Por Hernán Andrés Kruse.-

El pasado 31 de marzo se cumplió el séptimo aniversario del fallecimiento del ex presidente de la nación, Raúl Ricardo Alfonsín. Gran congoja produjo su muerte. El cortejo se transformó en una importante manifestación popular, demostración inequívoca del inmenso afecto que rodeó a Alfonsín en su último adiós. En los momentos previos a su entierro un emocionado Antonio Cafiero expresó que Alfonsín ya no era propiedad de los radicales sino del pueblo entero.

Raúl Alfonsín pasó a la historia como el presidente de la transición hacia la democracia. Luego de la debacle en Malvinas la dictadura no tuvo más remedio que retirarse del poder. Pero no lo hizo de cualquier manera sino que se vio obligada a negociar su retiro con los más importantes referentes de los partidos políticos. Finalmente, las elecciones presidenciales fueron convocadas para el 30 de octubre de 1983. Ese año fue, políticamente hablando, uno de los más fascinantes de la historia argentina contemporánea. Fue como si se hubiera producido un gigantesco destape que se tradujo en afiliaciones masivas que se dirigieron fundamentalmente al peronismo y al radicalismo, cuyo flamante líder, Raúl Alfonsín, había triunfado en la interna sobre Fernando de la Rúa, convirtiéndose en el candidato presidencial del centenario partido. La militancia política de aquel histórico año se asemejó a un volcán en erupción, en especial la militancia radical. El liderazgo carismático de Alfonsín atrajo a miles y miles de jóvenes al partido radical quienes volcaron su entusiasmo en cada acto en el que se presentaba don Raúl. Con gran habilidad política Alfonsín recitaba el preámbulo de la Constitución al finalizar cada presentación pública. Sus discursos no estaban enfocados en la economía sino fundamentalmente en la ética política, los derechos humanos y la democracia como filosofía de vida. En la campaña prometió llevar a juicio a los principales responsables del terrorismo de Estado y destacó que con la democracia se comía, se educaba, se curaba y se vestía. La gran maniobra de Alfonsín fue su acusación sobre un supuesto pacto sindical-militar sellado entre represores militares y conspicuos popes sindicales, acusación que descolocó a los involucrados y al candidato presidencial justicialista, el ex presidente interino Ítalo Luder. Pasado el invierno comenzó a producirse un hecho inédito hasta entonces: la sociedad percibía un cambio de época tan profundo que invitaba a un sueño: la posibilidad cierta de la victoria de Alfonsín el 30 de octubre. A comienzos de 1983 a nadie se le hubiera ocurrido ni siquiera pensar en esa posibilidad. Hasta ese momento el peronismo había sido imbatible en las urnas y su capacidad de movilización, esgrimida por el sindicalismo, lo hacía un competidor electoral temible. Su candidato a presidente era una figura respetada si bien quedará grabado en la historia su orden de aniquilamiento a la subversión en 1975 cuando ejercía la presidencia en reemplazo de “Isabel”, quien había pedido licencia. Que estuviera rodeado por personas del hampa sindical como el candidato peronista a la gobernación de Buenos Aires, Herminio Iglesias, lo tenía sin cuidado, seguro de su victoria en octubre. Con el correr de los meses el candidato radical demostró que poseía la misma capacidad de convocatoria que el peronismo. En aquel entonces la cantidad de gente que reunían Alfonsín y Luder en cada acto público era considerada vital para las chances electorales de ambos. Se produjo entonces un hecho inédito en el país: ambos candidatos a la presidencia comenzaron a competir por la cantidad de gente que eran capaces de convocar. De esa forma, a cada acto del radicalismo el peronismo respondía con otro acto, tan masivo como aquél. Los últimos actos de Alfonsín y Luder fueron apoteóticos. El líder radical convocó multitudes históricas primero en Rosario y luego en la 9 de Julio. Luder convocó, como cierre de campaña, a una multitud también en la 9 de Julio. Fue entonces cuando se produjo un hecho que para algunos analistas terminó por desmoronar las chances de Luder: la quema de un ataúd envuelto en una bandera radical a cargo del polémico Herminio Iglesias. Finalmente llegó la hora señalada. El 30 de octubre votaron millones de argentinos fundamentalmente por Alfonsín o por Luder, pese a que también terciaban Oscar Alende (Partido Intransigente) y Álvaro Alsogaray (Ucedé). La tensión que se vivió ese día será imborrable para todos los que participamos en ese histórico acto electoral. Con el correr de las horas se confirmó la hazaña: Alfonsín había derrotado a Luder por 12 puntos de diferencia (52% contra 40%). Inmediatamente miles y miles de simpatizantes alfonsinistas salieron a las calles del país a dar rienda suelta a su alegría. Para muchos fue, qué duda cabe, la jornada política más feliz de sus vidas.

Raúl Alfonsín asumió con un histórico nivel de apoyo popular. Si se hubiera podido medir con un termómetro la ilusión de quienes asistieron a la asunción de Alfonsín el 10 de diciembre, seguramente el termómetro hubiera estallado. El pueblo estaba convencido de que con la democracia se comía, se educaba, se curaba y se vestía. Su primera decisión fue llevar a la práctica la promesa del juicio a los máximos responsables de la desaparición de personas. En ese momento la causa cayó en manos de la Justicia Militar. A fines de 1984 intervino la Justicia Civil ante la evidente indolencia de los jueces militares de juzgar a sus pares. El histórico juicio a Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y compañía tuvo lugar en 1985 y el 10 de diciembre los jueces dictaron sentencia, luego de que el fiscal Julio César Strassera pronunciara la inolvidable frase “señores jueces, nunca más”. El juzgamiento a las primeras juntas militares lejos estuvo de apaciguar los ánimos castrenses. A fines de 1986 fue sancionada la Ley de Punto Final y en junio del año siguiente, la Ley de Obediencia Debida. En el ínterin, un grupo de militares carapintadas comandado por Aldo Rico se había sublevado. Esas leyes le provocaron un tremendo daño político a Alfonsín, daño que se tradujo meses más tarde en la derrota electoral de medio término.

Una cuestión clave de Alfonsín fue su relación con el peronismo. Por primera vez en la historia el peronismo estaba en la oposición y nadie sabía a ciencia cierta cómo iba a actuar. De entrada nomás Alfonsín intentó prepotearlo enviando al Congreso una ley tendiente a democratizar la vida interna de los sindicatos. El peronismo lo tomó como una declaración de guerra. Si bien la ley fue aprobada en Diputados, rebotó en el Senado. El rechazo a la “ley Mucci” envalentonó al sindicalismo que, de la mano de Saúl Ubaldini, decidió poner a Alfonsín contra las cuerdas a través de su clásica estrategia: el paro general. Con el correr del tiempo el empeoramiento de la situación económica favoreció los planes guerreros del peronismo. A comienzos de 1985 Alfonsín abandonó la heterodoxia económica y abrazó la causa ortodoxa. En otros términos: había llegado la hora del ajuste. Si bien al comienzo el ajuste logró contener la inflación, con el correr del tiempo la espiral inflacionaria se tornó ingobernable. Todos los ministros de Economía nombrados por Alfonsín fracasaron mientras el peronismo festejaba la debacle radical. A comienzos de 1989 la inflación pasó a ser hiperinflación configurando un escenario electoral claramente favorable al candidato presidencial del PJ, Carlos Saúl Menem, quien se vio obligado a asumir seis meses antes de lo previsto en la Constitución.

Alfonsín puso en práctica una política exterior apoyada en las banderas de la unidad latinoamericana y en el no alineamiento incondicional con los Estados Unidos, en ese entonces bajo la égida de Ronald Reagan. En 1985 Alfonsín protagonizó un hecho histórico en los jardines de la Casa Blanca: luego del discurso de bienvenida de su anfitrión el presidente argentino brindó un duro discurso, en abierto desafío a la república imperial. Esa actitud, más sus roces con las grandes corporaciones económicas (el campo, por ejemplo), los grandes medios de comunicación y la Iglesia, terminaron por minar sus chances de finalizar su mandato en término. En este sentido, pasó a la historia el abucheo que le propinó la Sociedad Rural durante la inauguración de Palermo en 1988. Durante la época menemista Alfonsín fue un duro crítico del gobierno nacional. Sin embargo, a fines de 1993 pactó en secreto con Menem una reforma constitucional que le permitió al riojano ser nuevamente presidente en 1995. También criticó duramente a De la Rúa, a quien nunca perdonó su decisión de convocar a Cavallo al gabinete en marzo de 2001. De buena relación con Eduardo Duhalde, fue vital para que el líder de Lomas de Zamora accediera transitoriamente a la presidencia el 1 de enero de 2002. El matrimonio Kirchner siempre alabó su figura a pesar de la clara actitud opositora del radicalismo, sobre todo a partir del conflicto por la resolución 125.

En los últimos años de su vida su salud se resquebrajó falleciendo de cáncer de pulmón el 31 de marzo de 2009. El pueblo lo sintió. La demostración popular el día de su entierro puso en evidencia el cariño que le dispensaba una buena parte de la sociedad, un cariño que no se manifestó cuando Alfonsín detentaba el poder. Con la muerte de don Raúl se fue el emblema de la transición a la democracia. Fue el presidente que el país necesitaba en aquel entonces. A pesar de sus errores, que fueron muchos, Alfonsín ejerció el poder con dignidad, lo que no es poco a tenor de lo que sucedió con algunos de sus sucesores.

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