Por Hernán Andrés Kruse.-

Hagamos volar nuestra imaginación. Ejercitemos nuestra capacidad para elucubrar utopías. Argentina es una de las democracias más desarrolladas del planeta. La alternancia en el poder es regla. Si el pueblo decide, a través del voto, reemplazar al oficialismo por la oposición, la vida de los ciudadanos no se modifica. No hay dramatismo. No hay desesperación. La jornada electoral transcurre con total y absoluta normalidad. Los ciudadanos están acostumbrados al bipartidismo. Hay un partido de tendencia socialdemócrata y otro partido que tiende hacia el conservadurismo. Pero en lo esencial coinciden. Y lo esencial es el respeto por el contenido de la constitución de 1853-1860. Sus valores no sufren menoscabo alguno. Nadie osaría violarlos. El bipartidismo es sistémico, lo que significa que gobierne el partido socialdemócrata o el partido conservador la supremacía constitucional se mantiene incólume.

Si la Argentina fuera un país como el descripto precedentemente las elecciones presidenciales del domingo hubieran sido una más de las tantas que tuvieron lugar desde la creación del estado argentino. Lamentablemente, la Argentina está a años luz de ser una democracia desarrollada y estable. Desafortunadamente somos una sociedad atormentada, enferma, desquiciada por décadas de atraso, corrupción y violencia. Incapaces de superar la grieta que nos agobia desde el 25 de mayo de 1810 los argentinos jamás logramos constituir una nación, si por tal se entiende la capacidad de convivir en un territorio en función de valores filosóficos, políticos, jurídicos y económicos legitimados por todos. En consecuencia, cada elección presidencial se convierte en un duelo entre dos bandos enemigos. El voto pasa a ser un arma de guerra. El objetivo es aniquilar al otro, pasarlo por encima. La elección presidencial no es más que una cuestión de vida o muerte.

A lo largo de nuestra ajetreada historia los bandos antagónicos tuvieron diferentes nombres. Morenistas versus saavedristas, unitarios versus federales, conservadores versus radicales, peronistas versus antiperonistas. A partir de 2007, cuando accede a la presidencia Cristina Kirchner, el antagonismo pasó a ser entre kirchneristas y antikirchneristas. Esa grieta emergió en toda su magnitud durante el primer semestre de 2008 a raíz del conflicto desatado por la resolución 125. Las heridas que provocó el combate no lograron cicatrizarse. Cada acto eleccionario pasó a ser un feroz combate entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo. En las elecciones de medio término de 2009 ganó el antikirchnerismo. En las elecciones presidenciales de 2011, el kirchnerismo. En las elecciones de medio término de 2013, el antikirchnerismo. En las presidenciales de 2015, el antikirchnerismo. En las elecciones de medio término de 2017, el antikirchnerismo. Como puede observarse, el antikirchnerismo logró prevalecer ampliamente.

En las elecciones presidenciales de 2019 prevaleció el kirchnerismo. Es notable como quedó coloreado el mapa de la Argentina. Es muy similar a la histórica camiseta de Boca Juniors. En el centro del país prevaleció el color amarillo (CABA, Santa Fe, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, San Luis y Mendoza). Del centro hacia el norte prevaleció el color azul y del centro hacia el sur, el mismo color. Pero no se trata de dos colores diferentes. Se trata de dos sociedades antagónicas, dos modos antitéticos de convivencia social. Las elecciones presidenciales del domingo recrearon, como bien señaló hace unas horas Agustín Rossi, el escenario electoral pos conflicto por la resolución 125. Por un lado, la pampa húmeda; por el otro, las provincias del norte y del sur. Ello significa que hemos retrocedido una década. Es como si los argentinos hubiéramos decidido el 27 ingresar al túnel del tiempo.

Para los votantes del macrismo el kirchnerismo es la barbarie. Sarmiento está, qué duda cabe, más vigente que nunca. No soportan que su voto tenga igual valor que el del “negro de la villa”. Odian visceralmente a Cristina. Para colmo, lo que hace cuatro años parecía cosa juzgada, en 2019 se hizo realidad: el retorno de Cristina. Para los votantes de Cristina el macrismo es la oligarquía. Consideran a Macri el emblema de esa oligarquía culpable de todos los males que los aquejan. Su resentimiento es químicamente puro.

El 10 de diciembre asumirá Alberto Fernández. Se encontrará con un país dividido, dominado por el odio, el rencor y el resentimiento. Durante la campaña electoral prometió que su objetivo fundamental será unir a los argentinos. Ojalá lo logre pero hay que ser realista. El antikirchnerismo quiere destruir al kirchnerismo. En consecuencia, no le perdonará nada. Para colmo, está envalentonado con el 40% que obtuvo en las urnas. No se necesita, pues, ser un fino analista político para percatarse de que a Alberto Fernández le esperan momentos difíciles y dramáticos, propios de un país que no tiene paz.

Anexo I

La República de Platón

Escrita en forma de diálogo la República de Platón constituye un monumento del pensamiento, una obra maestra escrita por un pensador de excepción que vivió entre 427 y 347 antes de Cristo. El primer libro fue escrito en su juventud, a diferencia del resto de la obra (escrita en su madurez). García Venturini piensa que se trata, a lo mejor, de un escrito independiente del resto.

Diálogo entre Sócrates y Trasímaco (primera parte) (*)

Sócrates (el gran maestro de Platón) es el personaje central de la República. Sus diálogos con sus ocasionales interlocutores dan forma al pensamiento platónico, repleto de profundas reflexiones sobre la justicia, el bien, el conocimiento, la educación y la política.

El diálogo entre Sócrates y Trasímaco (nacido en Caledonia) constituye la columna vertebral del libro primero. Contiene reflexiones de ambos que asombran por su vigencia. Sócrates participaba activamente de una discusión sobre la justicia cuando irrumpe Trasímaco y desafía a Sócrates a que refute su visión de la justicia, lo que Sócrates (Platón mismo) acepta con gusto. “Sostengo yo que la justicia no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. Y bien, ¿por qué no aplaudes? Te guardarás de ello” (Platón: República, Eudeba, junio de 1981, p. 113). Ante la sorpresa de Sócrates, Trasímaco refuerza su argumentación haciendo referencia a las ciudades, algunas regidas por la tiranía, otras por la democracia y otras por la aristocracia. Trasímaco le hace ver a Sócrates que es propio de cada gobierno dictar leyes que le conviene. En consecuencia, el gobernante tiránico dicta leyes tiránicas, el gobernante democrático, leyes democráticas, y el gobernante aristocrático, leyes aristocráticas. “Establecidas las leyes”, afirma, “los gobernantes demuestran que para los gobernados es justo lo que a ellos les conviene. ¿No castigan a quienes violan esas leyes como culpables de una acción injusta? Tal es, querido amigo, mi pensamiento: en todas las ciudades, la justicia no es sino la conveniencia del gobierno establecido. Y éste, de una u otra manera, es el que tiene el poder. De modo que para todo hombre que razone sensatamente, lo justo es lo mismo en todas partes: lo que conviene al más fuerte” (p. 113). Para Trasímaco es justo todo lo que convenga al más fuerte, al detentador del poder. Justicia es aquel valor que legitima el mando del más fuerte. No le interesa a Trasímaco si el gobernante es un tirano, un aristócrata o un demócrata. Sólo centra su atención en su capacidad para tomar decisiones que le convengan, que le sean útiles para conservar el poder. La justicia, entonces, depende de la capacidad del gobernante para imponer su autoridad, para desplegar una política arquitectónica adecuada a sus intereses y que, en virtud de ello, será justa para los gobernados. Asoma en la República una clara manifestación de realismo político, inmortalizado siglos más tarde por Maquiavelo. Trasímaco puede considerarse un magnífico pionero de la “razón de Estado”, de la concepción que sostiene que la política es pura y exclusivamente el ejercicio descarnado del poder.

Sócrates recoge el guante y, fiel a su método, intenta refutar las palabras de Trasímaco. Su objetivo es poner en evidencia la falsedad de su pensamiento. “No sé si aún comprendo gran cosa, lo que importa averiguar es si lo que dices es exacto. Estoy de acuerdo contigo en que la justicia es algo conveniente, pero tú agregas y das por cierto que lo es para el más fuerte. Eso es lo que ignoro y que será preciso examinar” (p. 114). Sócrates le pregunta a Trasímaco si los gobernantes son infalibles o pueden cometer errores. Afirma lo segundo. Entonces, razona Sócrates, los que gobiernan pueden hacer leyes buenas y leyes malas. Al hacer buenas leyes, ejercen el poder en beneficio propio; al hacer malas leyes, dictan disposiciones inconvenientes para ellos. Sin embargo, todas las leyes, las buenas y las malas, son obligatorias para los gobernados. Como la justicia estriba precisamente en obligar a los gobernados a obedecer las leyes, cabe concluir que “la justicia es hacer no sólo lo conveniente para el más fuerte, sino también lo contrario, lo no conveniente” (p. 114). Emerge en toda su magnitud el método empleado por Sócrates mientras deambulaba por las calles de Atenas, procurando que sus interlocutores hallasen verdades fundamentales. A través de la “ironía” Sócrates les hacía ver a sus interlocutores que en realidad no sabían de lo que estaban hablando. Mediante sus razonamientos enhebrados a raíz de la afirmación de Trasímaco de la naturaleza de la justicia Sócrates arribó a una conclusión opuesta, con lo cual no hizo más que descolocarlo, poner en evidencia que su tajante afirmación (“la justicia es aquello que conviene al más fuerte”) era falsa.

¿Consiste también la justicia, pregunta Sócrates, en la obligación de los gobernados de prestar obediencia a los que mandan? Trasímaco asiente. Respecto a los que ejercen el poder, pregunta Sócrates ¿están sujetos al error o son infalibles? Están sujetos al error, responde con firmeza Trasímaco. En consecuencia, expresa Sócrates, los gobernantes pueden hacer buenas y malas leyes, leyes convenientes para sí mismos (las buenas) y leyes no convenientes para sí mismos (las malas). Tanto las buenas como las malas leyes son de obediencia obligatoria, y como en eso consiste, precisamente, la justicia, Sócrates concluye que “la justicia es hacer no solo lo conveniente para el más fuerte, sino también lo contrario, lo no conveniente” (Platón: República, Eudeba, junio de 1981, p. 114). Ante al asombro de Trasímaco, Sócrates le clava un poco más el puñal. Le propone examinar la cuestión con mayor detenimiento. Sócrates le hacer ver a su interlocutor que, desde su óptica, los gobernantes algunas veces yerran, dictan malas leyes, y que la justicia está vigente cuando los gobernantes obedecen tanto las leyes buenas como las malas. Además, la justicia también está presente cuando los gobernantes (los más fuertes) ordenan de manera involuntaria algo que perjudica sus intereses. Si ello es así, exclama Sócrates, no queda más remedio que admitir que lo justo implica exactamente lo contrario a lo dicho por Trasímaco. “Porque”, sentencia Sócrates, “se obliga a cumplir a los más débiles lo no conveniente para el más fuerte” (p.115).

Sorprendido por la refutación socrática, Trasímaco hace una importante distinción entre el sentido vulgar del término “gobernante” y su sentido preciso, propio del filósofo. Dice el calcedonio: “¿Llamas tú, por ejemplo, médico al que se equivoca con respecto a sus enfermos, precisamente en cuanto yerra en el diagnóstico? ¿O perito en cálculos al que se equivoca en ellos, en tanto y cuanto puede hacerlos mal? Verdad es que el médico, el perito en cálculos o el escriba pueden equivocarse, pero creo yo que ninguno de ellos se equivoca mientras sean lo que nosotros designábamos con sus respectivos títulos. Y para hablar de una manera rigurosa, puesto que tú quieres que así se hable, ningún profesional se equivoca porque cuando incurre en un error lo hace abandonado por su arte, y entonces no es profesional. Lo mismo podemos decir del sabio y el gobernante, en tanto que lo sean, aunque en el lenguaje vulgar se diga que el médico o el gobernante se equivocaron. Supongamos, pues, que he hablado como el vulgo, pero ahora te digo, con toda la exactitud posible, que el gobernante, en cuanto tal, no se equivoca, y que al no equivocarse establece como ley lo mejor para sus intereses, que es lo que debe cumplir el gobernado. Por tanto, como decía en un principio, afirmo que la justicia consiste en hacer lo conveniente para el más fuerte” (p. 116). Se trata, qué duda cabe, de una apología del despotismo ilustrado, del elitismo político que consagra el derecho de uno solo a ejercer el poder sobre los demás, sujetos pasivos de la relación gobernante-gobernados.

Si Trasímaco creyó que con sus últimas palabras obligaría a Sócrates a retirarse de la discusión se equivocó groseramente. Dispuesto a demostrarle al calcedonio la falsedad de su argumentación, Sócrates le preguntó si el médico, en el sentido riguroso del término, buscaba la curación de los enfermos o la obtención de grandes sumas de dinero. Trasímaco no dudó: el médico de verdad busca la curación de sus enfermos. Respecto al arte preguntó Sócrates ¿para qué existe sino para procurar aquello que es más conveniente para cada uno? ¿Y en qué consiste, precisamente, aquello que es lo más conveniente para cada una de las artes? Tal cosa no es otra que “la de ser lo más perfecta posible” (p. 117), manifestó el sabio. Al percatarse de que Trasímaco no entendía su razonamiento, Sócrates enhebró una brillante sucesión de razonamientos tendientes a demostrar la veracidad de lo que estaba diciendo. La medicina, como cualquier arte, no busca la conveniencia para sí misma sino aquello que es conveniente para el cuerpo enfermo. “(…) y, en general, un arte cualquiera no tiene en mira su propia conveniencia, porque en sí mismo nada necesita, sino la del sujeto al cual se aplica” (p. 118). La medicina no necesita que ningún otro arte le indique qué es aquello que es más conveniente para sí. La medicina carece de defectos e imperfecciones y únicamente, en virtud de ello, busca por naturaleza el bienestar del sujeto al cual se aplica (el enfermo, en este caso). De ello Sócrates deduce lo siguiente: que las artes ejercen el gobierno del sujeto sobre el cual actúan. La medicina actúa sobre el enfermo, dominándolo, gobernándolo. En consecuencia, ningún saber pretende aquello que es más conveniente para el más fuerte sino, por el contrario, aquello que es beneficioso para el más débil, dominado por dicho saber. Ello explica por qué el médico, entonces, sólo lo es de verdad cuando ordena aquello que es más conveniente para el enfermo, no para sí mismo. “Por consiguiente, Trasímaco, todo hombre que ejerce el gobierno, como gobierno, y cualquiera que sea el carácter de su autoridad, no examina y ordena lo conveniente para sí mismo, sino lo conveniente para el gobernado y sometido a su poder, y con este fin le procura cuanto le es conveniente y ventajoso, dice cuanto dice y obra cuanto obra” (p. 119).

Sócrates eleva la política a la categoría de arte, carente, por ende, de toda imperfección, con lo cual no necesita que otro arte le indique qué es lo más conveniente para sí. Al igual que la medicina, la política carece de defectos e imperfecciones y sólo busca por naturaleza aquello que es más conveniente para los gobernados, limitados a obedecer aquello que se les ordena desde la cúspide del poder.

(*) Ser y Sociedad, junio de 2010.

Anexo II

Calvino, uno de los padres de la reforma protestante (*)

Desde mediados del siglo XV a fines del siglo XVI se produjo un renacimiento de la antigüedad clásica. Es por ello que dicho período se conoce con el nombre de “Renacimiento”. Desde el punto de vista artístico se produjo un resurgimiento del estilo clásico y en el ámbito filosófico hubo un énfasis en determinados elementos preexistentes. Durante el siglo XVI tuvo lugar un acontecimiento de extraordinaria importancia: la reforma protestante. Su concreción se produjo cuando el monje agustino Martín Lutero (1483/1546) desafió varios puntos del dogma católico, entre ellos la autoridad misma de la Iglesia. Otra figura relevante del protestantismo fue Juan Calvino. Bautizado con el nombre de Jean Cauvin, nació en Noyon (unos 100 kilómetros cerca de París) el 10 de junio de 1509. Falleció 54 años más tarde, el 27 de mayo de 1564.

Dueño de una profunda fe y siempre predispuesto para los estudios, Calvino se introdujo desde el principio en el mundo eclesiástico. Su formación inicial se materializó en el College de la Marche y en el College de Montaigne. Cuando contaba con tan sólo 14 años, su `padre lo envió a la universidad de París para que estudie Humanidades y Derecho. Luego se enroló en las universidades de Orleáns y Bourgues, obteniendo un doctorado en derecho por la primera de las universidades mencionadas. A los 22 años demostró su enorme capacidad como pensador al publicar su comentario sobre el “De Clementia” de Séneca. No resulta tarea sencilla determinar en qué momento preciso de su vida se produjo su conversión. Lo más probable es que se trate de un largo proceso de evolución en su mente y en su espíritu. Lo cierto es que a fines de 1533 era por demás evidente el profundo cambio operado en sus convicciones religiosas. Nicolás Cop, rector de la universidad de la Sorbona, dio comienzo al año académico pronunciando un discurso donde quedaban plenamente en evidencia las influencias de Lutero y Erasmo. Uno de los ejes de su alocución fue su protesta contra los ataques y persecuciones de que eran objeto quienes se atrevían a cuestionar los dogmas de la Iglesia de Roma. Las repercusiones de sus palabras fueron tremendas e inmediatas. El propio Parlamento francés intervino iniciando un proceso en su contra. Mientras tanto, comenzó a expandirse el rumor de que Cop se había inspirado en Juan Calvino. El protestantismo del discurso no fue perdonado por el orden establecido. Un amigo le advirtió al rector de la Sorbona que su vida corría peligro ya que todo estaba preparado, por presión de la corona, para su condena. Cop y Calvino tomaron la sabia decisión de abandonar París. A esa altura de su vida Calvino había hecho suya la postura de Martín Lutero: “negación de la autoridad de la Iglesia de Roma por derecho divino, negando la sucesión apostólica desde el apóstol Pedro, y dando primordial importancia a la Biblia como única regla de fe y conducta, destacando la doctrina de la justificación del hombre por medio de la gracia”.

La obra de ciertos reformadores hizo posible el auge de la reforma por Europa. El pastor Guillaume Farel logró, pese a la cacería que se lanzó en su contra, que la iglesia de Roma fuera expulsada de Ginebra (Suiza). En 1536 logró convencer a los ginebrinos de que aceptaran adecuar su vida a los dictados del Evangelio y la palabra divina. De esa forma estuvo en condiciones de unir la religión (el Evangelio y la palabra divina) al gobierno, dando origen a un régimen teocrático. Farel tuvo la fortuna de enterarse de la presencia momentánea de Calvino en Ginebra. Al visitarlo logró convencerlo de que se quedara en Ginebra para ayudarlo en una tarea que excedía sus propias fuerzas. A esa altura Calvino era una figura reconocida en todo el ámbito europeo. Contaba con tan sólo 26 años. Calvino y Farel no limitaron su militancia a Ginebra. En septiembre de 1536 viajaron a Lausanne para participar de un áspero debate sobre un tema relevante: qué religión debía prevalecer en los territorios circundantes que la ciudad de Berna había conquistado del Duque. Farel y Pedro Viret (gran amigo de Calvino) expusieron el punto de vista protestante y cuatro sacerdotes católicos (habían sido invitados 174) defendieron los dogmas de Roma. Pese a que se suponía que Calvino no tendría un rol activo en el debate, a raíz de una afirmación vertida por uno de los sacerdotes católicos (“Si conociérais lo que los padres dijeron, veríais que vuestra posición es falsa y condenada”), éste no soportó semejante “afrenta” y lo refutó de manera implacable. Cuando finalizó la multitud estaba dominada por el entusiasmo y la excitación. Calvino se había “ganado” al pueblo. Al poco tiempo fueron varios los sacerdotes y monjes de los distritos cercanos que se convirtieron a la fe protestante.

Mientras tanto, en noviembre de 1536 Calvino presentó ante el Consejo una Confesión de Fe que el pueblo estaba obligado a prestar juramento. Y a comienzos del año siguiente junto con Farel presentó otro documento cuyo objetivo era imponer ciertas reformas drásticas a la Iglesia de Ginebra. El Consejo no estuvo dispuesto a aceptar el punto 1, que imponía una severa disciplina para mantener la integridad de la Iglesia y ordenaba que sólo participasen de la Santa Cena quienes lo hicieran con verdaderas y genuinas piedad y reverencia. En otros términos: el Consejo no estaba dispuesto a aceptar la sustitución de una tiranía clerical católica por otra de naturaleza protestante. Mientras tanto, Calvino no ocultaba su decepción por el nivel moral del pueblo ginebrino. Finalmente, ambos fueron expulsados y debieron abandonar Ginebra en abril de 1538. Estando en Basilea, Calvino recibió una invitación de algunos pastores de Estrasburgo para que se hiciera cargo de una iglesia de refugiados franceses. Residió en esa ciudad durante tres años. Aprovechó gran parte del tiempo a escribir. Mientras tanto, la situación en Ginebra empeoraba. Tan grave era que el Concilio General de la ciudad le pidió que retornara cuanto antes. Pese a que no fue fácil para él, finalmente decidió regresar.

Calvino retornó a Ginebra en septiembre de 1541. Fue entonces cuando alguien llamado Denis Raquenier comenzó a tomar apuntes de los sermones de Calvino en taquigrafía para provecho personal. Gracias a este hombre se conservan en la actualidad una inmensa cantidad de aquellos famosos sermones de uno de los padres del protestantismo. Con el tiempo Ginebra se transformó en una escuela preparatoria de líderes religiosos. En 1559 se estableció la Academia de Ginebra y luego del retiro del sucesor de Calvino, Teodoro Beza, unos 1600 hombres habían sido adiestrados para el ejercicio del ministerio. Ginebra era a esa altura un centro misionero de gran relevancia. Siendo consciente de la proximidad de su muerte Calvino dijo en su testamento: “Doy testimonio de que vivo y me propongo morir en esta fe que Dios me ha dado por medio de Su Evangelio, y que no dependo de nada más para la salvación que la libre elección que Él ha hecho de mí. De todo corazón abrazo Su misericordia, por medio de la cual todos mis pecados quedan cubiertos, por causa de Cristo, y por causa de Su muerte y padecimientos. Según la medida de la gracia que me ha sido dada, he enseñado esta Palabra pura y sencilla, mediante sermones, acciones y exposiciones de esta Escritura. En todas mis batallas con los enemigos de la verdad no he empleado sofismas, sino que he luchado la buena batalla de manera frontal y directa”.

Fuentes:

-“¿Quién fue Juan Calvino y qué es el Calvinismo?”, por N.A.Weber. Tomado de la Enciclopedia Hispánica.

-“Breve biografía de Juan Calvino”, por W. Stanford Reid, profesor de historia, Universidad de Guelph, Ontario, Canadá, Diccionario de Historia de la Iglesia, Wilton M. Nelson.

-Juan Calvino. De Wikipedia, la enciclopedia libre.

(*) Publicado en el portal rosarino Ser y Sociedad el 27/5/010.

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