Por Hernán Andrés Kruse.-

Thomas Hobbes (1588-1679) fue uno de los filósofos políticos más importantes de todos los tiempos. Máximo ideólogo del absolutismo político, fue también un agudo analista de la condición humana. Dejó para la posteridad un libro extraordinario en el que desarrolla su concepción contractualista: “Leviatán”.

En el capítulo XI, titulado “De la diferencia de las maneras”, Hobbes sitúa en primer término, “como inclinación general de toda la humanidad, un deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte”. El hombre vive, por ende, en pos de un objetivo fundamental: conquistar el poder, conservarlo e incrementarlo a cualquier precio. La historia de la humanidad se ha encargado de corroborar la hipótesis hobbesiana. La inmensa mayoría de quienes detentaron el poder a lo largo de la historia han sido tiranos sanguinarios, déspotas que lo único que les interesó fue saciar su ilimitada ansia de dominación. Pienso en los reyes absolutos anteriores a la Revolución Industrial. Uno de ellos llegó a decir “el Estado soy yo”. Se consideraba dueño de la vida y la propiedad de sus súbditos. Más acá en el tiempo, cabe mencionar, como ejemplos de deseos patológicos de poder, a los más grandes totalitarios de la historia: Adolph Hitler y Joseph Stalin. Hitler se creía un iluminado, el más fiel representante de la raza superior, la aria, elegida por la providencia para dominar al mundo. Stalin fue quizás uno de los gobernantes más perversos de todos los tiempos. Basta con leer “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenitsyn para tener una idea acabada de lo que fue el estalinismo. La historia argentina es pletórica en gobernantes que vivieron por y para el poder, que no podían controlar ese deseo perpetuo e insaciable de poder. En el siglo XIX el caso más emblemático es el de Juan Manuel de Rosas, el “Restaurador de las Leyes”. Al serle otorgada la suma del poder público el rico hacendado de la provincia de Buenos Aires se convirtió en un príncipe, en un gobernante situado por encima del cuerpo legal vigente. De no ser por la batalla de Caseros en febrero de 1852 Rosas hubiera detentado el poder hasta el fin de su vida. Pero el caso más notable es, a mi entender, el de Juan Domingo Perón. El líder de los descamisados fue una máquina de construir poder y un experto en el arte de conservarlo e incrementarlo.

¿Por qué el hombre siente un deseo de esta índole? Dice Hobbes: “Y la causa de ello no es siempre esperar un goce más intenso que el ya obtenido, ni tampoco ser incapaz de contentarse con un poder moderado. En realidad, el hombre no puede asegurarse el poder y los medios para vivir bien que actualmente tiene sin la adquisición de más. Y por eso sucede que los reyes, que son los más poderosos, dirigen sus afanes a asegurarlo en casa mediante leyes y fuera mediante guerras. Y cuando todo eso se cumple, surge un nuevo deseo; en algunos, de fama por nuevas conquistas; en otros, de ocio y placer sensual; en otros, de admiración, o de ser ensalzados por descollar en algún arte o en otra capacidad de la vida”. El hombre quiere más poder por el miedo a perder sus dominios. Para Hobbes el poderoso se siente permanentemente inseguro. Es por ello que despliega todo su poderío para garantizar el control absoluto, tanto dentro de sus dominios como en sus relaciones con el mundo exterior. El gobernante desea extender su dominio hasta donde le sea posible para sentirse seguro, para evitar ir a la cama todas las noches pensando que mañana su dominio puede desmoronarse como un castillo de naipes. El que haya conseguido ahuyentar todos sus temores no suprime sus ansias de poder. El gobernante quiere más y más poder para ser alabado, para quedar registrado en los futuros libros de historia, para demostrarle al mundo que es el mejor. Más adelante, Hobbes expresa que “la competición por riquezas, honor, mando u otro poder inclina a la lucha, la enemistad y la guerra. Porque el camino de cada competidor para lograr su deseo es matar, someter, suplantar o repeler al otro”. El caso más paradigmático en este sentido fue la denominada “guerra fría” que se extendió entre el fin de la segunda guerra mundial y el colapso del estalinismo en 1991. Se trató, en el fondo, de una competencia a muerte entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por ver cuál de las dos potencias era mejor. La competencia se dio en todas las actividades, desde las aventuras espaciales, los duelos deportivos y la final de ajedrez entre Robert Fischer y Boris Spassky. Afortunadamente para la humanidad, no hubo guerra abierta entre ambos colosos porque ello hubiera significado el Apocalipsis. Pero hubo un ganador y un perdedor.

En el capítulo XIII Hobbes analiza la condición natural del hombre en lo que concierne a su felicidad y miseria. El filósofo considera que los hombres son iguales por naturaleza: “La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él”. Hobbes pinta el cuadro del estado de naturaleza, previo a la aparición de la sociedad civil y el Estado soberano. Es un Estado anárquico, carente de una autoridad política única que detente el monopolio legítimo de la fuerza. En el estado de naturaleza impera una única regla: sobrevive el más fuerte. Una igualdad semejante provoca un ambiente de inseguridad que impide la convivencia civilizada. “De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines”, remarca Hobbes. Como Juan y Pedro se consideran iguales, ambos se creen con todo el derecho del mundo a tener casa propia y un terreno para cultivar tomates. Si únicamente Juan lo logra, Pedro quedará resentido y hará todo lo que esté a su alcance para estar a la misma altura que Pedro, aun la violencia. Dice Hobbes: “Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse”. Y agrega: “Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, pueda esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero”. Hobbes pinta, pues, un escenario sombrío. El estado de naturaleza no es más que el estado de guerra de todos contra todos. El hombre es el enemigo del hombre, un lobo dispuesto a devorarlo. Nadie está seguro en el estado de naturaleza ya que incluso quien logró dominar a otro, puede ser dominado por un tercero más adelante.

¿Qué hacer frente a este estado de permanente inseguridad? Dice Hobbes: “No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación; esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerle en peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido”. En el estado de naturaleza el hombre garantiza su seguridad (y hasta cierto punto) en la medida que sea capaz de imponer su voluntad a la mayor cantidad de hombres posibles. Sólo la fuerza y la astucia, su capacidad de anticipación, harán que el hombre sobreviva en un ambiente donde brilla por su ausencia el imperio de la ley. “Y, en consecuencia”, sentencia Hobbes, “siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle permitido”. Para el filósofo es legítimo que un hombre haga todo lo que considere necesario para garantizar su vida y la de su familia. Como todos los hombres están a su vez legitimados para actuar de la misma manera, el estado de naturaleza es un escenario de guerra perpetua.

Hobbes distingue tres causas principales de lucha en la naturaleza humana: la competición, la inseguridad y la gloria. Dice el filósofo: “El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre”. Hobbes consideraba la intolerancia ideológica como una de las causas principales de conflicto entre los seres humanos. Sin quererlo presagió lo que sería la historia de la Argentina.

Sin Estado civil, argumentaba Hobbes, los hombres jamás conocerán la paz. Así razonaba el filósofo sobre la guerra: “Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es paz”. Nada mejor que la expresión “guerra fría”, entonces, para describir la situación internacional entre la victoria de los aliados en 1945 y la implosión del imperio soviético en 1991.

Para Hobbes la guerra sólo produce miseria y desolación: “En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan muchas fuerzas; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.

En el estado de naturaleza, basado en la guerra de todos contra todos, nada es justo ni injusto, nada es bueno o malo: “De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen lugar allí. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre “mío” y “tuyo”; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón”. En el estado de guerra de todos contra todos nada es legal ni ilegal, ni mío ni tuyo, ni justo ni injusto, porque no hay Estado ni, por ende, el principio fundamental sobre el que se sustenta: el imperio del derecho. Para que esos conceptos tengan sentido los hombres deben abandonar sí o sí el estado de naturaleza empleando de manera coordinada sus pasiones y su razón. Hobbes concluye expresando lo siguiente: “Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza”.

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