Por Guillermo Sandler.-

Después de 41 años de ausencia de la patria, un argentino ilustre regresa el 16 de septiembre de 1879 y escribe un pequeño libro cuya lectura recomendamos a los candidatos presidenciables, políticos, dirigente sindicales, economistas, estudiantes universitarios, dirigencia en general y opinión pública, del cual hemos extraído algunos párrafos para meditar. No sólo son 70 años perdidos, como dice el autor, podríamos agregar también estos últimos 70 años (1945/2015), lo que tendríamos ¡Ciento cuarenta años perdidos!

¡Setenta años perdidos para nosotros y por nosotros! ¿En que sentido? ¡En que no estamos a la altura de los Estados Unidos de América, habiendo estado más alto que ellos, bajo el período de nuestra común dependencia colonial!

¿Por qué han prosperado ellos? ¿Por qué nos hemos atrasado y quedado estacionarios nosotros? Que lo uno y otro ha sido por nuestra obra respectiva, no hay la menor duda.

¿Qué nos ha faltado? Ellos han tenido hombres de Estado, es decir, hombres de gobierno, desde el primer día de su independencia, porque los tuvieron desde el primer día de su establecimiento colonial en América. Nosotros no hemos sabido gobernarnos bajo la independencia, porque no lo hicimos jamás durante nuestra dependencia de España.

Los norteamericanos no necesitaron inventar sus instituciones de gobierno libre, les bastó abrazar las de sus padres y adaptarlas a su condición natural de republicanos. Nosotros tampoco hemos inventado nuestras tradiciones u hábitos de gobierno sin libertad: nos ha bastado seguir la corriente que nos imprimían las instituciones del despotismo colonial, en que nacimos y nos educamos, tomando la precaución de vestir nuestros actos con el traje de instituciones libres del extranjero.

¿Por qué nos han faltado hombres de Estado? Organizada y gobernada por España sin la menor intervención de su acción propia, la América, antes española, ha carecido durante su vida independiente de hombres de Estado, es decir de arquitectos constructores y administradores del edificio de su moderno régimen de gobierno.

De la materia, de la obra, del trabajo del hombre de Estado -que es el arte y la ciencia de la construcción y organización mecánica del cuerpo del Estado- no se han ocupado los políticos, que por eso no han dejado de llamarse hombres de Estado.

Felizmente, los Estados no son precisamente la obra de los hombres de Estado. Los Estados, como sociedades y cuerpos políticos, se forman por si mismos, en virtud de leyes naturales, como las que presiden a la formación espontánea de todos los cuerpos y seres organizados.

En este sentido cada individuo de los que constituyen las unidades o partículas elementales del cuerpo político, son hombres de Estado, en cuanto hacen al Estado sin saberlo.

Y así como se forma el edificio del Estado, así se forman la riqueza y opulencia del Estado, es decir, por leyes naturales, de que son brazos e instrumentos los individuos que componen el Estado. Obrando por su propio bien y su propio interés, cada individuo obra por el todo de que es miembro elemental y componente.

Ese instrumento y esa labor individual de cada hombre por la conservación y mejora de su ser individual, es la garantía de la conservación y mejoramiento de la sociedad humana.

Si es este modo de ser lo que constituye el egoísmo, el egoísmo así tomado es la palanca y el agente motor más seguro y poderoso del progreso humano. El egoísmo, así considerado, es la tabla de salvación de las sociedades humanas.

Los egoístas, no los patriotas, son los que han de salvar los destinos sociales de la República Argentina.

El individuo puede no ocuparse de hacer la dicha del Estado, pero no dejará de trabajar en hacer su propia dicha individual, es decir, la de su familia, la de su hogar, la de su opulencia propia y privada.

Pues bien, basta que se ocupe de ello y logre el objetivo de su aspiración particular, para que el progreso y la opulencia del Estado se produzcan por sí mismos, sin que el gobierno ni la política se ocupen de ello.

No es el patriotismo, es el egoísmo así entendido, toda y la grande esperanza de la Patria. A medida que la población laboriosa, ocupada y juiciosa, se aumente con la inmigración de hombres ocupados y contraídos al trabajo de su individual progreso y enriquecimiento. Esos egoístas son los verdaderos soldados de la Patria, los obreros de su grandeza, los trabajadores de su opulencia.

Es un ejército que, lejos de gastar y empobrecer al país, produce su bien y lo enriquece.

Todo el sueldo que exige del gobierno y del Estado es la seguridad, protección y defensa de su persona, de su vida, de su propiedad y de su libertad individual y privada.

¿Por qué admirarse de ello? ¿Es acaso obra de sus gobiernos el progreso del país producido hasta aquí? ¿La riqueza rural de sus campañas es producto del trabajo de los gobiernos, o lo es de los particulares? ¿Tendrían los gobiernos rentas, ni crédito, ni medios de gobernar, si no fuesen esas riquezas producidas por el trabajo y el ahorro de los particulares?

¿Es la riqueza comercial de las ciudades, la obra y producto del trabajo oficial de los gobiernos, o es la obra del trabajo individual y privado de los comerciantes? ¿Sin ese trabajo individual y egoísta, habría cambios, comercio, rentas de aduana, crédito público, doblamiento, progreso, opulencia?

Pues ese egoísmo fecundo y virtuoso, en que la hipocresía de la política ve un enemigo de la patria, es el que ha de salvar el porvenir de la República Argentina. El egoísmo individual mantiene y hace vivir al gobierno.

De este modo el egoísmo, y no el patriotismo mal entendido, viene a ser la virtud más segura y fecunda de los gobiernos. Los pueblos y gobiernos vienen a servirse mutuamente, no por su patriotismo, sino por su egoísmo respectivo; por un movimiento menos poético, pero más natural y positivo que la simple abnegación.

Una institución social o política se decreta en los Congresos y Asambleas soberanas por leyes escritas ; se hace en las Universidades y escuelas por el maestro, por la educación, por el estudio, por la costumbre, si se sabe emplear el poder de la educación a este propósito, y no tiene casualmente otro digno de su costo. Sólo de este modo lo que era una idea abstracta y general se vuelve un hecho, un hábito, una manera del hombre mismo. Hasta que la institución no está arraigada en el entendimiento y encarnada en las costumbres, por la obra de la educación, la institución no existe, sino en el aire. Es una nube dorada que se lleva el viento.

Todas las instituciones nacionales que estamos escribiendo se quedarán escritas, si el Estado no se ocupa de transformarlas en hechos reales, no solamente por los medios coercitivos que la Constitución pone en sus manos, sino especialmente por el convencimiento imbuido en las escuelas, encargadas de enseñar la ciencia de las instituciones, de los intereses públicos y de los derechos, que las instituciones tienen por objeto y propósito encarnar en las costumbres.

Habiéndonos faltado el Estado, es decir, la Nación organizada en un cuerpo regular, nos han faltado naturalmente los hombres de Estado, las instituciones de Estado, los intereses de Estado, las cuestiones de Estado, las cosas de Estado.

Ningún caudillo, por más que vista a la parisiense, dejará de ser igual a los creadores del desquicio, que ellos mismos han llamado régimen del caudillaje, en el sentido de negación de la política ordenada, regular, civilizada, conocida como la ciencia del Estado, o ciencia del estadista.

Extractos del libro LA REVOLUCION DEL 80, Juan B. Alberdi.

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