Por Hernán Andrés Kruse.-

En un artículo publicado en El cohete a la luna (“¿Presos políticos?”, 9/2/020) la doctora Peñafort se pregunta si hay presos políticos en la Argentina. Su respuesta no admite duda alguna: sí, hay presos políticos en la Argentina. Considera que el presidente de la nación se ve imposibilitado de llamar presos políticos a quienes son presos políticos (Amado Boudou, por ejemplo) porque de hacerlo no haría más que reconocer que en su gobierno hay presos políticos. De ahí que, apelando a sus conocimientos de Derecho Penal, haya expresado recientemente que “un preso político es una persona que fue detenida sin proceso. En la Argentina lo que hay son detenidos arbitrarios, que es otra cosa. Es gente que podría soportar sus procesos en libertad, pero los detienen porque son opositores”.

Lo cierto es que en nuestro país hay dirigentes kirchneristas que no deben estar en prisión. No deben estarlo por una simple y contundente razón: porque todavía no hay sentencia firme. La tristemente célebre “doctrina Irurzun” le hizo un daño enorme al sistema de garantías y libertades individuales consagrado por nuestra Carta Magna. Su objetivo no fue otro más que hacer tronar el escarmiento, satisfacer la sed de venganza de los votantes de Cambiemos, obsesionados por ver entre rejas a Cristina Kirchner y compañía. Las fotos que le tomaron a Amado Boudou en su domicilio en el momento de su detención fue un escarnio público. Si eso no es persecución política pega en la base del poste derecho. Para la doctora Peñafort, quien es su abogada defensora, Amado Boudou es un preso político. Para el presidente es un ciudadano detenido de manera arbitraria. Se trata, entonces, de una detención ilegal.

El tema está íntimamente vinculado a la cuestión ideológica. Para los partidarios del Frente de Todos hay presos políticos en la Argentina. Para los partidarios de Juntos por el Cambio, lo que hay son políticos presos. Es imposible, por ende, soslayar la cuestión subjetiva en este tema. Sin embargo, hay que tratar de abordarlo de la manera más objetiva posible para obtener una cabal comprensión de un problema que hace a la esencia de la democracia liberal y republicana: la garantía del debido proceso. Es por ello que paso a continuación a transcribir un artículo muy didáctico y esclarecedor que sobre el tema escribió Iñaki Rivera Beiras.

Sobre el concepto y la existencia de presos políticos

Quisiera tratar con una tranquilidad reflexiva, a veces difícil de realizar debido a la vertiginosidad de los acontecimientos y la tensión e intereses que rodean a ciertos temas, desde un punto de vista fundamentalmente analítico y académico, la expresión tan discutida en los últimos meses, sobre si existe, o no, la categoría de preso político en España. Con frecuencia, la negación a aceptar su existencia se argumenta señalando que en una democracia la disidencia está permitida y legalizada y por tanto supondría una contradictio in terminis aceptar una categoría semejante.

  1. La noción de «delito político». Orígenes y contornos de una polémica político conceptual

Para comenzar, creo que pocas veces se repara en el hecho de que, antes de tratar sobre la existencia o no de presos políticos, debería pensarse en el estadio cronológicamente anterior a la situación de privación de libertad que la determina. Aludo a la categoría de «delito político» (antigua y muy conocida en el derecho penal), especialmente pensada, discutida y legislada en las postrimerías del siglo XIX y durante buena parte del XX y siempre rodeada de una polémica que la situó entre los temas más controvertidos de la doctrina jurídica. En realidad, desde finales del siglo XIX, como desde Franz von Liszt en Alemania y Jiménez de Asúa en España quedó de manifiesto, parecería tratarse de un binomio de aceptación imposible para las dos partes en conflicto. Repasemos brevemente los principales contornos de la discusión aludida. Los orígenes, modernos, del concepto de delito político, se encuentran en el combate (y esta palabra es relevante pues pone de manifiesto la dimensión bélica sobre la que se asienta la cuestión) contra el movimiento obrero, contra sus manifestaciones más organizadas y «radicales» y en concreto contra lo que se dio en llamar «el anarquismo» por numerosos autores. Muchos autores y líneas de la criminología positivista y tardo-positivista pueden dar testimonio de cuanto se indica. Repasemos brevemente algunos antecedentes. En Italia, su denominada Scuola Positiva, que formuló una primera Criminología, tuvo a sus más preclaros autores dedicados al combate con el anarquismo decimonónico. Cesare Lombroso y Raffaele Garofalo, con sus planteamientos antropológicos el primero e inocuizador el segundo, escribieron sendas obras sobre los anarquistas para realizar las primeras teorizaciones sobre el concepto de delito político, llegando a la propuesta inocuizadora para sediciosos y rebeldes de reclusión perpetua y eliminación. En Alemania y desde Marburgo, Franz von Liszt, en su Idea del fin del Derecho penal, construyó para el anarquismo la tipología de los «incorregibles» atribuyéndoles el nombre de «la célula cancerosa del proletariado» y recomendando penas privativas de libertad de por vida y duración indefinida para ellos. Bélgica y Francia también tuvieron escuelas que, con Guerry y Quetelet, a partir del descubrimiento de la estadística, trataron la categoría de la «desviación» a partir de las concepciones sobre «el hombre medio» para combatir las expresiones extremas de la disidencia política y socio laboral. España, por su parte, tuvo un nutrido grupo de autores como Rafael Salillas, Pedro Dorado Montero, Fernando Cadalso y el propio Luis Jiménez de Asúa que teorizaron sobre la disidencia política y dieron sus contribuciones para el diseño de una figura penal en torno a la misma.Todo ello, señalado aquí en extrema síntesis, tuvo su plasmación en numerosas iniciativas legislativas que conformaron las primeras normativas que luego serían conocidas como «antiterroristas» para el combate e inocuización de la disidencia política radical. Diversos ejemplos podrían citarse. Sin duda fue el anarquismo el gran movimiento perseguido por el Positivismo Criminológico, con leyes especiales para ello de donde muchas de las figuras penales, procesales, policiales y penitenciarias que luego fueron permeando en los ordenamientos jurídicos posteriores: Inglaterra en 1861, Alemania en 1884, Austria en 1884, Bélgica en 1886, Francia en 1892, Suiza en 1894, Italia en 1894, Dinamarca en 1881, Portugal en 1896. También fue conocido el Protocolo antianarquista de San Petesburgo en 1904 que recogió específicamente la ideología de la «defensa social» como argumento legitimador. En España, en 1870 la Ley de Orden Público se estableció contra el movimiento obrero, contra sus líderes, contra su aparato de propaganda, a través de una especial reserva procesal con la jurisdicción militar. Durante la dictadura franquista, el Tribunal de Orden Público, como es bien sabido, fue uno de los principales órganos encargados del enjuiciamiento del amplio espectro de la expresión política de la disidencia.

  1. Delincuentes políticos: ¿quién define a quién? Un problema de poder

Como se ve, existe una larga tradición doctrinal y legislativa en torno al tema objeto de estas reflexiones. Desde al menos 150 años ya, uno de los aspectos más problemáticos del concepto mismo de «delito político» y que tal vez sea el de mayor envergadura. Aludo a la controversia del propio binomio, originada en el hecho de que para quienes lo cometen, no puede haber delito: sólo aceptarán, normalmente, la existencia de una confrontación política anulando así la noción «delictiva» de sus acciones. En cambio, para quienes lo persiguen, sólo habría delito («común»), sin implicaciones políticas de ninguna índole. Es decir, el conflicto en uno de sus grados máximos: perseguidores y perseguidos, cada uno niega uno de los términos del binomio, ¿quién decide pues?, evidentemente quien esté en situación un ostentar mayor poder para la imposición de su tesis. Pero claro, si se trata de una cuestión de poder, entonces el carácter precisamente «político» del asunto aflora con mayor intensidad. El primer problema con el cual se enfrenta todo estudioso de estas cuestiones reside en el concepto mismo de «delito político». Tales problemas derivan, como mínimo, de las siguientes razones. En primer lugar, porque desde la irrupción del llamado «constitucionalismo social» (tras la Posguerra de la Segunda Guerra Mundial, e iniciado con las Constituciones italiana y alemana), se ha pretendido siempre su «desaparición». Como antes se dijo: en un régimen democrático no puede haber delitos políticos porque la disidencia está legalizada. Así se expresan numerosos autores, medios de comunicación, representantes gubernamentales, etc., todo lo cual pretende instalar, efectivamente, una imagen que teñiría de falaz cualquier pretensión de mencionar que existen delitos (y presos) políticos. Sin embargo, semejante pretensión se va a contradecir por sí misma. En efecto, como tendremos ocasión de ver más adelante, quienes niegan la existencia de delitos (y presos) políticos, deberán aceptar, al menos, que sí existen leyes (sustantivas y procesales), cuerpos de seguridad, magistraturas y regímenes penitenciarios, todos ellos «especiales», «excepcionales» o, en todo caso, no ordinarios ni normales y, por ello mismo, distintos para el tratamiento de una conflictividad que también es distinta a la que de ordinario trata el derecho penal. Retomaré esta cuestión más adelante. Con todas estas dificultades (que sólo son iniciales pues hay otras) que impiden una conceptualización homogénea o consensuada, diversos autores intentan una definición de «delito político» señalando que el mismo traduce aquellas infracciones a las leyes penales cometidas con una intencionalidad política (López Garrido 1987, Serrano Piedecasas 1988: 136 y ss.). Otros autores alcanzan a reconocer que se trata en efecto de infracciones que se cometen en el contexto de una lucha o conflicto político y surgen de la ausencia de homogeneidad social (Olarieta). Mas, pese a tales intentos, inmediatamente surge otro inconveniente que dificulta, aún más, su tratamiento. Aludo a su naturaleza «colectiva o grupal» que, sin duda, constituye una de sus características sobresalientes pues normalmente se pretende acudir a una comisión grupal, tumultuaria o similar. Y, en efecto, semejante naturaleza causa nuevos problemas de conceptualización pues la misma choca frontalmente con un Derecho penal anclado en la tradición y en los principios de culpabilidad y responsabilidad «individual» (cfr. Serrano Piedecasas op.cit.). A ello se une, muy estrechamente, la circunstancia representada por la progresiva tendencia a la criminalización de nuevas figuras, distintas en todo caso al autor material y directo de las infracciones: colaboradores, cómplices, encubridores, inductores, difusores de comunicados de ciertos grupos (ya sea de medios de comunicación, de imprenta o de empresas editoriales), etc. En síntesis, de todo lo dicho emerge no sólo la conclusión de la existencia de una antigua categoría político-jurídico-penalística, sino la constatación de una contradicción irresoluble: cada una de las partes del conflicto, niega a la otra la atribución que ella pretende, una niega lo delictivo, la otra niega lo político. El antagonismo es claro, el conflicto es profundo y posiblemente sea necesario acudir a otras variables para su aclaración final, si es que la misma es posible.

  1. ¿Qué sistema penal se emplea para el combate?

Una dimensión poco considerada en los últimos meses, a consecuencia del conflicto entre Catalunya y España, y que puede ser útil para aclarar la existencia, o no, de presos políticos que se pretende en este trabajo, es analizar qué sistema penal se ha empleado para el tratamiento de lo que se llamó «la cuestión catalana». Antes de abordarlo, convendrá señalar que por sistema penal se entiende algo preciso y no cualquier concepto. Citando a Bergalli y a Baratta (quienes elaboran sus definiciones a propósito de los trabajos de Max Weber), podemos decir que la expresión «sistema penal (originariamente perteneciente al ámbito cultural británico y norteamericano, en los cuales el concepto de penal system posee una larga tradición) comprende algunas grandes esferas que se relacionan con la producción, la interpretación y la aplicación del derecho. Sí, se ha acuñado la expresión «sistema penal estático» para identificar el proceso de producción de un determinado derecho (en principio reservado al Poder legislativo y cada vez más al ejecutivo en desviación de una estricta separación de poderes) y se ha reservado la de «sistema penal dinámico» para aludir a las actividades desarrolladas por las policías, la jurisdicción y la cárcel, en las tareas de interpretación y aplicación del derecho. Dicho de modo sencillo: sería muy ilustrativo ver, acerca del «conflicto catalán» cuáles han sido las agencias del sistema penal que se empleado para el tratamiento del mismo. Resulta bastante claro, tras un año de agudización de los episodios de dicho conflicto, que el mismo ha sido tratado, fundamentalmente, por agencias del sistema penal que no son las estrictamente «ordinarias» sino otras de carácter especial (por más que hayan sido «normalizadas» a golpe legislativo o de reales decretos). Aludo a la actuación de cuerpos y fuerzas de seguridad no autonómicas que literalmente «desembarcaron» en Catalunya para la represión de quienes organizaban y votaban el pasado 1 de octubre de 2017 en el referéndum de autodeterminación. También se alude a la inicial tramitación judicial de la causa contra el Gobierno catalán por parte de la Audiencia Nacional (conviene siempre recordar que su creación se produjo el día 4 de enero de 1977 por un Real Decreto que, primero suprimió al Tribunal de Orden Público y acto seguido creó la Audiencia Nacional el mismo día, en el mismo edificio y con los mismos jueces intactos). Y por supuesto, también se alude a la intervención del Poder ejecutivo en Catalunya, cesando a su presidente democráticamente elegido, a todo su Gobierno y decretando la disolución del Parlament de Catalunya, en tanto que los Juzgados Centrales encarcelaban a los líderes sociales del movimiento independentista y a la mitad del Gobierno en prisiones a 700 kilómetros del lugar de residencia de sus familiares [1]. Asimismo, se alude a la acusación de un delito pensado para alzamientos armados y otros supuestos terroristas que requieren el empleo de la violencia, elemento que no concurre (afortunadamente) en el caso examinado como han tenido ocasión de pronunciarse centenares de profesores de derecho penal en España y distintos estamentos judiciales de Alemania, Bélgica y Escocia hasta la fecha. Este «torcimiento» del derecho, implica la paulatina inutilización de los instrumentos «ordinarios» del Sistema penal en el sentido antes indicado y el cada vez más frecuente empleo de herramientas «extraordinarias o de excepción» que a su vez permiten un subsistema penal extra legem propio de una guerra sucia que se expresa en ataques de la ultraderecha a disidentes en la actualidad y en la ejecución de una estrategia de la tensión» que sorprendentemente no activa a la Fiscalía en su persecución, como claramente ha advertido Queralt recientemente. Esto requiere de alguna consideración aún de mayor calado, de ámbito europeo continental. Como es bien sabido, tras el fin de la Posguerra de la Segunda Guerra Mundial comenzó a desarrollarse el movimiento conocido como «constitucionalismo social». En tal sentido, paradigmática fue la Constitución italiana de 1948, la cual supuso un modelo que sería seguido por otros Estados europeos. La articulación de la fórmula del Estado social y democrático y derecho, la consagración de amplios catálogos de derechos fundamentales y garantías procesales junto a mecanismos de protección de ambos, la plasmación constitucional de la finalidad resocializadora de las penas privativas de libertad, junto a otras notas, dibujan esquemáticamente el movimiento aludido. Mas, pese a todo ello, pronto los cimientos mismos de esas operaciones reformistas se verían subvertidos por nuevos acontecimientos. En efecto, casi contemporáneamente a la época que se está describiendo irrumpió en diversos países europeos el fenómeno de la violencia política (cierto es que en algunos países, incluso, semejante irrupción ya se había verificado anteriormente). Irlanda, la República Federal de Alemania, Francia, Italia o España, por citar a los más emblemáticos en este sentido, conocieron el problema del terrorismo e, inmediatamente, reaccionarían contra el mismo. En el convencimiento que para combatirlo eran insuficientes los instrumentos ordinarios de que disponían los Estados, se decidió echar mano de nuevas herramientas que se consideraron extraordinarias. Se iba inaugurando así la denominada legislación, o más precisamente, la «cultura» de la emergencia [2]. Y ello se verificaría, rápidamente en distintos frentes:

– En el ámbito legislativo sustantivo: a través del surgimiento de las llamadas leyes antiterroristas que aumentaron las penas para estos delitos, previeron cierres editoriales y de periódicos, etc. En el caso del conflicto catalán, conviene no olvidar de dónde proviene la creación de los delitos de rebelión y sedición y la naturaleza política que motivó su adopción en la legislación.

– En las competencias y prácticas policiales: dotando de mayores márgenes de maniobra a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de los Estados o creando cuerpos de élite en aras a fortalecer el fetiche de la eficacia policial. En caso de Catalunya, el «desembarco» de cuerpos policiales no autonómicos para la represión de los votantes del referéndum del 1 de octubre es un dato de la realidad.

– En la creación de Jurisdicciones y Tribunales especiales: para el enjuiciamiento de los delitos fuera de las áreas geográficas donde aquellos eran cometidos (y vulnerando así el constitucional principio del «juez natural»). Ejemplo paradigmático en España de ello es la ya aludida transformación del TOP en la Audiencia Nacional que permite la «centralización» de las causas judiciales en Madrid aunque los supuestos delitos se hubieran cometido en un territorio que tiene otro «juez natural» cuya competencia queda así expropiada para ser atribuida al juez central estatal.

Naturalmente, también esta irrupción de la «emergencia» produjo sus especiales consecuencias en el ámbito penitenciario, en donde el recurso a la prisión preventiva contra disidentes políticos y miembros de bandas terroristas armadas fue la práctica habitual. Interesa ahora señalar, rápidamente, que todo el nuevo entramado normativo «de emergencia» surgía en Europa hace unas tres décadas con una doble presentación y justificación: de un lado, se afirmaba que nacía para combatir un fenómeno especial (el terrorismo); de otro lado, se señalaba que estaría vigente sólo el tiempo estrictamente necesario para aquel combate. Pues bien, hoy puede afirmarse que, prácticamente desaparecido ya el fenómeno para cuyo combate se edificó la legislación «de emergencia», ésta no ha sido desmantelada y ha terminado por invadir muchas otras esferas de la vida y de la legislación penal ordinarias. La «aureola o el fetiche de la eficacia» (policial, judicial, penitenciaria) se fue convirtiendo en un nuevo discurso legitimador, ahora, de la «expansión de la emergencia» hacia nuevos ámbitos. La supuesta eficacia de la prevención general, alimentaba también la dirección señalada. Como han indicado los autores citados, la misma ha permitido mantener normas y prácticas «de excepción» sin necesidad de tener que acudir, formalmente, a la declaración del «estado de excepción». Elemental resulta señalar, frente a todo ello, que cuanto más se recurre al sistema penal –y a la excepcionalidad penal– más se resiente, más afectado resulta el sistema democrático y el principio de igualdad ante la ley, al irse sancionando paulatinamente un sistema punitivo dual.

  1. Conclusiones

Parece incuestionable a estas alturas de las reflexiones vertidas que existe una relación especular entre los conceptos de «preso político» y «delito político». De los delitos y las penas no es sólo el título de la conocida obra de Cesare Beccaria a quien se atribuye la paternidad del inicio de la Modernidad penal de la Ilustración a partir de 1764. También los delitos y las penas son las dos caras de una moneda –la cuestión criminal– que las convierte en inseparable. Y habrá de reconocerse que si para combatir una cara el Estado precisa recurrir a la excepcionalidad legislativa, policial, judicial y penitenciaria, es que en algo diferente a lo ordinario está convirtiendo y calificando a la otra cara de la moneda… Es evidente que en el caso del conflicto político entre Catalunya y España, no estamos en presencia de delitos comunes, callejeros, de bagatella, con afán de lucro y enriquecimiento personal o figuras similares para las cuales el sistema penal ordinario tiene lógicamente sus instrumentos de respuesta. La lucha por la autodeterminación de una nación, se esté a favor o se esté en contra de la misma, parece claro que refleja un problema de orden y dimensión política. Pretender situarlo en el ámbito del derecho penal ordinario no es un error de ignorantes; es precisamente la prueba (aunque burda) de su naturaleza política. Y para terminar: si para su combate se debe echar mano de la excepcionalidad antes señalada es que se trata de algo distinto. La auténtica anomalía es pretender sustituir la racionalidad política del conflicto por otra de corte penalístico. Lamentablemente, parece que estamos abocados a asistir en breve (cuando comience el juicio oral contra los acusados) a la perpetuación y a la profundización de la anomalía. Es esa la debilidad y no la fortaleza del sistema democrático.

  1. Durante este tiempo, desde diversos sectores trabajamos para reclamar el acercamiento de los presos a cárceles de Catalunya, lo cual se produjo justo al comenzar el verano de 2018, pero que posiblemente dicha estancia se interrumpa nuevamente cuando deban ser trasladados a prisiones de Madrid ante el inicio del juicio oral contra los acusados de delitos de rebelión y sedición.
  2. Al respecto indica Bergalli que la «emergencia» definió en Europa la penetración de una auténtica cultura «específica» producida como resultado del desarrollo de una conflictividad social inédita y de una tensión extrema entre los polos del sistema capitalista de producción. Agrega este autor que, la difusión de una «cultura» semejante, fue socavando los principios garantistas sobre los que se asentó el Estado de Derecho y definió, con gran crudeza, una de las últimas crisis del Estado Social (cfr. 1988).

(*) El diario.es contrapoder, 8/8/018.

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