Por Hernán Andrés Kruse.-

Cada día se ahonda más la distancia entre la clase política y el pueblo. Cada día la inmensa mayoría de los argentinos siente un poco más de desprecio por sus representantes. El recuerdo del “que se vayan todos que no quede ni uno solo” lejos está, por ende, de haberse evaporado. Para la inmensa mayoría de los argentinos el Congreso de la nación no es más que un aguantadero, una enorme oficina plagada de ineptos y corruptos empleados. La mediocracia, palabra acuñada por el gran José Ingenieros en su memorable estudio del hombre mediocre, está en su máximo esplendor. Mientras los argentinos vivimos agobiados y angustiados, los miembros de la clase política viven rodeados de lujos y privilegios, en un mundo aparte, completamente desconectado de la realidad. Para la inmensa mayoría de los argentinos la clase política es un emblema de la venalidad y la indignidad, del egoísmo y la mezquindad, del amoralismo y el latrocinio. Razones no le faltan para aborrecer de esa manera a los políticos.

Quizá sirva de consuelo pero en épocas consideradas “doradas” por la historiografía, la política lejos estaba de ser el paradigma de la virtud republicana. En 1911 gobernaba un emblema del orden conservador, Roque Sáenz Peña. La Argentina era considerada el granero del mundo. Se contaban por millones los inmigrantes europeos que arribaban a nuestro territorio. La Argentina era, qué duda cabe, una potencia mundial. Ese año apareció la primera edición de “El hombre mediocre” de José Ingenieros. En uno de sus capítulos hace una descripción descarnada del amoralismo político vigente en ese entonces. Parece que lo hubiera escrito el año pasado.

El capítulo en cuestión es el VII y se titula “La mediocracia”. Se lee lo siguiente:

“Políticos sin vergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos prefieren escuchar a los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar voracidades. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación de la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad a la hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común (…)”.

“Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, la degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte. La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara (…) Las jornadas electorales conviértense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. Su justificación está a cargo de electores inocentes, que van a la parodia como a una fiesta. Las facciones de profesionales son adversas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos (…)”.

“Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales a sus electores, comercian su influencia para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios esta siempre con la mayoría. Apoya a todos los Gobiernos (…) En ciertas democracias novicias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada o una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan están proscritos sin apelación (…) Es de ilusos creer que el merito abre las puertas de los Parlamentos envilecidos. Los partidos-o el Gobierno en su nombre-operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o a favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia”.

Qué duda cabe que de haber sido José Ingenieros contemporáneo de los actuales legisladores, hubiera escrito varios tomos de la mediocracia y la política de las piaras.

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