Por Italo Pallotti.-

Cada hora, cada día tantos ciudadanos posan la mirada a una realidad de país que vive como amagando con ser distinto y se queda a mitad del camino desde tanto tiempo. Y me temo que pasarán muchos años antes que veamos alumbrar uno nuevo. Es tal la magnitud del daño que hemos permitido hacer, que no es fácil encarar una solución si en el medio no hay una crisis aún más profunda de la que estamos viviendo. Mucha sangre, sudor y lágrimas (no pretendo ser original) hará falta para exterminar esta legión de políticos nacidos al amparo de un voto irresponsable de tantos ciudadanos qué por fanatismo, conveniencia o simplemente ignorancia nos han ido poniendo en manos de corruptos, inoperantes y gente de la peor estirpe cívica. Cuesta mucho admitir y explicar esta funesta realidad a la que hemos arribado. Cuando los procesados ocuparon lugares de privilegio. Cuando condenados dan cátedras en las universidades. Cuando a los sindicalistas atornillados por décadas en sus cargos, nadie los mueve. Más aún gozan del privilegio de ser sostenidos por sistemas que parecen eternizarse en el tiempo; vaya uno a saber por qué intereses subterráneos. Cuando los mentirosos se pavonean como si tal cosa en los cargos relevantes de la República. Cuando la educación, destruida sistemáticamente, duerme en un silencio y letargo de calamidad extrema, llevada por dirigentes que en sus bastardas ideologías hacen de ella un camino hacia el peor de los destinos. Cuando la Justicia duerme esperando mejores tiempos, o los que favorezcan al personaje marcado por el turno político; o así al menos parece juzgarse en una modorra crónica de las sentencias. Cuando los periodistas militantes amenazan y juzgan, tergiversando la verdad expuestas por aquellos que la intentan defender a como dé lugar. Cuando los opositores en un juego, casi de adolescentes, se gruñen de continuo desafiando principios que bien saben son contrarios al bien común que la sociedad necesita. Cuando los narcos ocupan ciudades. Cuando las recientes estadísticas de la pobreza cachetean de modo brutal el cuerpo, el alma y el futuro de millones de hermanos de la misma nación.

Cualquiera, en su sano juicio, bien puede suponer que estamos en las vísperas de un final incierto. Son tiempos de sepultar el cuento que “con una cosecha nos salvamos”. Ni tampoco que “somos el mejor país”. En tal caso lo fuimos cuando la vergüenza existía, el honor era algo serio, sagrado, y el trabajo era la clave. Una dualidad de país parece habernos invadido. Uno para estos; otro para aquellos. Todo en una rara mezcla de déspotas resentidos y secuaces que se prestan a un juego peligroso y aciago que no encuentra explicación en el resto. No hacen, ni dejan hacer. Un tejido social, en ese encuadre, que se debilita en su estructura porque no sale de su asombro, al ver tanta ruindad moral, sostenida arbitriariamente. Nadie asume sus culpas, amparados en la amnesia de un sector de la sociedad que bien puede calificarse de cómplice; porque a veces alguna migaja miserable, todavía puede usufructuar. Todo un enjambre de políticos buscando el sitio para producir las mieles de un cargo, aunque a veces efímero, que les permita gozar de bienes y poder.

Dicho eso, hay una parte escondida en el recuerdo, sobre todo de aquellos que llevamos muchas décadas esperando “el país mejor”; aunque se vote siempre al “menos peor”. Ese país que nuestros mayores, algunos verdaderos héroes (no aquellos traídos para ocasionales tributos) y la sociedad, nos marcaron casi como a fuego; eso que debíamos conseguir para ser útiles a ellos y a nosotros mismos. Ante esto, florecen como en una película imágenes en un claroscuro que el paso de una etapa fue poniendo ahí al alcance de nuestro pensamiento; sobre todo aquella diferencia obligada a tener en cuenta entre el bien y el mal. Porque además, a pesar de todo, cada uno debe albergar en su interior ese recurso infinito para ser, de una vez, lo que debemos ser. De lo contrario todo será un: ¿rumbo a qué?

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