Por Paul Battistón.-

No eran titanes y el “ring” era un cuadrilátero. No eran adversarios; eran patrón y empleado, quizás amigos, colegas, trabajadores de un mismo oficio. Actores de una coreografía ruda en el escenario y compartidores de una pizza con cerveza en la trastienda. Sin el malo no había bueno. Sin el malo la tribuna no habría podido disfrutar del acto justiciero del triunfo del bueno. Era un acto para la inocencia, que los inocentes disfrutábamos a morir.

Es un acto para la gilada, una pelea inexistente actuada en el anfiteatro de los debates solemnes, donde trece senadores derrotados le llevan la victoria del doble engaño.

La del quiebre inexistente (la relación contractual está vigente), pero queda perfectamente dibujada como rota ante el público consumidor de comidillas y la de la postura ideológica anti acuerdo salvada como estandarte para el recuerdo y el relato.

El malo Alberto se queda con su triunfo repudiado, es la momia derrotando a Martín Karadagian, es el silencio, el asombro para que sus seguidores festejen el engaño dulzón. Y es el instante para que los que se creen entendedores de la supuesta fractura sostengan la expectativa de sentirse partícipes de la mesa en la que serán comensales de piedra.

La dueña del circo es ganadora de sus logros y se sigue reservando el triunfo actuado en su compañía de scatch, aun cuando de cada 10 peleas deba resignar alguna para reafirmar que la justicia pasa por sus manos. Dispone de toda una troupe de buenos circunstanciales, malos, semi malos para sostener en la tribuna el apetito de justicia en las condiciones de contorno que su escenario y acting le brinda a los inocentes.

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