Por Hernán Andrés Kruse.-

Acaba de fallecer, a los 93 años, Hebe de Bonafini. Acaba de fallecer un emblema de la trágica década del setenta. Acaba de fallecer una Madre de Plaza de Mayo que no admitía grises. A Bonafini se la amó y odió con igual intensidad. Para sus seguidores estaba situada, por su tragedia personal (la desaparición forzosa de dos de sus hijos), por encima del ciudadano común. Para ellos su palabra era sagrada. Por más que dijera una burrada, nadie debía cuestionarla. Quien lo hacía pasaba a ser un hereje.

Hebe de Bonafini encabezó, allá por 1977, las primeras rondas de las Madres en la Plaza de Mayo. Fue un abierto desafío a la dictadura militar. En aquel momento había que tener agallas para hacerlo. El terrorismo de estado se desplegaba en plenitud y es muy probable que Bonafini haya pensado que cada marcha sería la última. Con el paso del tiempo pasó a ser el símbolo de la resistencia contra el régimen militar. Su rostro pasó a ser conocida a nivel internacional, lo que la convirtió en una figura por demás molesta para la dictadura. Quizá esa sea la razón por la cual el régimen militar no se atrevió a atentar contra ella. De haberlo hecho se habría granjeado el desprecio de muchos países, entre ellos el de la propia república imperial.

Luego del retorno a la democracia, Bonafini radicalizó sus posturas políticas. Criticó con extrema dureza la política de derechos humanos de Raúl Alfonsín. ¿Qué hubiera dicho si el presidente hubiese sido Italo Luder, cuyo partido menospreció nada más y nada menos que a la CONADEP? Con el paso del tiempo Bonafini no hizo más que reivindicar la lucha armada de las organizaciones guerrilleras, cuyo objetivo era la instauración en el país del comunismo. Bonafini fue una enemiga declarada del capitalismo, de la democracia liberal y, para emplear una expresión propia de la guerra fría, del mundo occidental. Para ella la política se dividía en amigos y enemigos. Descreía del diálogo, de la tolerancia ideológica, del respeto por el otro.

Cuando Bonafini hablaba de los derechos humanos hacía referencia sólo a los derechos humanos de las víctimas del terrorismo de estado. Para ella las víctimas de la guerrilla, que fueron miles, carecían de esos derechos. Fue, en esta crucial cuestión, cruel y despiadada. Siempre se mantuvo distante del presidente de turno. Hasta que arribó a la Casa Rosada Néstor Kirchner. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia el santacruceño decidió que la genuina política de derechos humanos comenzaba con él. Ello explica su decisión de reemplazar el prólogo escrito por Sábato en el libro “Nunca más” por otro prólogo que no hacía más que reivindicar a las organizaciones guerrilleras. Fue el comienzo del idilio entre el matrimonio Kirchner y Bonafini, idilio que perduró hasta la partida de la histórica Madre. A partir de entonces Bonafini pasó a ser una militante relevante de kirchnerismo y, con posterioridad al fallecimiento de Néstor Kirchner, una de las principales voceras de Cristina.

Cuando me enteré del fallecimiento de Bonafini recordé inmediatamente la trágica década del setenta. En aquel dramático momento el país se tiñó de rojo. La violencia impuso sus códigos. La democracia como filosofía de vida fue arrasada por el fanatismo y la intolerancia. A partir de entonces se organizó una campaña psicológica tendiente a presentar a los guerrilleros como jóvenes idealistas y puros. Nada más alejado de la verdad histórica. Los guerrilleros fueron asesinos despiadados que creían que la lucha armada era el único medio para instaurar una sociedad justa e igualitaria. Creo, también, que fueron utilizados como carne de cañón por las despiadadas cúpulas de las organizaciones guerrilleras. Resulta estremecedor, por ejemplo, ver a Mario Eduardo Firmenich, principal responsable de la sangre derramada en la Argentina, viviendo cómodamente en Europa como un ciudadano decente.

Hebe de Bonafini fue una creación de la dictadura militar. Ella fue posible por la decisión de Videla y compañía de emplear el método de la capucha para combatir a las organizaciones guerrilleras. Esa decisión significó un punto de inflexión histórica. En efecto, a partir de entonces nada fue igual en la Argentina. El terrorismo de estado manchó a las fuerzas armadas. Denigró la memoria de San Martín y Belgrano. La pregunta crucial es: ¿tenían necesidad las fuerzas armadas de valerse de la capucha para derrotar a la subversión? Hoy, medio siglo después, tengo mis serias dudas. También las tengo respecto a si la subversión, en el momento del derrocamiento de Isabel, constituían un peligro militar. El 23 de diciembre de 1975 un importante número de guerrilleros intentaron copar el regimiento militar situado en Monte Chingolo. Fueron diezmados. Hoy, medio siglo después, estoy casi seguro de que en ese momento la subversión había dejado de ser una amenaza para el país.

Sin embargo, en aquel tórrido verano de 1976 muchos creían que la bandera azul y blanca sería reemplazada en cualquier momento por “un trapo rojo”. Ello explica el desahogo que significó para gran parte del pueblo el derrocamiento de Isabel. El 24 de marzo los militares pasaron a la categoría de “salvadores” de la Patria. Cabe formular en este momento otra pregunta por demás inquietante: ¿era necesario el derrocamiento de Isabel? Hoy, medio siglo después, tengo mis serias dudas

¿Todos somos Hebe?

En su edición del 21/11 Página/12 publicó un artículo de Ricardo Forster titulado “Hebe, la voz y la injuria”. Escribió el autor:

“La voz de Hebe se levantó cuando la mayoría callaba. La inflexión intempestiva de su palabra, nacida del dolor, reivindicó la dignidad de un país atravesado por la mayor de las indignidades y por las diferentes formas de la complicidad. Hebe fue un grito que rompió el muro del silencio (…) Hebe ha sido y seguirá siendo por siempre la conciencia de los silenciados, la palabra de los asesinados, la irreverencia de los que no se sometieron al poder ni aceptaron la irreversibilidad de la historia que se ofrecía como una política del olvido y la reconciliación (…) Hebe constituye lo mejor de nosotros mismos, el gesto de la rebeldía en aquellos momentos en los que pocos se atrevían a desafiar a los perros de la noche (…) Ella ha sido y sigue siendo una voz que acusa a los profetas de la memoria corta, a los adalides de reconciliaciones fundadas en el borramiento de las responsabilidades (…)”.

“Dura, exagerada, inclemente, extrema, caprichosa, injuriosa como sólo sabe injuriar quien fue brutalmente dañada, todo eso ha sido la voz de Hebe. Pero también ha sido la voz de la memoria, de la recuperación de valores que fueron pisoteados por el odio de los poderosos, de una militancia infatigable que buscó reconstruir los puentes con los jóvenes y con los humildes en nombre de las voces desaparecidas de sus hijos que volvieron a encontrarse con la historia y con las nuevas generaciones a través de la voz de las madres (…) Los esbirros del 76 creyeron que su política de arrasamiento y de terror terminarían por minar hasta el nombre de aquellos que lucharon por la igualdad y la justicia (…) Hebe recordó, nos recordó, que las voces de los insepultos seguían allí, entre nosotros, clamando por una justicia que se les negaba mientras el mismo gobierno democrático que en un principio había juzgado a los principales responsables después retrocedió impulsando las leyes de impunidad que confluirían con los vergonzosos indultos del menemismo. Hebe, con sus palabras roncas, duras, extremas, injuriosas, inclementes y atravesadas por los ecos de Antígona, nunca se calló, siempre estuvo ahí exigiendo una justicia que parecía imposible (…)”.

“Su odio, el de los cómplices, esperó con paciencia el momento para descargarse contra esa voz profética que incomodó desde siempre no sólo al poder sino también a una sociedad que prefería el olvido y la desresponsabilización. Hebe siempre les recordó sus bajezas y sus negociados. Nunca dejó de gritarles la impudicia del encubrimiento, la cobardía de tantos “buenos vecinos y vecinas” que siguieron viviendo sus vidas mientras el país era un infierno y que luego declararían su absoluto desconocimiento ante el horror que se desarrollaba delante de sus ojos. Hebe alteró siempre la buena conciencia de miles de argentinos empapados de inocencia. Y eso, Hebe lo sabe, no se perdona. Ni ayer ni hoy (…) Hebe, ahora somos todos los que seguimos soñando con una sociedad más justa (…) Por eso, hoy, ahora y siempre…todos somos Hebe”.

Forster presenta a Hebe de Bonafini como una heroína que desafió a un poder omnímodo e inmisericorde. Para Forster Hebe de Bonafini arriesgó todo en aras de una sociedad justa, libre y soberana. Vayamos por partes. Es cierto que Bonafini se atrevió a hacer, en los albores de 1977, lo que nadie hizo: demandar en voz alta por la suerte de los desaparecidos. Pero no es cierto que fuera una mujer idealista, pura e inmaculada. Bonafini legitimó el objetivo de la guerrilla de imponer a sangre y fuego un régimen totalitario, un régimen similar al que imperaba en ese entonces en la Cuba de Fidel Castro. Bonafini legitimó el asesinato a mansalva de miles de argentinos perpetrados por los “jóvenes idealistas” erpianos y montoneros. Bonafini fue el emblema de la intolerancia, la violencia y el fanatismo. Esos fueron, precisamente, los valores que orientaron el comportamiento de los guerrilleros.

Forster culpa a la sociedad por el terrorismo de estado. La acusa de haber apoyado los centros clandestinos de detención, las torturas, las desapariciones y los vuelos de la muerte. Cuando se produjo el derrocamiento de Isabel el pueblo estaba dominado por el miedo a la violencia terrorista. Por eso respiró con alivio cuando Videla se hizo cargo de la presidencia de la nación. Forster oculta una parte muy importante de esta macabra historia. Oculta los tres años de gobiernos peronistas previos al golpe de estado. Oculta los asesinatos del ERP, los Montoneros y la AAA. Lo mismo hizo Hebe de Bonafini. Para ambos, reitero, los monstruos sólo fueron Videla y compañía. Se trata de un atentado a la verdad histórica. Porque también fueron monstruos Firmenich y compañía.

Se equivoca groseramente Forster cuando afirma que de aquí en más todos somos (debemos ser, en realidad) Hebe. Serán Hebe únicamente quienes sueñan con la sociedad idealizada por los guerrilleros, es decir, con el paraíso comunista. El resto de la sociedad, que es la inmensa mayoría, jamás será Hebe. Y ello por una simple y contundente razón: porque jamás aceptará vivir en el paraíso socialista soñado por la guerrilla.

Anexo

El Informador Público en el recuerdo

Acerca del honestismo

IP-27/03/2016

Desde que asumió Mauricio Macri, los medios de comunicación macristas no vienen haciendo otra cosa que destacar la corrupción que caracterizó al kirchnerismo. Los casos más resonantes de corrupción como Hotesur y, más recientemente, la denominada “ruta del dinero K”, acaparan la atención de todos los programas políticos nacionales que salen por cable. “Estamos como estamos”, pontifican los periodistas militantes del macrismo, “porque los Kirchner y sus secuaces se robaron todo”. “El origen de todos nuestros males”, pontifican, “está en la corrupción, en la inmoralidad de nuestros gobernantes que utilizan los dineros del pueblo para beneficio propio”. “Sólo cuando se acabe la corrupción, sólo cuando los políticos ladrones vayan presos, la Argentina logrará despegar”. La corrupción está, pues, en el centro de todas nuestras calamidades. La Argentina es un país subdesarrollado porque los que gobiernan son corruptos. El día que sepamos elegir como corresponde, es decir, demos nuestro voto de confianza a un político decente, los argentinos lograremos salir de la ciénaga en la que estamos hundidos.

Hace un tiempo, exactamente el 23 de abril de 2013, El País publicó un artículo de Martín Caparrós titulado “Honestismo”, en el que analiza, precisamente, esta tendencia que se ha instalado en la Argentina de echar la culpa de todas nuestras calamidades a la deshonestidad de nuestros gobernantes. Dice el autor: “No hay nada más tranquilizador para un argentino que comprobar que sus enemigos políticos roban. Es, una vez más, el poder de lo que no admite debate. Lo mismo sucedió con el menemismo: un gobierno estaba dando vuelta la estructura social y económica del país y nos preocupaban sus robos, su corrupción, sus errores y excesos. Fue lo que entonces llamé el honestismo”. El honestismo, expresa Caparrós, “es la convicción de que -casi- todos los males de la Argentina actual son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”. Así lo explica el autor: “El honestismo es un producto de los noventas: otra de sus lacras. Entonces, ante la prepotencia de aquel peronismo, cierto periodismo -el más valiente- se dedicó a buscar sus puntos débiles en la corrupción que había acompañado la destrucción y venta del Estado, en lugar de observar y narrar los cambios estructurales, decisivos, que ese proceso estaba produciendo en la Argentina. La corrupción fueron los errores y excesos de la construcción del país convertible: lo más fácil de ver, lo que cualquiera podía condenar sin pensar demasiado” (…) “La furia honestista tuvo su cumbre en las elecciones de 1999, cuando elevó al gobierno a aquel monstruo contranatural, pero nunca dejó de ser un elemento central de nuestra política. Muchas campañas políticas se basan en el honestismo, muchos políticos aprovechan su arraigo popular para centrar sus discursos en la denuncia de la corrupción y dejar de lado definiciones políticas, sociales, económicas. El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá” (…) “Nadie defiende la corrupción, a los corruptos” (…) “La corrupción existe y hace daño. Pero también existe y hace daño esta tendencia general a atribuirle todos los males. La corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el fin de cualquier debate” (…) “La honestidad es el grado cero de la actuación política; es obvio que hay que exigirle a cualquier político-como a cualquier empresario, ingeniero, maestra, periodista, domador de pulgas-que sea honesto. Es obvio que la mayoría de los políticos argentinos no lo parecen; es obvio que es necesario conseguir que lo sean. Pero eso, en política, no alcanza para nada: que un político sea honesto no define en absoluto su línea política. La honestidad es-o debería ser-un dato menor: el mínimo común denominador a partir del cual hay que empezar a preguntarse qué política propone y aplica cada cual. Nadie arguye que la corrupción no sea un problema grave. Pero también es grave cuando se la usa para clausurar el debate político, el debate sobre el poder, sobre la riqueza, sobre las clases sociales, sobre sus representaciones: acá lo que necesitamos son gobernantes honestos, dicen, y la honestidad no es de izquierda ni de derecha. La honestidad puede no ser de izquierda o de derecha, pero los honestos seguro que sí. Se puede ser muy honestamente de izquierda y muy honestamente de derecha, y ahí va a estar la diferencia. Quien administre muy honestamente a favor de los que menos tienen-dedicando honestamente el dinero público a mejorar hospitales y escuelas-será más de izquierda; quien administre muy honestamente a favor de los que más tienen-dedicando honestamente el dinero público a mejorar autopistas y teatros de ópera-será más de  derecha” (…) “Digo, en síntesis: la honestidad-y la voluntad y la capacidad y la eficacia-, cuando existen, actúan, forzosamente, con un programa de izquierda o de derecha. Y eso es lo que el honestismo evita discutir. La ideología de cierta derecha siempre consistió en postular que no hay ideologías, y lo que importa es la eficiencia, la honestidad” (…) “ahora, desde los crímenes de Once y las inundaciones, se agregó una frase más: la corrupción mata. Sin duda mata y es terrible. Más mata, sin embargo -si es que vamos a embarrarnos en estas comparaciones vergonzosas-, la falta de hospitales, la malnutrición, la violencia, la vida de mierda-y eso no es producto de la corrupción sino de las elecciones políticas” (…) “Quiero decir: si todos los políticos fueran honestos, todavía tendríamos que tomar las decisiones básicas: en este caso, por ejemplo, si queremos que haya educación y salud de primera y de segunda, o no. Si queremos que un rico tenga muchísimas más posibilidades de sobrevivir a un infarto que un pobre, o no. Si pensamos que saber matemáticas es un derecho de los hijos de los que ganan menos de cinco lucas, o no. Pero muchos políticos-y muchos ciudadanos-evitan discutirlo y hablan de corrupción, que es más fácil y es decir casi nada” (…) “El honestismo es la forma de no pensar en ciertas cosas, un modo parlanchín de callarse la boca. Cuando no hay ideología, la idea de la decencia y de la ética parecen un refugio posible” (…) “Esto, entre otras cosas, decía cuando hablaba de honestismo. Y otra vez, para que quede-casi-claro: no digo que no haya que ocuparse de descubrir todos los robos y corruptelas que se pueda. Al contrario-y aplaudo y agradezco a quienes lo hacen. Pero digo, también, que si no pensamos la política más allá de eso, si la pensamos en puros términos de honestos y deshonestos, si la pensamos como un asunto de juzgado de guardia, corremos el riesgo de volver a elegir a la Alianza de De la Rúa y Chacho Álvarez. Los argentinos, ya se sabe, somos tan buenos para volver a tropezar con las mismas piedras”.

Del texto de Caparrós se destaca una idea que me parece central: la honestidad viene siendo utilizada en la Argentina desde la época de Carlos Menem para impedir todo debate sobre los asuntos que definen la calidad de vida de los ciudadanos: cómo lograr que el sistema de salud esté al alcance de todos, que haya una justa distribución de la riqueza, que haya una profunda reforma de la política impositiva, que todos los niños tengan las mismas posibilidades de acceso a una buena educación, etc. Lo que más se le criticó a Carlos Menem fue su deshonestidad, no sus políticas sociales y económicas que impusieron sin anestesia un modelo de país para pocos. Fue así como en las elecciones presidenciales de 1999 lo que la ciudadanía situó en la cúspide de su pirámide axiológica fue la honestidad. Fue así como Fernando de la Rúa y Chacho Álvarez ganaron la elección prometiendo un ejercicio honesto de la política. Lo cual está muy bien, obviamente. Lamentablemente, al votar exclusivamente por la honestidad el pueblo no tuvo en cuenta algo que dos años más tarde quedaría dramáticamente en evidencia: la Alianza no fue más que la continuidad del modelo político, económico y social del menemismo. Lo que De la Rúa y Álvarez pretendieron hacer fue un menemismo ético. Así le fue al país. En diciembre de 2001 la Argentina estalló por los aires. En 2003 Néstor Kirchner impuso un nuevo paradigma, antitético del paradigma enarbolado por el menemismo y la Alianza. Hubo un fenomenal renacer de la política, de la discusión ideológica, de la militancia partidaria. La política dejó de estar al servicio del poder económico concentrado y eso molestó sobremanera al círculo rojo. En octubre de 2011 Cristina fue reelecta con casi el 55% de los votos por el éxito de sus políticas de inclusión social. Cuatro años después el pueblo eligió a Macri harto de la corrupción kirchnerista, tal como había acontecido en diciembre de 1999. Una vez más, entró en escena el honestismo como la estrategia más eficaz del orden conservador para evitar de una vez y para siempre la discusión ideológica. “El kirchnerismo”, proclama el establishment, “ha sido el gobierno más corrupto de la historia. De ahí la imperiosa necesidad de evitar que una experiencia semejante vuelva a producirse en el país”. Pero la verdadera razón es otra: el establishment desea que el kirchnerismo desaparezca de la faz de la tierra para que nunca más un gobierno elegido por el pueblo ejerza el poder en función de un paradigma semejante al paradigma kirchnerista.

Ser honesto es la mínima condición que debe reunir un político que aspira a la presidencia de la nación. Es más, no es ningún mérito ser honesto, es una obligación moral. Lo fundamental es el plan de gobierno que piensa ejecutar, cómo piensa encarar temas como la distribución de la riqueza y la inclusión social. Porque un candidato que esté a favor de devaluar la moneda y eliminar las retenciones al campo puede ser el hombre más decente del mundo y causar, con esas medidas, un daño irreparable al pueblo. Como bien señala Caparrós, se puede ser honesto y ser de izquierda o de derecha. “Que un político sea honesto no define en absoluto su línea política. La honestidad es-o debería ser-un dato menor: el mínimo común denominador a partir del cual hay que empezar a preguntarse qué política propone y aplica cada cual”. Evitar esa inquietante pregunta es lo que persiguen quienes hoy en la Argentina no hacen más que pontificar sobre la honestidad como valor esencial de la política.

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