Por Hernán Andrés Kruse.-

Mientras el pueblo está agobiado por la inflación y la inseguridad, el oficialismo y la oposición utilizan el Consejo de la Magistratura pensando en las elecciones presidenciales del año que viene. Creo no equivocarme si afirmo que la inmensa mayoría del pueblo desconoce la importancia de esa institución emergente de la reforma constitucional de 1994. El Consejo de la Magistratura fue creado para evitar que los jueces designados dependieran del poder político o, para ser más preciso, de los legisladores que los apadrinaron. Este loable propósito fue sepultado por la realpolitik. El Consejo de la Magistratura se transformó rápidamente en un preciado botín de guerra para la clase política. Si bien es repudiable éticamente, desde el punto de vista de la realpolitik es entendible la obsesión de la clase política de tener bajo su control nada más y nada menos que a la institución encargada de elegir y sancionar jueces. Si hay algo que ha enseñado la historia política e institucional vernácula es que, salvo honrosas excepciones, los presidentes que supimos conseguir se esmeraron en contar con jueces “amigos”.

Lo que está sucediendo en estos momentos con el Consejo de la Magistratura no debe, pues, sorprender. Se trata de un nuevo capítulo de la disputa por el control de esa institución entre el cristinismo y la oposición. Lo que está en juego es el control de la Justicia, lo que pone dramáticamente en evidencia la inexistencia de uno de los principios liminares de la democracia liberal: la división de poderes. En 2021 la Corte Suprema declaró inconstitucional la conformación del Consejo (13 miembros) que data de 2006, es decir cuando Néstor Kirchner era presidente. Quince años después la Corte le otorgó al Congreso un plazo de 120 días para sancionar una nueva ley que eleva el número de miembros del Consejo a 20 (cabe recordar que se trata de su conformación original de 1997). Ese plazo venció la semana pasada. A partir de entonces “se armó la gorda”.

El lunes Horacio Rosatti, presidente de la Corte, asumió al frente del Consejo. La Corte reconquistó lo que había perdido en 2006. Pero el arribo del supremo (defendido por Juntos y criticado por el FdT) lejos está de constituir el único motivo del conflicto desatado entre el oficialismo y la oposición. Al elevarse el número de integrantes del Consejo en 7 nuevos miembros (de 13 a 20) surgió de manera inevitable una áspera lucha entre el oficialismo y la oposición por los representantes que ambas Cámaras del Congreso deben presentar. Cristina Kirchner, presidenta del Senado, ejecutó una hábil maniobra para frustrar la designación del opositor Luis Juez como representante del Pro en el Consejo. Lo que hizo fue dividir el bloque oficialista en dos partes, una ligada a la propia Cristina y la otra al presidente de la nación. De esa forma tanto el representante de la primera minoría (el albertista Frente Nacional y Popular) como el representante de la segunda minoría (la cristinista Unidad Ciudadana) pertenecen al FdT. De esa forma, anularon la chance de Luis Juez de acceder al Consejo ya que su lugar fue ocupado por el senador cristinista Martín Doñate.

La reacción de la oposición no se hizo esperar. Al unísono, los máximos referentes de Juntos criticaron con extrema dureza a Cristina, a quien acusaron de pretender adueñarse del Consejo para evitar ser condenada en un futuro no tan lejano. Horas más tarde, quien sorprendió a propios y extraños fue Sergio Massa, presidente de Diputados, quien designó a la diputada radical Roxana Reyes como representante de la Cámara Baja en el Consejo. La decisión de Massa mereció una rápida y enérgica condena de Germán Martínez, titular del bloque del Frente de Todos en diputados. Veremos qué sucede en los próximos días.

Se trata, qué duda cabe, de un espectáculo lamentable propio de una clase política mediocre y venal.

Anexo

A continuación paso a transcribir partes de un ilustrativo ensayo de Alberto Dalla Vía referido a los jueces y la política.

LOS JUECES FRENTE A LA POLÍTICA

Alberto Dalla Via

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 22, pp. 19-38, 2005

Instituto Tecnológico Autónomo de México

El Poder Judicial

En nuestro sistema constitucional de tipo presidencialista, siguiendo la tradición de la constitución de los Estados Unidos, que ha sido el modelo seguido por el constituyente originario, el departamento judicial conforma uno de los tres poderes en que se divide el gobierno federal. Como rama o poder del Estado, la Constitución asegura su independencia a través de distintas disposiciones que, entre otros aspectos establecen la inamovilidad de los magistrados judiciales en sus cargos, mientras dure su buena conducta y la intangibilidad de sus remuneraciones conforme lo establece la Constitución en el artículo 110.

Esas garantías no son individuales de los jueces sino que son funcionales a las altas funciones que la constitución le atribuye al poder judicial. La independencia se encuentra así justificada en la necesidad que existe, en un sistema republicano de gobierno, de que los poderes sean independientes entre sí y de que ningún otro de los poderes políticos interfiera en sus funciones. La función del poder judicial es la de resolver con fuerza de verdad legal las cuestiones de derecho sometidas a sus estrados. De ese modo, los jueces que integran este poder completan el sistema representativo al aplicar las normas al caso individual.

Así, mientras el Poder Legislativo sanciona normas de alcance general y abstractas, como son las leyes y el Poder Ejecutivo vela por su cumplimiento y ejecución, el Judicial aplica la ley trasladándola desde lo general y abstracto al caso concreto. Los actos de gobierno que realizan los jueces se denominan sentencias. Cuando un asunto judicial se encuentra definitivamente resuelto y no puede ser revisado, se afirma que la sentencia hizo «cosa juzgada».

Tradicionalmente se afirma con razón que el Poder Judicial es el más débil de los tres poderes. En la célebre lectura N° LXVIII de «El Federalista», Alexander Hamilton señaló que el Poder Judicial no tiene la bolsa ni la espada, sino solamente el juicio. Por esa misma razón decía que los ciudadanos no debían temer nada del Poder Judicial ya que los más grandes atropellos a los derechos y garantías individuales a lo largo de la historia provenían más bien de los poderes políticos, sin embargo -agregaba- los ciudadanos debían temerlo «todo» de la unión del Poder Judicial con cualquiera de los otros poderes del Estado.

Sin embargo, la fuerza e importancia de nuestro Poder Judicial es muy grande cuando se la compara con aquellos sistemas políticos de origen monárquico en donde el poder judicial es simplemente un apéndice o una parte de la administración pública general del estado. Eso es lo que sucede en la organización de algunas democracias europeas que suceden de sistemas monárquicos. Se habla allí de «administración de justicia» o de «servicio de justicia» , según el caso, toda vez que se trata de actos de administración o de un servicio público según el caso.

En el sistema presidencialista que siguió a las grandes revoluciones, se adoptó el sistema de separación de poderes al modo de «frenos y contrapesos» y se consideró, desde el origen al poder judicial como un poder independiente. Así se da su evolución en la tradición anglosajona. A eso cabe agregar el desarrollo del control de constitucionalidad, en los Estados Unidos, a partir del leading case «Marbury v. Madison» y desde donde llegó a nosotros. La posibilidad de declarar inconstitucionales las leyes sancionadas por el Congreso da al Poder Judicial un sentido institucional muy fuerte y lo convierte en el «control de los controles» del sistema democrático. De ese modo ha llegado a resumirse que, en definitiva, la constitución es lo que dicen los jueces que es.

Este poder de declarar inconstitucionales las leyes ha generado serios reparos en orden al poder de los jueces, llegándose a criticar con la expresión «gobierno de los jueces» a la jurisprudencia de avanzada en algunas materias en que el legislador ha tenido posturas conservadoras. Ese «activismo» de los jueces ha sido así, no pocas veces, puesto en duda al señalarse el carácter «contramayoritario» de un poder del estado, ubicado en pie de igualdad con los demás, pero que -a diferencia del legislativo y del ejecutivo- nadie votó sino que, por el contrario, por lo general los jueces representan a los sectores mas conservadores de la sociedad. Frente a esa crítica se ha señalado que es ese carácter conservador del poder judicial el que hace de contrapeso a los poderes políticos, preservando los derechos de las minorías de los potenciales abusos de las mayorías parlamentarias.

El ejercicio del control de constitucionalidad se legitima en la medida en que completa el sistema republicano de división de poderes. Por eso nuestro sistema de control de constitucionalidad es judicial, ya que son los jueces quienes lo ejercitan dentro del ámbito de sus respectivas competencias, eso lo diferencia de otros sistemas de control de constitucionalidad de carácter político donde son órganos específicos, separados de la función judicial, quienes realizan esa tarea. En aquellos países en que hay un órgano centralizado, único para ejercer el control de constitucionalidad como ocurre con las Cortes o tribunales constitucionales europeos, el control se encuentra concentrado en dichos órganos cuyas resoluciones tiene alcance general. Al tener sus declaraciones alcance general, suele decirse que actúan a la manera de un «legislador negativo».

En cambio, el sistema de control de constitucionalidad imperante en nuestro país es un sistema de control difuso, ya que cualquier juez puede ejercerlo en el ámbito de su competencia. Por ese motivo, la declaración de inconstitucionalidad sólo tiene efecto entre las partes actuantes en el litigio y debe realizarse dentro de una causa sometida a conocimiento y decisión del juez o tribunal competente y a pedido de quien tenga la legitimación procesal para hacerlo.

Esos requisitos tienen por objeto respetar la división entre los poderes y no se encuentran legislados ni en la Constitución ni en las normas inferiores, sino que fueron elaborados por la Corte Suprema de los Estados Unidos, concretamente han tenido la autoría de algunos de sus miembros más destacados y, por ello, se las conoce como «reglas de Cooley» y «reglas de Brandeis». Entre otros aspectos, se requiere que no se trate de temas abastactos («mootnes») y que no se trate de cuestiones privativas de otros poderes del Estado, a cuyo efecto se ha elaborado de las llamadas cuestiones políticas no justiciables.

La justicia y la política

No obstante encontrarse organizado el Poder Judicial como uno de los tres poderes en que se divide el estado federal, la función que la constitución le encomienda en los objetivos del preámbulo es la de afianzar la justicia y ello debe realizarse a través de los procedimientos jurídicos regulares que la propia constitución garantiza a fin de hacer posible la vigencia del estado constitucional y democrático de derecho.

El Poder Judicial se distingue de los otros poderes porque actúa dentro del marco estricto del Derecho y de la lógica jurídica que fundamenta sus decisiones, de lo contrario sus sentencias serían «arbitrarias» y por ello resultarían inconstitucionales, conforme a la propia categorización realizada por la Corte Suprema en derredor del principio de razonabilidad.

Es así que, mientras la discrecionalidad es el modo de actuación propio en el ámbito de la política, en el ámbito de lo jurídico impera la adscripción al principio de la lógica de los antecedentes, de modo que una premisa menor debe adecuarse a una premisa mayor. De ese modo funciona también la lógica del principio de constitucionalidad que está basada en el principio de supremacía del orden jurídico.

De esa manera, enfatizando la separación de poderes que deriva del art. 1° de la Constitución Nacional, el artículo 109 de la Constitución Nacional establece que en ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas. Este principio ha planteado la legalidad o ilegalidad de los llamados «tribunales administrativos» que son distintos tribunales que existen en el ámbito de la administración pública, ya sea centralizada o descentralizada, pero que no integran el Poder Judicial de la Nación. En tal sentido puede mencionarse al Tribunal de Cuentas, de Defensa de la Competencia, etc. Anteriormente existieron las llamadas cámaras de arrendamientos. Al respecto la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de pronunciarse en el leading case «Fernández Arias c. Poggio» que admitió la validez de dichos tribunales en la medida en que aseguren el debido proceso y cuenten con una revisión judicial suficiente.

Algún sector de la doctrina administrativista pretendió justificar esa validez estableciendo una sutil diferencia entre la prohibición de arrogarse facultades «judiciales» y facultades «jurisdiccionales» al decir que esta últimas serían posibles. Francamente no advertimos la diferencia ya que lo jurisdiccional hace referencia a lo judicial.

La doctrina de las llamadas «cuestiones políticas no judiciables» también tiene origen en los Estados Unidos, donde se denomina political questions a aquellas materias que por su naturaleza o sustancia se encuentran fuera del alcance del poder judicial, como por ejemplo, la facultad del Congreso para declarar la guerra o hacer la paz. En el sistema constitucional argentino hay una larga lista de cuestiones que han sido consideradas materias políticas, fuera del alcance de los jueces, entre las que se encuentra la declaración de la intervención federal a las provincias, la declaración de estado de sitio, y las facultades privativas del poder ejecutivo como el veto a las leyes, también se ha considerado materia no justiciable la reforma constitucional y el juicio político, aunque en estos últimos dos casos se admitió la revisión del procedimiento en cuanto al cumplimiento de la garantía constitucional del «debido proceso».

El tema ha generado posturas encontradas a favor y en contra de un mayor activismo judicial o de una autorrestricción del Poder Judicial a sus materias específicas que evite el conflicto entre los poderes. Así, por ejemplo el Ministro de la Cortes Suprema Julio Oyhanarte se destacó por una posición de autorrestricción frente a las decisiones de los órganos políticos, considerando que el funcionamiento de las reglas del juego democrático era propia de los llamados poderes políticos, en tanto que el Ministro Luis María Boffi Boggero se destacó por célebres disidencias en las sentencias en que le tocó actuar, marcando una línea favorable a una plena intervención judicial toda vez que, al poder judicial le corresponde juzgar sobre todos los puntos regidos por la constitución, conforme lo señala el antes mencionado artículo 116 de la Constitución Nacional.

Es que tal vez el problema no se encuentre en el carácter político o no que tienen la materias a juzgar, sino que se trate de materias que la constitución reserva en cuanto a su ejercicio a los otros poderes, como bien lo ha señalado el Dr. Jorge Reinaldo Vanossi . Así la firma de tratados internacionales está fuera del poder judicial porque la Constitución especialmente la pone en manos del Presidente en el artículo 99, pero ello no significa excluir al Poder Judicial del control de la regularidad de los actos, aunque en esos casos no corresponda juzgar sobre su contenido.

Durante muchos años se consideró en nuestra jurisprudencia que la materia sobre elecciones y partidos políticos quedaba fuera del alcance del poder de revisión de los jueces por tratarse de materias políticas no judiciables. Sin embargo, la jurisprudencia varió en ese tema desde la creación de un fuero especializado en la justicia federal, tornando la materia judiciable. Porque lo que define que una materia esté fuera de la revisión judicial no es la sustancia política de la misma, sino que no se afecte la división de poderes al inmiscuirse en la esfera propia de otro poder. La función judicial no se verá afectada por la materia sobre la que se juzgue, sino que se define por el método que siguen los jueces al resolver, que es el estricto apego al principio de la lógica de los antecedentes.

En los últimos años comenzó ha hablarse de la judicialización de la política y de politización de la justicia como expresiones de un fenómeno de relaciones mutuas en los que los poderes políticos se inmiscuyen en el ámbito de lo judicial y, viceversa, la justicia exhibe un marcado activismo hacia el control de los problemas propios de la política. Expresiones de esos fenómenos han sido, por ejemplo, el llamado operativo «mani pulite» (manos limpias) en Italia, donde una fuerte actuación de los jueces logró desbaratar importantes redes de corrupción; tema que también se verificó en otros países.

En otro sentido, se verifica una creciente cantidad de disputas judiciales por temas vinculados a la actuación política, como sucede con el control del financiamiento de los partidos políticos y disputas electorales vinculadas con los escrutinios de elecciones internas, problemas de cupo femenino. El caso del llamado «corralito financiero» contemporáneo a la pesificación de la economía y a la salida del plan de convertibilidad es un ejemplo de medidas de orden político que se trasladaron a al esfera de decisión de los jueces. La escala del problema, sin embrago, justificaba una decisión de carácter político, aún cuando en las causas se encontraran involucradas garantías constitucionales.

En buena medida los problemas actuales de la democracia presentan una gran complejidad por los desafíos que los mismos implican, verificándose una tendencia creciente hacia la plena judiciabilidad de los actos. La ampliación de la legitimación activa a través de los llamados «intereses difusos» y derechos colectivos, así como actuación «de oficio» de jueces y tribunales en las causas sobre control de constitucionalidad son manifestaciones de esa tendencia.

Sin embargo, ello no es justificativo para considerar que los problemas políticos deben resolverse en el ámbito propio de la política, ya que el poder judicial tiene su propia esfera de actuación que es la de resolver con fuerza de verdad legal, controversias jurídicas entre partes sometidas a su competencia.

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