Por José Luis Milia.-

No tengo duda alguna que “El mercader de Venecia” es una obra donde se exterioriza el prejuicio anti judío de la Inglaterra del siglo XVI, pero no por ello me privaría de leerla -dada su calidad literaria- o por extensión, de leer a Shakespeare; pero cualquier persona con un mínimo de sentido común debería tener el cuidado de saber a quién se le recomienda leer algo. Primero, porque demasiada agua -o sangre- ha corrido bajo los puentes; segundo, porque la libre interpretación -y esto no es peyorativo, estamos en una Argentina que aún se mueve por rencores pretéritos- que un chico de villa miseria puede hacer a partir de la actitud de un individuo, Shylock, de la relación judío-usurero-libra de carne, asociación que por generalizadora es de por sí ignominiosa; si a ésta le agregamos “fondos buitres”, tenemos un combo de actualidad más que explosivo.

Es “El mercader de Venecia”, una obra que, si no sumara a su trama el peso de su calidad literaria, bien podría ser interpretada como un panfleto más de la Alemania nazi. Es tan fuerte la imagen de pagar una deuda con una libra de carne ajena, que se ha hecho parte del lenguaje cotidiano –to be a Shylock, ser un usurero- al menos en los países de habla inglesa, donde las palabras Shylock, usury y jew eran, en la Inglaterra victoriana, mezcladas perversamente.

Si bien entiendo la alarma de las asociaciones judías de la Argentina por la recomendación presidencial de entender a Shylock para conocer los manejos de los “fondos buitres”, es poco probable que, dada la decadencia cultural argentina, sean muchos los chicos de la villa 20 que vayan a leer “El mercader de Venecia” recomendado, ni, menos aún, “Macbeth” u “Otelo”; ergo, pocos -casi ninguno, me atrevería a decir- serán los que asocien el accionar de los “fondos buitres” con Shylock. Hubiera sido preferible y mucho más real que la presidente les contara -para que conocieran la perversidad de la usura- la historia de una pareja que allá en el sur profundo de nuestro país, en plena época del proceso y aprovechando una ley del mismo, les sacaban a los deudores su casa. Sólo cabría una reflexión que alguien que vive en el frío de una villa miseria sí entendería: quizás estos deudores que perdían su techo en una zona de inviernos bajo cero hubieran preferido dar una libra de carne para no dejar a sus familias desamparadas.

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