierno revolucionario, el clero se politizó, emergiendo en su seno dos grupos perfectamente diferenciados: el clero jurado, que aceptaba la autoridad de la Constitución Civil, y el clero no jurado, que se rebeló contra el programa revolucionario.

En 1791 la Asamblea Nacional redactó la nueva Constitución revolucionaria. El flamante texto reflejaba nítidamente el dominio de la burguesía. Francia quedó convertida en una monarquía limitada donde los ricos monopolizaron el poder supremo. Sólo quienes pagaban un impuesto que equivalía al jornal de tres días estaban facultados para votar, pudiendo ser elegidos únicamente quienes poseyeran una riqueza relativa. El gobierno reposaba sobre el principio de la separación de poderes consagrado por Montesquieu. La Asamblea Legislativa quedó facultada para legislar y sus miembros eran elegidos por el pueblo de manera indirecta. El rey dejó de tener el poder para fiscalizar el ejército, la Iglesia y los gobiernos locales. Sus ministros dejaron de pertenecer a la Asamblea y en relación con sus funciones legislativas, sólo quedó facultado para emitir un veto suspensivo. Pese a ser muy diferente al gobierno despótico de los Borbones, el flamante gobierno revolucionario no expresaba fielmente la voluntad popular.

En 1792, el proceso revolucionario se radicalizó. En agosto, la Asamblea decidió la deposición del rey y ordenó la constitución de una Convención Nacional (sus miembros debían ser elegidos por el pueblo) para que redactara una nueva Constitución. Acusado de conspirar con los enemigos foráneos del proceso revolucionario., Luis XVI fue decapitado el 21 de enero de 1893. Mientras tanto, los sectores populares comenzaron a adquirir conciencia de su importancia política. A partir de ahora, la revolución quedó en manos de los miembros más extremistas de la clase proletaria de París. Voltaire y Montesquieu fueron sustituidos por Rousseau. El liberalismo cedió su lugar al igualitarismo democrático. La violencia y la intolerancia entraron en escena, quedando configurada una etapa de la Revolución (1792-1794) donde el terror impuso sus códigos. La radicalización del proceso revolucionario obedeció a causas internas y externas. La frustración del proletariado durante los primeros años constituyó una causa importante del extremismo que se apoderó de Francia a partir de 1792. Luego de percatarse de que su situación social y económica no había mejorado con la Constitución de 1791, se dejó hipnotizar por la demagogia extremista. Sin embargo, el factor externo fue el que más contribuyó a la radicalización del, proceso revolucionario. En efecto, la guerra de Francia contra Austria y Prusia tuvo efectos devastadores para el país galo. Decididos a instaurar el orden en Francia, los reyes de Austria y Prusia hicieron la “Declaración de Pillnitz”, lo que provocó la indignación de los franceses, quienes la interpretaron como una amenaza a la soberanía francesa. El 20 de abril de 1792 la Asamblea decidió ir a la guerra. Tal como habían especulado los radicales, el resultado del conflicto bélico fue desastroso para Francia. En agosto, las fuerzas militares de Austria y Prusia amenazaban París. Muchos franceses llegaron a la conclusión de que la inminente derrota era el fruto de la traición cometida por el rey y los conservadores, quienes se habrían aliado al enemigo. Esta creencia legitimó a quienes exigían medidas sumarísimas contra los supuestos desleales a la revolución. Fue así como los extremistas lograron adueñarse de la Asamblea Legislativa para dar por concluida la etapa monárquica de la revolución.

Fuentes:

-Edward McNall Burns, “Civilizaciones de Occidente. Su historia y su cultura”, ed. Peuser, Bs. As., 1968, cap. 20.

-Henry William Spiegel, “el desarrollo del pensamiento económico”, ed. Omega, Barcelona, 1973, caps. 8, 9 y 10.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 19/7/012.

El legado de la revolución francesa (última parte)

Entre 1792 y 1795 el poder fue ejercido por la convención Nacional. En 1793 fue redactada una nueva Constitución, la más democrática en la historia. Consagraba el sufragio universal y el derecho al referéndum. Declaraba que la sociedad tenía la obligación de velar por los pobres, ayudándolos a encontrar trabajo o entregándoles medios que garantizaran su supervivencia. El Estado tenía la obligación regarantizar la educación popular. Lamentablemente, la complicada situación por la que atravesaba Francia hizo imposible su entrada en vigencia. Invocando razones de necesidad extrema, la Convención Nacional continuó detentando el poder y a partir de la primavera de 1793 delegó el poder en una élite compuesta por doce miembros, la Comisión de Seguridad Pública. Concentró en sus manos las relaciones exteriores, el manejo del ejército y el control social (el reinado del terror). Lejos de constituir la Convención un cuerpo político armónico, varias facciones se disputaban su control. Las facciones más destacadas fueron los girondinos y los jacobinos. Los primeros ocuparon las bancas de la derecha y no le tenían ninguna confianza al proletariado. Partidarios de la república, lejos estaban de enarbolar las banderas de la democracia de masas. Los jacobinos, que ocupaban las bancas de la izquierda, fueron los más extremistas de la revolución. Pese a pertenecer mayoritariamente a la clase media, la mayoría de ellos eran fervientes admiradores de Rousseau y defensores a ultranza de los derechos de los trabajadores urbanos. Acusaban a los girondinos de pretender instaurar una república aristocrática, un país para pocos, y de conspirar contra la unidad de Francia.

Los girondinos más famosos dieron Tomás Paine (1737-1809) y el marqués de Condorcet (1743-1794). Entre los jacobinos, pasaron a la historia Juan Pablo Marat (1743-1793), Jacobo Danton (1759-1794) y el símbolo del jacobinismo revolucionario, Maximiliano Robespierre (1758-1794). Estudió derecho y en 1782 fue nombrado juez en lo criminal. Muy pronto presentó su renuncia porque no soportaba tener que dictar sentencias de muerte. Encubrió su timidez con una defensa fanática de sus principios. Estaba convencido de que la humanidad alcanzaría su salvación sólo si ponía en práctica las ideas de Rousseau, aunque implicara un altísimo costo. Su espíritu apasionado hizo que muchos lo siguieran con devoción. En 1791 se transformó en el símbolo del Club de los Jacobinos, compuesto por los elementos más radicalizados. Luego llegó a ser presidente de la Convención Nacional y miembro de la Comisión de Seguridad Pública. Contribuyó como nadie a ampliar el alcance del reinado del terror. Estaba convencido de que la crueldad era legítima si ayudaba a la consolidación de la revolución. Se calcula que durante sus últimas seis semanas a cargo del poder, 1285 personas fueron guillotinadas. En 1794 le hicieron beber de su propia medicina; él y veintiuno de sus adláteres fueron guillotinados sin juicio previo.

Pese al terror imperante, durante esta etapa del proceso revolucionario hubo algunas realizaciones que merecen ser recordadas. Gracias a Robespierre se abolió la esclavitud en las colonias, se prohibió el encarcelamiento por deudas, se estableció el sistema métrico de pesas y medidas, y se derogó el derecho de primogenitura. A su vez, la Convención procuró completar los decretos de la Asamblea Nacional para abolir definitivamente los últimos vestigios de feudalismo. El gobierno se adueñó de las propiedades de los enemigos de la revolución y en un buen número se las concedió a los sectores populares. Las propiedades más extensas fueron fraccionadas y los lotes fueron ofrecidos en venta a los más pobres, quienes dispusieron de enormes facilidades para pagarlos. Cuando los nobles perdieron sus privilegios, les fueron prometidas unas jugosas indemnizaciones: el gobierno jacobino las derogó de un plumazo. La inflación era un problema acuciante. Pues bien, el gobierno jacobino impuso precios máximos para artículos de primera necesidad y amenazó con el uso de la guillotina a los comerciantes que se aprovechasen de los pobres. En el ámbito religioso, el jacobinismo intentó suprimir el cristianismo y remplazarlo por el más crudo racionalismo. En 1794, la Convención decidió que la religión pertenecía al ámbito de intimidad de cada individuo.

En el verano de 1794 llegó a su fin la etapa jacobina de la revolución francesa. El hecho que señaló el comienzo de la última etapa revolucionaria fue la reacción thermidoriana. Los hijos dilectos de la revolución habían caído: Marat, Hébert, Danton, Robespierre y Saint-Just. A partir de entonces, la moderación impuso sus códigos en la convención. Se produjo una involución, ya que paulatinamente la revolución volvió a reflejar los intereses de la burguesía. En otros términos: se volcó nuevamente hacia el conservadorismo. Gran parte de la obra jacobina fue destruida. Las drásticas medidas tomadas por el jacobinismo para controlar la inflación fueron derogadas y los presos políticos recuperaron la libertad. La Comisión de Seguridad Pública perdió influencia y regresaron los sacerdotes, los realistas y otros que se habían visto obligados a emigrar para salvar sus cabezas. En 1795, la convención Nacional aprobó un nuevo texto constitucional. Era el triunfo de las clases opulentas. La denominada Constitución del Año III consagró la democracia restringida. Sólo podían votar los ciudadanos adultos del sexo masculino que estaban en condiciones de leer y escribir, y únicamente podían designar electores que se encargarían de elegir a los miembros de la Asamblea Legislativa. No cualquiera podía ser elector. Era fundamental que fuera dueño de una granja o algún otro tipo de establecimiento que produjese una renta anual equivalente a cien días de trabajo. Se impuso el bicameralismo. Por un lado, la Cámara Baja o Consejo de los Quinientos; por el otro, el Senado o Consejo de Ancianos. El Poder Ejecutivo estaba a cargo de cinco miembros (el directorio). Quedaron consagradas la declaración de los derechos y la declaración de los deberes del ciudadano. En esta etapa languideció el fervor revolucionario, dejando un vacío que fue ocupado por el cinismo y la corrupción. Los gobernantes centraban su atención en los bolsillos. Incluso algunos miembros del Directorio exigían coimas a cambio de favores políticos. Fueron momentos de relajación ética y ansia frenética de riquezas. La brecha entre ricos y pobres se amplió obscenamente, con lo cual la revolución no hizo más que abrirle las compuertas al golpe de estado de Napoleón Bonaparte.

La Revolución Francesa llegó a su fin en el otoño de 1799, cuando se produjo el golpe de estado de Napoleón el 18 Brumario. Fue el golpe de gracia a un sistema que hacía rato había perdido la brújula. El descontento popular fue creciendo y el gobierno se mostraba impotente. En 1798 Francia entró en guerra con Gran Bretaña, Austria y Rusia. Una coalición demasiado poderosa para el país galo. Mientras tanto, se derrumbaron como castillos de naipes todos y cada uno de los Estados satélites que los franceses habían creado en su frontera del este. En el plano interno de la realidad política francesa, el directorio perdía prestigio a pasos agigantados. El pueblo ya no toleraba la corrupción generalizada y la indiferencia del gobierno por la pobreza y el hambre. Para colmo, el gobierno recurrió a la emisión monetaria para solventar los gastos de la guerra. El resultado no podía ser otro que la inflación galopante. En 1797, la situación social, económica y política era angustiante. La pobreza se extendía como reguero de pólvora, al igual que el descontento y el resentimiento. Frente a este sombrío panorama, poco esfuerzo le demandó a Napoleón poner fin a una década de gobierno revolucionario.

La revolución francesa dejó para la posteridad un formidable legado. Su influencia repercutió durante gran parte del siglo XIX y en muchas naciones occidentales su semilla logró germinar. Todas las insurrecciones y las denominadas revoluciones que se hicieron presentes entre 1800 y 1850 fueron inspiradas por el proceso revolucionario francés. Además, la revolución francesa le dio un golpe durísimo a la monarquía absoluta de origen divino y barrió con todo lo que oliera a feudalismo. Por si ello no resultara suficiente para enaltecer el proceso revolucionario, cabe destacar que gracias a su energía fue abolida la esclavitud en las colonias, eliminado el encarcelamiento por deudas, suprimido el derecho de primogenitura y fraccionadas las grandes propiedades de tierras. Sin embargo, su legado más importante fue, a mi entender, el haberle permitido al hombre ser consciente de que es una persona con derechos fundamentales que ningún gobierno puede ni debe desconocer. Gracias a la revolución francesa, el hombre dejó de ser un siervo de la gleba para pasar a ser un ciudadano, una persona cuyos derechos estaban protegidos jurídicamente por una Constitución. Gracias a la revolución francesa, emergió un texto constitucional que le prohibió al gobernante de turno hacer lo que se le da la gana. La revolución francesa demostró que, a la larga, los hombres se liberan de sus cadenas, que la opresión y la humillación no son eternas, que la domesticación social tiene sus límites; que el hombre termina por rebelarse cuando el poder cercena impunemente sus derechos. También demostró que cuando se cometen excesos y arbitrariedades en el ejercicio del poder (la época del terror), la democracia languidece y es sustituida por la dictadura. Con sus luces y sus sombras, la revolución francesa demostró que la libertad es el bien más preciado del hombre y que es imposible conculcarla para siempre.

Fuentes:

-Edward McNall Burns, “Civilizaciones de Occidente. Su historia y su cultura”, ed. Peuser, Bs. As., 1968, cap. 20.

-Henry William Spiegel, “El desarrollo del pensamiento económico”, ed. Omega, Barcelona, 1973, caps. 8, 9 y 10.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 20/7/012.

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