Por Jorge Raventos.-

El gobierno de Mauricio Macri considera que hay algunas buenas razones para festejar. En todo caso, también hay fuertes motivos para estar preocupado.

El fin del extenso y conversado default, el pago a los buitres y la excelente acogida a los bonos argentinos (más allá de que los mercados premiaran una tasa que casi dobla la que paga Bolivia), son hechos positivos. Celebrarlos supone a la vez un gesto de realismo y uno de imaginación. Se apuesta a que, en las nuevas condiciones (una Argentina que cumple las reglas y es, además, una potencia alimentaria y un manantial de recursos estratégicos, desde petróleo a litio, sin olvidar el agua) las inversiones llegarán y contribuirán a convertir la potencia en acto. Esto es plausible, pero hay que verlo aún. O, al menos, exponer un croquis más o menos preciso o verosímil del puente entre el presente y ese futuro.

Marketing y accountability

Si los festejos por momentos suenan desubicados es porque hay situaciones actuales que aconsejarían un poco más de contención, un poco menos de autoagasajo y más explicaciones sobre la transición al después promisorio desde un ahora todavía problemático.

El embajador argentino en Washington, Martín Lousteau, parece comprenderlo: “En el corto plazo muchas de las cosas que se hacen para reordenar la economía tienen impacto negativo en el nivel de actividad y en la inflación -declaró el sábado 23 en La Nación-. Muchas de las medidas que se toman para organizar la economía tienen efectos que van en contra de la dinámica económica, en precios y actividad. Eso se ve. Hay preguntas sobre eso. Y es importante que la Argentina las pueda contestar no sólo al inversor, sino también a nosotros mismos”.

A falta de esas respuestas formuladas explícita o implícitamente bajo el formato de un plan cuya marcha y objetivos puedan ser verificables y controlables (someterse a lo que los estadounidenses llaman “accountability”), surgen señales de Incertidumbre o descontento o se plantean respuestas simplificadoras.

Roberto Lavagna apuntó a «un error inicial” del gobierno: “anunciar una tasa de inflación de 20 a 25 por ciento pero más cerca del 20 por ciento. No era viable y estamos en el 35 por ciento. Eso afectó la credibilidad de las autoridades. Por querer ser optimistas, se perdió credibilidad».

En el ámbito del Congreso empiezan a tomar cuerpo político respuestas a aquellos interrogantes que no coinciden con los objetivos del gobierno. El peronismo (renovadores y ex kirchneristas a la cabeza), acompañado por otras fuerzas impulsa desde ambas Cámaras la declaración de una emergencia ocupacional (con retroactividad el 1 de marzo), que bloquearía, retrotraería o castigaría indemnizatoriamente los despidos hasta fin del año próximo. La norma pretende asegurar con medidas adicionales la estabilidad de los trabajadores que ya cuentan con empleo, aunque seguramente hará más difícil la incorporación de nuevos trabajadores.

Cuestión social y gobernabilidad

Aunque crítico del gobierno, Roberto Lavagna objetó el proyecto: «Creo que puede terminar perjudicando al empleo, en particular en el sector de las pequeñas empresas, que se juegan la vida si tienen que pagar una doble indemnización o si quedan impedidas de despedir a alguien».

El gobierno anticipó su rechazo a la iniciativa, pero como no está en condiciones numéricas de neutralizarla, intentará empantanar el debate en las comisiones legislativas que domina para demorar la sanción. En última instancia, el Presidente podría apelar al veto. Seguramente contaría, si lo hace, con la aprobación de las corporaciones empresariales a las que en sus discursos viene reclamando que inviertan y que no suban los precios.

Puestas en esos términos las cosas, el Presidente confirmaría una imagen de él mismo que sus adversarios quieren imponer: la de un político que mira la realidad desde una perspectiva de clase alta, poco sensible a las preocupaciones de la gente de trabajo y predispuesto a acordar con su sector social inclusive al costo de disimular diferencias circunstanciales. Más inquietante aún: podría ver resquebrajarse el basamento de gobernabilidad que él y sus espadas políticas (el ministro Rogelio Frigerio, el diputado Emilio Monzó, el senador Federico Pinedo entre los más importantes) han venido construyendo con paciencia durante estos meses.

No habría que dar por sentado que el gobierno acepte pagar ese precio. El Presidente ha mostrado en lo que va de su administración que puede eliminar un curso de acción, frenarlo sin mayores explicaciones (como viene ocurriendo con el protocolo de seguridad sonoramente anunciado al principio de la gestión por la ministra del ramo), retroceder y buscar vías alternativas (como ocurrió con el nombramiento en comisión de dos miembros de la Corte), con tal de afirmar los dispositivos de la gobernabilidad.

En principio dio signos de su voluntad de ampliar la agenda social al acelerar medidas como la rebaja del IVA, la suma especial para los jubilados de asignación más baja y la disposición a elevar significativamente el salario mínimo y el subsidio de desocupación. Es probable que sus equipos terminen encontrando o improvisando herramientas que eviten en el Congreso la derrota que determinaría la necesidad de vetar.

El oficialismo se siente más cómodo en la atmósfera que últimamente prefieren los medios: la de las siempre sorprendentes investigaciones sobre corrupción.

La vecindad de Brasil, con una Presidente a punto de ser sometida a juicio político y buena parte de su dirigencia sospechada de complicidad con alguna variante de corrupción, exacerba por momentos la discusión del tema en la Argentina, donde los videos de La Rosadita, las confesiones de Leonardo Fariña y los Papeles de Panamá eclipsan a menudo el análisis de asuntos de gran (o mayor) importancia

Droga, vista gorda y “respuesta uruguaya”

La muerte de cinco jóvenes y el grave estado que padecen otros varios por consumo de las llamadas “drogas de diseño” recién empezó a despegar del plano de la banalización cuando un fiscal federal puso en el centro del debate no meramente las cuestiones de orden municipal, sino la existencia misma de las “fiestas electrónicas”. Hasta allí parecía estarse introduciendo por la ventana un intento de legalizar lisa y llanamente ese tipo de sustancias después de años de permisividad discreta.

No es un secreto para nadie que las fiestas electrónicas son verdaderas ferias destinadas a que los mercaderes de pastillas coloquen sus cápsulas (Éxtrasis o Superman, todas “dañinas y nocivas”, como subrayó el doctor Carlos Damin, jefe de Toxicología del Hospital Fernández) a un público masivo y motivado. Y, de yapa, hagan una fortuna transando a precio de oro agua corriente con etiqueta.

Esas fiestas no sólo cuentan con piedra libre desde hace años (no menos de una década) sino que algunas son inclusive auspiciadas por grandes empresas, que sin pudor vinculan sus marcas a esta actividad.

Es una curiosa circunstancia que todo esto coincida en el tiempo con los sonoros discursos de la política condenando el tráfico de drogas y los delitos conexos. Suele haber más palabras que hechos. En la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, no hay ministerios, secretarías ni subsecretarías que atiendan el tema: sólo una dirección general en el ministerio de Habitat y Desarrollo Humano que se ocupa de adicciones. ¿Será que en la capital de la República no se verifican ni el consumo ni el tráfico de estupefacientes? Ya decía Aníbal Fernández que “este es un país de tránsito”.

El problema que emerge con los muertos de Costa Salguero se centra, para algunos observadores y hasta para algunas autoridades, no en el consumo de drogas, sino en la mala calidad de la droga que ingirieron las víctimas.

Esa mirada se ubica en el vestíbulo de “la respuesta uruguaya”. El ex presidente oriental José Mujica impulsó la provisión por el Estado de marihuana de calidad garantizada. Aquí -lejos del izquierdismo del Frente Amplio- se empieza a sugerir que alguna ONG certifique los ingredientes de las pastillas que se consuman en las fiestas electrónicas. El Estado se limitaría a autorizar las fiestas y esas oenegés, y reclamaría, eso sí, que los establecimientos cumplan con las normas municipales. De hecho, la modalidad autorizaría el consumo de un modo apenas menos implícito que el vigente. Las diferencias entre el izquierdismo de Mujica y el neoliberalismo que se asigna a Cambiemos no parecen demasiado extremas.

La sociedad argentina alienta otras opiniones sobre el tema. Ese debate todavía no se despliega.

Corrupción y grieta cultural

El tema de la corrupción tiene más rating. Y su tratamiento tensa las relaciones en el gobierno. Esta semana hubo un nuevo jaleo entre Elisa Carrió y el Presidente: discutieron a puertas cerradas diferencias importantes sobre cómo actuar frente a los jueces. La señora Carrió teme enfáticamente que no hayan desaparecido vasos comunicantes entre el poder político y Comodoro Py. Paradójicamente, son muchos los amigos de Mauricio Macri que le imputan precisamente lo contrario.

Son dos perspectivas que conviven (y se enfrentan) en una misma coalición política.

El sueco Gunar Myrdal citaba medio siglo atrás al gran líder indio Jawāharlāl Nehru: “Gritar desde las azoteas que todo el mundo es corrupto crea una atmósfera de corrupción y la corrupción se expande. El hombre de la calle se dice: si todo el mundo es corrupto, ¿por qué no yo también?”

Por su parte, mucho antes de teorizar sobre el “choque de las civilizaciones”, el estadounidense Samuel Huntington analizó la corrupción como un fenómeno vinculado al cambio social. “La modernización -decía- implica cambio en los valores básicos de la sociedad (…) Estos valores generalmente son incorporados primero por sectores expuestos a ellos por su contacto con otros países (…) estos sectores empiezan a juzgar a sus propias sociedades en base a estas normas nuevas y ajenas. Conductas que eran tradicionalmente aceptadas como legítimas y normales se transforman en inaceptables y corruptas cuando son miradas con ojos modernos. Por eso, en una sociedad en proceso de modernización, la corrupción puede implicar menos una conducta que se desvía de normas aceptadas que un desvío de las normas en relación con los moldes tradicionales. Nuevos criterios y pautas en relación a lo que está bien o mal conducen a que al menos algunos de los moldes tradicionales de conducta sean condenados como corruptos”.

Para Huntington, como para el Myrdal que se referenciaba en Nehrú, “la puesta en cuestión de los valores y comportamientos tradicionales erosiona la legitimidad de las normas en general. El conflicto entre normas tradicionales y nuevas normas morales abre un hueco que permite a muchos individuos comportarse sin respetar ni unas ni otras”.

Ese intríngulis de normas que se neutralizan recíprocamente, que los académicos suelen llamar anomia, está probablemente en las raíces de la grieta que separa grandes espacios políticos, pero también introduce afinidades y discordancias en el seno de cada fuerza, cada actividad, cada generación.

Naturalmente, también hay conflicto sobre la forma de cerrar la grieta. Puede ocurrir que esa tensión termine ensanchándola.

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