Por Hernán Andrés Kruse.-

El viernes 12 el INDEC dio a conocer el índice de inflación correspondiente a abril: 8,4%. A nadie debe haber sorprendido semejante cifra ya que cada vez que uno ingresa al supermercado, al egresar el corazón late mucho más rápido. El precio de los alimentos constituye el termómetro más idóneo para medir la fiebre inflacionaria. En este punto todos coinciden: los alimentos aumentaron en abril más del 10%. En consecuencia, la inflación global ya es de dos dígitos. Una vez más, la moneda nacional se derrite en nuestras manos, su poder adquisitivo se desmorona como un castillo de naipes. El escenario me hace acordar al primer semestre de 1989 cuando Raúl Alfonsín, devorado por la hiperinflación, se vio obligado a entregar anticipadamente el poder a Carlos Menem. Afortunadamente, algunos expertos en economía, como Juan Carlos De Pablo, aseguran que estamos lejos de la hiperinflación. Ojalá que su diagnóstico sea el acertado.

Creo no equivocarme si afirmo que en estos momentos los argentinos nos debemos estar preguntando lo siguiente: ¿qué ha hecho el gobierno con nuestro dinero? La respuesta es simple y contundente: lo ha destrozado. Pero esta tragedia lejos está de ser novedosa. Si hay algo que caracteriza a la historia económica de Argentina de las últimas décadas ha sido, precisamente, la “devoción” de cada gobernante que se sentó en el Sillón de Rivadavia por aniquilar el valor de nuestra moneda. De manera pues que con el correr del tiempo nos hemos acostumbrado a “convivir” con la inflación, a aceptar mansamente el continuo deterioro de nuestro signo monetario.

Quizá sirva de consuelo pero la pregunta ¿Qué ha hecho el gobierno de nuestro dinero? lejos está de ser patrimonio exclusivo de los argentinos. Hace tres décadas el economista norteamericano Murray N. Rothbard se preguntó lo mismo. Su respuesta se tradujo en un libro titulado, precisamente, “¿Qué ha hecho el gobierno de nuestro dinero?” (Instituto Mises, Aubum, Alabama, 1991). A continuación, paso a transcribir las partes del libro dedicadas a los efectos de la inflación y a la devaluación. El autor piensa, obviamente, en el gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, sus reflexiones caben ser aplicadas a lo que sucede en nuestro país.

Escribió uno de los emblemas del liberalismo libertario:

LOS EFECTOS ECONÓMICOS DE LA INFLACIÓN

Para medir los efectos de la inflación, veamos que sucede cuando un grupo de falsificadores realizan su trabajo. Supongamos que la economía tiene una oferta disponible de 10.000 onzas de oro, y los falsificadores son tan astutos que sin ser detectados logran inyectar en ella otras 2.000 «onzas» más ¿Cuáles serán las consecuencias? Primero, los falsificadores obtendrán una clara ganancia. Cogen el dinero recién creado y lo emplean en comprar bienes y servicios. En palabras de una famosa viñeta del diario New Yorker, que mostraba a un grupo de falsificadores en sobria contemplación de su mañoso trabajo: «La venta minorista está a punto de recibir una necesaria inyección en el brazo». El nuevo dinero se abre camino, paso a paso, a través del sistema económico. Conforme el nuevo dinero se extiende, eleva los precios -como hemos visto, el nuevo dinero solo puede diluir la efectividad de cada dólar. Pero ese efecto de dilución lleva tiempo y es, por consiguiente, desigual; mientras, alguna gente gana y otra, pierde. En resumen, los falsificadores y sus distribuidores locales experimentan un aumento de sus ingresos anterior a las subidas de los precios de las cosas que compran. Pero, de otra parte, la gente que se encuentra en áreas remotas de la economía, que aún no ha recibido el nuevo dinero, experimenta subidas en los precios de los productos que compran que son previas a la de sus ingresos. Los minoristas de la otra punta del país, por ejemplo, sufrirán pérdidas. Los primeros en recibir el nuevo dinero son los que más ganan, a expensas de quienes lo reciben en último lugar.

La inflación, entonces, no confiere un beneficio social generalizado; en cambio, redistribuye la riqueza en beneficio de los que son los primeros en recibir el nuevo dinero y a expensas de los rezagados en la corriente de dinero. Y la inflación es, en efecto, una carrera que consiste en ver quién es capaz de conseguir el dinero antes. Los últimos en llegar, los que en mayor medida sufren la pérdida, son con frecuencia llamados los «grupos de perceptores de rentas o de ingresos fijos». Los religiosos, los profesores, los asalariados, vienen notoriamente después que otros grupos a la hora de adquirir el nuevo dinero. Sufren especialmente quienes dependen de contratos que estipulan cantidades fijas, contratos que se suscribieron antes del alza inflacionaria de precios. Los beneficiarios de seguros de vida, los perceptores de rentas vitalicias, las personas retiradas que viven de pensiones, los propietarios de tierras arrendadas a largo plazo, los titulares de bonos y obligaciones y otros acreedores, aquellos que tienen dinero efectivo, todos ellos se verán adversamente impactados por la inflación. Serán los «gravados».

La inflación tiene otros desastrosos efectos. Distorsiona una piedra angular de nuestra economía: el cálculo económico. Como los precios no cambian todos uniformemente y a la misma velocidad, se hace muy difícil a las empresas separar lo duradero de lo transitorio y evaluar correctamente las demandas de los consumidores o el coste de sus operaciones. Por ejemplo, la práctica contable registra el «coste» de un activo por el importe que la empresa ha pagado por él. Pero si la interfiere, el coste de reponer o sustituir el activo cuando se desgasta será muy superior al contabilizado en los libros. La consecuencia es que la contabilidad de la empresa sobrestimará considerablemente sus beneficios en períodos de inflación y puede hasta consumir el capital, mientras aparentemente, incrementa sus inversiones. Del mismo modo, los accionistas y propietarios de bienes raíces obtendrán ganancias de capital durante etapas de inflación que no son realmente «ganancias» en absoluto. Pero pueden gastar parte de esas ganancias sin darse cuenta de que con ello están consumiendo su capital original. Creando beneficios ilusorios y distorsionando el cálculo económico, la inflación impedirá que el mercado penalice a las empresas ineficientes y recompense a las eficientes. Casi todas las empresas prosperarán en apariencia.

La atmósfera general de un «mercado dominado por los vendedores» llevará a un declive en la calidad de los bienes y del servicio a los consumidores ya que los consumidores muchas veces se resisten menos a aceptar alzas de precios cuando se realizan reduciendo la calidad. En esos días de frenética atención a los «índices del coste de la vida» (es decir, de subidas salariales en escalada) existe un fuerte incentivo para subir los precios de forma que el cambio no se evidencie en los índices. La calidad del trabajo en una economía inflacionaria sufrirá un declive por una razón más sutil: la gente se volverá adicta a estrategias dirigidas a «hacerse rápidamente rica», que verán a su alcance en una era de precios siempre crecientes, y, frecuentemente, despreciará el verdadero esfuerzo. La inflación también penaliza la austeridad y favorece el endeudamiento, ya que cualquiera que sea la suma tomada a préstamo, será devuelta con dólares que tendrán un poder de compra menor que el de los recibidos originalmente en préstamo. El incentivo, entonces, es endeudarse y pagar después en vez de ahorrar y prestar.

La inflación, por consiguiente, baja el nivel de vida general al tiempo que crea una atmósfera de «prosperidad» aparente. Afortunadamente, la inflación no puede continuar por siempre. Y ello porque la gente eventualmente descubre que es un impuesto, una forma de imposición; cae en la cuenta de la continua reducción del poder de compra de sus dólares. Al principio, cuando los precios suben, la gente dice: «Bueno, esto es anormal. El resultado de una emergencia. Pospondré mis compras y esperaré hasta que los precios vuelvan a bajar». Esta es la común actitud durante la primera fase de una inflación. Esta idea modera la propia subida de precios y oculta la inflación. Pero, conforme la inflación evoluciona, la gente empieza a darse cuenta de que los precios suben de forma perpetua como resultado de una inflación que también es perpetua. Ahora la gente dirá: «Compraré ahora, aunque los precios sean altos, porque si espero, los precios subirán aún más». El resultado es que ahora la demanda de dinero cae y los precios suben proporcionalmente más que lo que aumenta el dinero disponible u oferta monetaria.

Llegados a este punto, es frecuente que se pida al gobierno que «alivie la escasez de dinero» causada por la subida acelerada de los precios, y que infle todavía más de prisa. Pronto, el país alcanza el estadío de hiperinflación, cuando la gente dice: «Tengo que comprar cualquier cosa ahora, lo que sea para desembarazarme del dinero que se deprecia estando en mis manos». La oferta de dinero se dispara, la demanda cae en picada, y los precios suben astronómicamente. La producción cae abruptamente conforme la gente dedica más y más tiempo a buscar formas de deshacerse de su dinero. El sistema monetario ha sido efectivamente destruido y la economía recurre a otros tipos de dinero, si se dispone de ellos: a otro metal, a moneda extranjera -si es una inflación limitada a un solo país- , o incluso se vuelve al sistema del trueque-. El sistema monetario ha sido aniquilado por el impacto de la inflación. Esta condición de hiperinflación nos es históricamente familiar respecto de los assignats de la Revolución Francesa (…) y, especialmente, por la crisis alemana de 1923 y la china y las sufridas por otras divisas después de la Segunda Guerra Mundial.

Un juicio final de la inflación es que en cuanto el nuevo dinero es puesto en circulación, primero, es utilizado como préstamos a las empresas, la inflación provoca así el temido «ciclo económico». Este silencioso pero mortal proceso, no detectado por generaciones, opera como sigue: el nuevo dinero es emitido por el sistema bancario, bajo la tutela del gobierno y prestado a las empresas. Para los empresarios, los nuevos fondos tienen la apariencia de auténticas inversiones, pero esos fondos no proceden, como sucede con las inversiones que realiza un mercado libre, de ahorros voluntarios. El nuevo dinero es invertido por los empresarios en varios proyectos, y pagado a los trabajadores y a otros factores en la forma de mayores salarios y precios. Conforme el nuevo dinero se va filtrando hacia abajo, a toda la economía, la gente tiende a restablecer sus viejas y voluntarias proporciones entre consumo y ahorro. En resumen, la gente quiere ahorrar e invertir alrededor del 20 % de sus ingresos y consumir el resto. El nuevo dinero prestado a las empresas, al principio hace que la proporción destinada al ahorro parezca mayor. Cuando el nuevo dinero llega al público, éste vuelve a aplicar su vieja regla de proporción 20-80 y constata ahora que muchas inversiones fueron desacertadas. La liquidación de las malas inversiones del boom inflacionario constituye la fase de depresión del ciclo económico.

LA DEVALUACIÓN

La devaluación fue el método utilizado por el Estado para falsificar las monedas cuya fabricación había vedado a las empresas particulares so pretexto de proteger enérgicamente el patrón monetario. A veces, el gobierno recurrió a un burdo fraude al diluir secretamente el oro con una base de aleación, fabricando así monedas aligeradas. Más típico fue que la casa de la moneda fundiera y volviese a acuñar todas las monedas del reino, entregando después a los sujetos el mismo número de «libras» o «marcos», pero de menor peso. Las onzas de oro o plata sobrantes se las embolsaba el monarca quien las utilizaba para pagar sus gastos. De esta forma, el gobierno se dedicó a manipular y redefinir continuamente el propio patrón que estaba llamado a proteger. Las ganancias de la devaluación fueron altivamente reclamadas como derechos de «monedaje» por los dirigentes. La rápida y seria desvalorización fue característica de la Edad Media, en casi todos los países de Europa. Hasta el punto que, en 1200 DC, la livre tournois francesa se definió como una moneda de diecinueve gramos de plata fina; alrededor del año 1600 DC significaba solo once gramos.

Un caso llamativo es el del dinar, una moneda de los sarracenos en España. El dinar originalmente consistía en sesenta y cinco granos de oro, cuando se acuñó por vez primera a finales del siglo VII. Los sarracenos eran notoriamente serios en asuntos monetarios, y a mediados del siglo XII, el dinar aún equivalía a sesenta granos. En ese momento, los reyes cristianos conquistaron España, y a principios del siglo XIII, el dinar (ahora llamado maravedí) se redujo a catorce granos. Pronto la moneda de oro era demasiado ligera para circular y se convirtió en una moneda de plata que pesaba veintiséis granos. Esta moneda también fue devaluada y a mediados del siglo XV el maravedí ya solo tenía 1,5 granos de plata y era demasiado pequeño para circular”.

Share