Por Jorge Raventos.-

La tensión política va en aumento a medida que se acerca el fin del ciclo kirchnerista. La señora de Kirchner, cuyo mandato tiene fecha de expiración el 10 de diciembre, parece decidida a usar intensivamente los ochenta días que le quedan y si a menudo ha hecho uso discutible de la cadena nacional de difusión (y de otros recursos públicos) ahora ya la emplea casi exclusivamente con fines de propaganda facciosa. La última -el viernes 18 de septiembre- la destinó a vituperar a los jueces tucumanos que declararon nula la elección de esa provincia por considerar que no se garantizó allí la libertad de sufragio que establece la Constitución y también para arremeter contra el candidato de la alianza Cambiemos, Mauricio Macri. La arenga presidencial tuvo más de exasperación que de rigor: mentando la soga en casa del ahorcado, acusó de “fraude” a los magistrados tucumanos que vieron fraude, en cambio, en el comicio desarrollado bajo el gobernador José Alperovich y ubicó (o desubicó) las prácticas del llamado “fraude patriótico”, en la década del 90 del siglo XIX. Hasta los historiadores adictos podrían explicarle que ese fenómeno ocurrió en la década del 30 del siglo XX.

La paja y la viga

También resultó llamativo que la señora de Kirchner destacara la paja de la corrupción en el episodio Niembro/gobierno porteño tras ignorar durante años las vigas en el ojo propio: casos Boudou, Jaime, “Sueños Compartidos”, Hotesur, etc.

Aunque la ofensiva presidencial tendrá, sin duda, repercusiones electorales, no habría que deducir de ello que la señora esté motivada por esas cuestiones. Sus reacciones responden más bien al deseo (que probablemente no llegue a satisfacer) de tomar revancha, mientras puede, sobre aquellos sectores que han mostrado capacidad de resistencia a su poder: los que quedan en la Justicia, en los medios independientes, en la política. Y al de conjurar preventivamente las acusaciones que ya hacen cola en Tribunales con la estrategia Cambalache: revolcar todo en un mismo merengue, manosear todo en el mismo lodo.

Al monopolizar la palabra del oficialismo, la señora de Kirchner relega al candidato presidencial, Daniel Scioli, a un rol secundario, poco conveniente para competir con mejores chances. Las encuestas cualitativas revelan, precisamente, que uno de los puntos flacos que el público independiente ve en Scioli es la dependencia de la Presidente que le atribuyen. Aun muchos de los que ven diferencias entre el candidato y el kirchnerismo, admiten que a esta altura debería evidenciar su autonomía y subrayar que él es quien controla de ahora en más, empezando por su propia campaña.

El alivio que los mercados anticipaban ante la evidencia de que el ciclo K se acaba y la esperanza de que inclusive una presidencia Scioli supondría una etapa diferenciada, más comprensiva, más realista y más virada a los consensos, se perturba ante el insistente protagonismo de la señora de Kirchner y la escasez de definiciones de sus probables sucesores.

Combustibles de la tensión

La furia presidencial no es el único combustible de la tensión política. Contribuye a ella, sin duda, la gran incertidumbre que todavía reina sobre la desembocadura de la competencia electoral.

Las dos fuerzas que ocuparon los primeros lugares en las primarias de agosto -el Frente para la Victoria y Cambiemos- atraviesan dificultades cuando restan menos de cuarenta días para las presidenciales. La situación alimenta legítimamente la esperanza del tercer competidor -la alianza UNA, de Sergio Massa y José Manuel De la Sota- de forzar un ballotage en octubre y ser, en noviembre, uno de los dos finalistas.

A juzgar por los hechos, el oficialista FPV tropezó mal en el Tucumán cincelado durante más de una década por la ladina mano de Alperovich. El vidrioso comicio provincial que debía designar al próximo gobernador quedó manchado por las irregularidades, fue impugnado y anulado, en ese fallo inédito y clamoroso que indignó a la Presidente.

Más allá de las quejas, se trató del pronunciamiento de una Cámara de la Justicia provincial y, aunque en términos jurídicos esa sentencia no es la última palabra, en términos políticos implica un serio revés para el oficialismo, ya que desde un sitial institucionalmente legitimado se admite la existencia de prácticas fraudulentas (“»Todavía no he leído la resolución de Tucumán, pero no creo que hayan resuelto en el aire», señaló, por caso, la jueza federal y electoral María Servini de Cubría).

El país no puede estar tironeado entre la politización de la justicia y la judicialización de la política. El gobierno ha contribuido a esa cinchada con su tendencia a satelizar los tribunales, a condenar los fallos que no comparte y a desentenderse de (o complicarse con) irregularidades como las que tiñeron el comicio tucumano, más allá de quien tenga más votos.

El grave incidente tucumano y sus consecuencias quizás no le resten a Daniel Scioli votos del caudal que exhibió en las primarias, pero sin duda le ponen obstáculos a su acceso al electorado independiente, que necesita si quiere eludir una segunda vuelta.

Mira quién habla

Como de hecho sugiere el discurso de la señora de Kirchner, Scioli puede encontrar consuelo observando que Mauricio Macri, su inmediato perseguidor, no la está pasando mucho mejor. El Pro -eje de la coalición Cambiemos- ha sido duramente golpeado por la denuncia de turbiedad administrativa (cuantiosos contratos definidos sin concurso de precios), motorizada desde la prensa oficialista.

Que los manejos denunciados favorecieran al primer candidato a diputado nacional por la provincia de Buenos Aires no podía sino torpedear la campaña de Cambiemos en el principal distrito del país y, en general, erosionar y decepcionar a sus propias bases, particularmente apegadas a un discurso virtuoso (a menudo virtuocrático). La retórica moralista cuadra mejor a las fuerzas políticas que no ejercen poderes administrativos que a aquellas que gobiernan, siempre expuestas al escrutinio ajeno.

Fernando Niembro terminó renunciando a su candidatura (una manera de distinguirse de tantos funcionarios nacionales no sólo imputados, sino procesados, que resisten impávidos en sus puestos). Sin embargo, el tema está lejos de haber sido superado, ya que el electorado actual y potencial de Cambiemos es especialmente sensible a los temas de ética pública. Algunos memoriosos recuerdan, en ese sentido, que en abril del año 2000, a semanas de asumir el gobierno, la Alianza que llevó a la presidencia a Fernando de la Rúa sufrió su primera crisis por un tema de corrupción que, observado retrospectiva y comparativamente, era poco significativo: el interventor en el PAMI favoreció a su esposa en un contrato menor y fue forzado a renunciar. La beneficiada era hermana de Graciela Fernández Meijide, figura consular de aquella coalición que en algunos sentidos prefigura a Cambiemos. L as fuerzas que se apoyan en ese electorado son, sin duda, vulnerables a la indagación virtuosa. En ese sentido, el oficialismo y Cambiemos juegan con reglas diferentes.

La cúpula del Pro, golpeada por el episodio, teme que en las próximas semanas surjan otras denuncias que apunten a la cabeza de la coalición opositora. Así como usa la cadena nacional para la campaña, el oficialismo se nutre de la información que le proveen sus fuentes de inteligencia.

Tensión y gobernabilidad

Los inconvenientes simultáneos de Scioli y Macri, sumados a un pujante trabajo de elaboración y presentación de propuestas en temas que afligen a distintos sectores, le permitieron a Sergio Massa ganar espacio.

Los encuestadores sólo registran, sin embargo, un incremento importante en el rubro imagen pero todavía pequeño (cerca de dos puntos) en la intención de voto. El massismo confía en que en las últimas semanas esa intención de voto lo impulsará al segundo puesto.

Para algunos sectores de Cambiemos, la (por ahora tendencial) levantada de Massa es obra de otro plan malicioso del oficialismo: “Quieren subir a Massa para bajar a Macri y permitir así que Scioli gane en primera vuelta”, argumenta, por caso, Elisa Carrió. Evidentemente las interpretaciones conspirativas no son exclusividad del kirchnerismo.

En un juego donde hay tres participantes (y vale la pena recordar que si hay tres, es porque uno de ellos rechazó en su momento aliarse con otro), es natural que cada uno de ellos aproveche las dificultades de los demás, los golpes que los otros se auto infligen y la competencia entre los otros. Esto vale para todos los rivales. No es una confabulación, es la realidad.

Y la realidad dice que la moneda sigue en el aire. Que ni la ciudadanía ni los mercados pueden tener hoy una certeza sobre las condiciones de gobernabilidad que mostrará el país cuando se defina la elección de octubre.

La tranquilidad que hace unos meses generaba la idea de que “cualquiera sea quien gane, prevalecerán los consensos”, parece disiparse a medida que se aproxima el comicio. Los hechos de Tucumán han reabierto heridas y sospechas.

Los principales candidatos -sin que ello implique que abjuren de la competencia y la voluntad de triunfo- deberían esforzarse por recrear la atmósfera de unión nacional que el país, en el nuevo ciclo que uno de ellos presidirá, necesita para crecer.

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