Por Alfredo Nobre Leite.-

En una suerte de juicio salomónico, el lector Alejandro Olmedo Zumaran en carta en el diario «La Prensa» del 6 del actual, expresa: «Sorprende que se castigue el Terrorismo del Estado, pero no el Subversivo(…). El terrorismo de estado utilizaba la detención de centros clandestinos de detención… Debe quedar claro, que las aberraciones y violaciones a los derechos humanos cometidos por los militares no disminuyen ni un ápice las cometidas por los terroristas y que es hora de poner las cosas en su lugar (…)». Es pertinente, a la luz de lo expuesto, decir que en la Argentina en los años 60 y 70 existió un conflicto armado -una guerra revolucionaria iniciada por las organizaciones terroristas con apoyo estatal y paramilitar exterior-, reconocido tanto por los actores enfrentados y la sociedad toda, como los jueces de la Cámara Federal y la Corte en el fallo de la Causa 13. En ese conflicto debió aplicarse el Convenio de Ginebra conocido como Protocolo II (1977), «Relativo a la Protección de las Víctimas de los Conflictos Armados sin Carácter Internacional», que lo enmarcaba cabalmente. Sin embargo, cuando Alfonsín decidió en 1983 juzgar a la cúpula terrorista y a las juntas militares, decidió ignorar la existencia de un conflicto armado y aplicó el Derecho de la Paz (Tratados de Derechos Humanos) imputándoles delitos comunes y no el Derecho de Guerra (Derecho Internacional Humanitario o Convenciones de Ginebra), ámbito característico donde correspondía valorar las respuestas a «la guerra revolucionaria», ordenadas por los gobiernos constitucionales de Perón y M. E. Martínez de Perón. Y para ello, hasta tanto no haber juzgado a las Juntas Militares, evitó promulgar como ley nacional el Protocolo II, que era la norma que correspondía aplicar (recién se lo ratificó el 26.11.86).

La diferencia conceptual entre el Derecho de la Guerra y el Derecho de la Paz, consiste en que el primero contempla tres tipos de actores: las organizaciones irregulares terroristas, las Fuerzas legales del Estado y la población civil ajena al conflicto. A este último grupo es a la que fundamentalmente protege el Protocolo II. En los Tratados de Derechos Humanos, en cambio, sólo hay dos actores: el Estado y los ciudadanos y, al no existir el concepto de conflicto armado interno, dentro de la expresión «población civil» quedan necesariamente incluidos los terroristas, por lo cual quedarían incluidos entre quienes debieron ser protegidos de ellos por los agentes del Estado. Así los terroristas quedan habilitados para reclamar derechos que le son propios a dicha población, desplazando a sus propias víctimas, los civiles que no participaron de las hostilidades y fueron asesinados por ellos y las Fuerzas del Estado pasan a ser responsables de haber accionado contra la población civil debido, como hemos visto, a la inexistencia de combatientes ya que éstos mutaron en población civil.

Las consecuencias de este razonamiento, que aplican jueces y fiscales, son las siguientes: 1) No se reconoce la existencia de un estado de guerra. 2) Los terroristas no iniciaron la agresión armada. 3) Los terroristas son víctimas civiles, del mismo modo que la pequeña hija del Capitán Viola (María Cristina, de tres años) asesinada por el ERP durante el gobierno democrático de Perón. 4) Los delitos de los terroristas son delitos comunes, porque son considerados delitos de ciudadanos civiles y por lo tanto prescriben. 5) Las verdaderas víctimas inocentes, ajenas al conflicto quedan absolutamente negadas y desamparadas, las víctimas del terrorismo sencillamente no existieron. 6) Solo los agentes del Estado se les deben imputar crímenes imprescriptibles, éstos (los agentes del Estado) en definitiva fueron los terroristas, por que ejercieron el terrorismo de Estado. Con lo cual terminan realizando una verdadera revolución copernicana, los terroristas (de manos de Alfonsín) pasan pasan a ser víctimas y los responsables de dar seguridad pasan a terroristas y victimarios (de Estado). (1)

Es justamente por eso que necesita imponer la fantasiosa concepción de «terrorismo de Estado» en el ámbito del Derecho de Paz. Su aplicación genera un cambio de roles en los terroristas: de agresores pasan a ser víctimas; pero como la construcción internacional de los derechos humanos de las víctimas se apoya en la condición de haber sido víctimas del terrorismo, aquellos necesitan de este sofisma para sustentar su carácter de víctimas.

1) Basado en el libro «Lesa humanidad, el delito que no es», por Victoria Villarruel, 2007.

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