Por Hernán Andrés Kruse.-

El 2 de abril de 1982, las Fuerzas Armadas argentinas recuperaron por la fuerza las Islas Malvinas, ese territorio que había sido conquistado por el imperio inglés en 1833. El júbilo se apoderó del pueblo. Apenas se conoció la noticia miles y miles de autos salieron a las calles con la bandera celeste y blanco como orgulloso estandarte. ¡Las Malvinas habían vuelto a ser argentinas! Increíble pero real. Cuarenta y ocho horas antes otro era el clima político del país. Por primera vez en mucho tiempo la Confederación General del Trabajo, bajo la jefatura de Saúl Ubaldini, había decidido desafiar a la dictadura militar con un paro general y movilización a la Plaza de Mayo. Los manifestantes fueron duramente reprimidos por las fuerzas de seguridad, en una actitud que reflejaba la impotencia de una dictadura que comenzaba a caerse a pedazos.

En ese momento el presidente de facto era el general Leopoldo Fortunato Galtieri, un “halcón” del régimen militar. Dueño y amo de la vida en Rosario y alrededores en los años previos, las Fuerzas Armadas habían decidido echar al general Roberto Eduardo Viola a fines de 1981. Este militar, cercano a su antecesor, Jorge Rafael Videla, logró mantenerse en el poder menos de un año. Su ministro de Economía, Lorenzo Sigaut, resultó ser un fiasco, pero lo que más irritó al partido militar fue la decisión de Viola de tender puentes hacia la Multipartidaria. El sector “duro” del gobierno de facto vio en esa actitud una flaqueza y actuó en consecuencia. Apenas asumió, Galtieri se esmeró en aclarar que las urnas estaban bien guardadas, cerrando sin contemplaciones cualquier atisbo de acuerdo entre la dictadura y los partidos políticos. Galtieri estuvo acompañado por dos civiles que ocuparon dos ministerios clave: Economía quedó a cargo de Roberto Teodoro Alemann, y Cancillería quedó en manos de Nicanor Costa Méndez. Fue el período más “ortodoxo” de la dictadura militar. Por aquel entonces la economía marchaba a los tumbos, lo que explica el malestar obrero traducido en el paro general mencionado precedentemente. Además, semejante “atrevimiento” del movimiento obrero organizado fue posible por el desgaste que estaba experimentando la dictadura tras varios años durísimos en el ejercicio del poder. Las múltiples denuncias sobre las violaciones a los derechos humanos y el descalabro económico estaban dejando exhausto a un gobierno de facto que había derrocado a “Isabel” en 1976 con el propósito de regenerar a la sociedad argentina, tarea que insumiría, calcularon los jerarcas militares y civiles, muchos años.

Seguramente la decisión de recuperar el control sobre las islas del Atlántico Sur fue tomada luego de meses de analizar las estrategias a seguir a partir de la reconquista y, fundamentalmente, las consecuencias, las reacciones de la principal damnificada, Gran Bretaña, y de su primo mayor, Estados Unidos. En consecuencia, se debe haber tomado la decisión con el convencimiento de que Gran Bretaña no reaccionaría con el uso de la fuerza militar y que Estados Unidos se mantendría neutral. En aquel entonces la conservadora Margaret Thatcher era la primera ministra inglesa y el republicano Ronald Reagan era el presidente norteamericano. Dos halcones de la guerra fría que, sin embargo, tenían algo en común con Galtieri: su feroz anticomunismo. En ese momento Thatcher tenía serias dificultades para imponer su economía de mercado. Había asumido en 1979 y desde entonces enfrentaba serios problemas con los trabajadores, quienes se mostraban reacios a aceptar la nueva economía. Su aceptación popular estaba en baja, al igual que Galtieri en la Argentina. ¿Calcularon en algún momento quienes planearon la reconquista las reacciones que hubiera podido tener Thatcher? ¿Evaluaron en algún momento la posibilidad de un conflicto armado? A tenor de lo que pasó el 2 de abril, la respuesta es negativa. Evidentemente Galtieri y Costa Méndez estaban convencidos de que la primera ministra del Reino Unido, aconsejada probablemente por Reagan, inmediatamente se sentaría en una mesa para negociar la soberanía de las islas. También creían firmemente en la neutralidad de Estados Unidos, un actor fundamental en toda esta historia. Dieron, pues, por sentado que el republicano Reagan no iba a apoyar-o al menos se mantendría prescindente- a la conservadora Thatcher.

Lo cierto fue que en ningún momento Thatcher estuvo dispuesta a negociar con Galtieri. Pocos días después del desembarco del grupo comando en Malvinas, Galtieri aseguró ante una multitud que desbordaba la Plaza de Mayo, que si la Royal Navy entraba en acción las Fuerzas Armadas argentinas entrarían en combate. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, arengó. Décadas más tarde, la estupenda actriz Meryl Streep, personificando a Thatcher, dijo en una reunión de gabinete, creo, que jamás negociaría con una banda de militares argentinos fascistas violadores de los derechos humanos. Si Thatcher efectivamente pronunció esas palabras, entonces Galtieri y Costa Méndez cometieron un terrible error de cálculo. Lo cierto es que mientras corrían los días posteriores al 2 de abril los riesgos de una guerra aumentaban segundo a segundo. Fue entonces cuando Reagan se preocupó y decidió que su Secretario de Estado, el general Alexander Haig, conversara con Thatcher y Galtieri para convencerlos de que no cometieran una estupidez. Haig estuvo varias veces en la Argentina y en Gran Bretaña pero los resultados de su mediación fueron nulos. Mientras tanto, en los grandes foros internacionales se apoyaba a la Argentina, pero ese apoyo era tan solo moral. También entró en escena el presidente peruano, Belaúnde Terry, quien intentó infructuosamente impedir la guerra. Por su parte, Venezuela fue en aquel momento uno de los países más fervorosamente pro argentinos, al igual que Perú. Todo fue inútil. Todos los caminos conducían, lamentablemente, al conflicto armado.

La guerra dio comienzo el 1 de mayo. Lo increíble se había hecho realidad. La Argentina estaba en guerra con el Reino Unido. Un Reino Unido que contó con el apoyo de Estados Unidos y de Chile, que le facilitó información por intermedio de sus satélites. Al comienzo, los ataques aéreos del enemigo fueron incesantes. Fue una tarea de demolición. Del lado argentino la aviación tuvo gestos de un heroísmo extraordinario. Con el correr de los días la superioridad logística de los ingleses dio sus frutos. Luego de un mes y medio de combate las tropas argentinas, bajo el supuesto mando del general Mario Benjamín Menéndez, se rendían de manera incondicional ante las tropas inglesas lideradas por el general Jeremy Moore. Un general de escritorio aceptaba la derrota ante un general de combate. No es muy difícil de imaginar lo que debe haber sentido el espíritu de José de San Martín en aquel momento. Lamentablemente, la guerra tuvo un desenlace lógico. Las tropas argentinas estaban integradas por jóvenes conscriptos, en su mayoría provenientes de las provincias norteñas, con escasa preparación militar, mal comidos y mal vestidos y, para colmo, maltratados por sus inmediatos superiores. Es probable que la rendición incondicional haya impedido una masacre, la inmolación de la mayoría de esos jóvenes.

La derrota destruyó los cimientos de la dictadura. La Junta Militar se retiró del Ejecutivo, que quedó a cargo exclusivamente del Ejército. El vacío dejado por Galtieri fue ocupado por el general Reynaldo Bignone, quien a partir de ese momento se encargó de negociar con los partidos políticos la transición a la democracia. La sociedad argentina, que hasta ese momento estaba más pendiente de la suerte del equipo de Menotti en el mundial de España, entró en una profunda depresión. La euforia del 2 de abril fue aplastada por la bronca e impotencia del 14 de junio. Los soldados regresaron a hurtadillas, en las sombras, como si se hubieran enfermado de lepra. Los altos mandos no los quisieron mostrar. Una verdadera ignominia. Los veteranos de Malvinas fueron dejados a la deriva. Algunos de ellos se vieron obligados a mendigar en los trenes que parten de Retiro hacia diversos destinos. Ningún gobierno posterior a la dictadura los contuvo, como si les hubiera dado vergüenza hacerlo. Mientras tanto, Bignone, obligado por las circunstancias, negoció con la partidocracia la entrega del poder. Las inevitables elecciones presidenciales fueron convocadas para el 30 de octubre de 1983.

Es muy fácil hablar pestes de la guerra de Malvinas ahora, cuando han pasado más de tres décadas. Pero en aquel momento no era tan sencillo. Se había despertado un espíritu nacionalista de tal magnitud que quien osaba cuestionar la decisión de Galtieri era inmediatamente tildado de traidor. Muy pocos dirigentes, entre ellos Raúl Alfonsín, se animaron a criticar la reconquista militar de Malvinas. El 2 de abril el pueblo argentino celebró jubiloso la impactante noticia y durante días la Plaza de Mayo se llenó de manifestantes. Ese júbilo popular no fue interpretado correctamente por Galtieri. Al salir al balcón para decirle a Thatcher que la Argentina estaba preparada para la guerra, seguramente creyó que esa multitud lo estaba vitoreando a él y no fue así. Lo que estaba vitoreando la multitud era la recuperación de las Malvinas. Es probable que en ese momento de éxtasis popular Galtieri se haya creído la reencarnación de Juan Domingo Perón. El triste desenlace del conflicto no hizo más que poner las cosas en su lugar. El régimen se cayó como un castillo de naipes y el pueblo finalmente pudo votar libremente a su presidente. Pero ello no significa que los argentinos recuperamos la democracia. No recuperamos nada. No se trató de ninguna epopeya. El retorno a la democracia se debió pura y exclusivamente a la derrota militar en el archipiélago. Fue gracias a Thatcher, en última instancia, que la democracia retornó a la Argentina.

La guerra de Malvinas nos dejó varias enseñanzas. Quedó dramáticamente en evidencia el precio que pagó Galtieri por desafiar al imperio anglonorteamericano. Porque lo que hizo Galtieri fue eso: mojarle la oreja a la OTAN y a la principal potencia militar del mundo. Fue una locura pero en aquel momento el pueblo (me incluyo) apoyó la recuperación de las Malvinas sin medir las consecuencias. Es probable que jamás sepamos si realmente Galtieri y Costa Méndez creyeron que Thatcher no recurriría a la fuerza militar y que Reagan se cruzaría de brazos. Si lo creyeron cometieron un error de cálculo histórico que costó la vida a unos 700 soldados en combate y a otros centenares de ex combatientes que se quitaron la vida en los años siguientes. También quedó dramáticamente en evidencia la frivolidad con que tomó el conflicto la sociedad argentina. Para muchos se trató de un partido de fútbol entre las selecciones de ambas naciones. Una vez escuché decir a una persona en un vestuario: “los ingleses nos hundieron X cantidad de aviones pero nosotros les hundimos el Sheffield”, como si se tratara de goles convertidos y no de actos de guerra. Pero lo más espantoso de todo fue la indiferencia con que fueron tratados los ex combatientes una vez que retornaron a sus hogares. Sin embargo, el pueblo no los olvida ya que cada vez que juegan la selección de fútbol o los Pumas los hinchas saltan al compás del siguiente estribillo: “hay que saltar, hay que saltar, el que no salta es un inglés”.

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