Por Hernán Andrés Kruse.-

La Libertad Avanza está que arde. Es tan grave su crisis interna que el oficialismo debería comenzar a llamarse “La Libertad Retrocede”. Francisco Paoltroni es senador nacional por la provincia de Formosa, el feudo de Gildo Insfrán. Este lunes (19/8) enfatizó su rechazo a la postulación de Ariel Lijo para el máximo tribunal de justicia y embistió contra el círculo áulico del presidente de la nación, es decir contra Karina Milei y Santiago Caputo. En sus redes sociales desafió al libertario: “Como señalaron los expertos, los aspirantes a la Corte Suprema deben cumplir con requisitos de honorabilidad, ejemplaridad, prestigio social e idoneidad. Lijo no cumple con esos estándares. Además, es importante garantizar el equilibrio de género en el máximo tribunal. El futuro de nuestro país está en juego”. Y en los estudios de La Nación+ le apuntó a Santiago Caputo: “Cinco meses se los trató de “ratas” a los senadores, ahora le están pidiendo a las “ratas” que voten al juez propuesto. Santiago Caputo está pidiendo a las “ratas” que voten al juez Lijo” (fuente: LaNoticia1, 20/8/024).

Qué duda cabe que quien aspira a ser miembro del máximo tribunal de garantías constitucionales debe reunir sólidos requisitos técnicos y morales. Nadie exige que sea un émulo de Lisandro de la Torre, quien no fue miembro de la Corte Suprema pero fue el legislador nacional más relevante de nuestra historia, pero sí que se le parezca un poco. La Corte Suprema no puede ser un botín político, como lo viene siendo desde hace demasiado tiempo. La Corte debe funcionar para lo que fue creada: para servir de garante a los derechos y libertades individuales.

Buceando en Google me encontré con un ensayo del destacado constitucionalista Jorge Reinaldo Vanossi titulado “La ética en el poder judicial” (Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Jurídicas-2003). Invito al lector a que se sumerja en él y que, a posteriori, saque sus propias conclusiones.

“Muchas Gracias. Reitero una vez más todo mi reconocimiento y gratitud a los amigos de Santa Fe, por esta generosa demostración de masoquismo, al invitarme a tan significativa reunión, que realmente contribuye “en grande” a la satisfacción de una demanda de interés público, como es la presentación de este Código de Ética Judicial. El tema de hoy no es nada fácil. Porque la ética judicial, que es a lo que específicamente me voy a referir, implica agregarle a la palabra ética una connotación que uno imagina, va de suyo, incluida en la condición judicial. La ética es una. Por supuesto hay manifestaciones concretas de aplicación de esa ética a distintas ramas del quehacer en la conducta, en la trayectoria, en la profesión de las personas: la ética del médico, la ética del abogado, y por qué no también, la ética del juez. Pero el querer comprimirlo, como muchas veces se ha pretendido, a un problema de preceptos o normas donde taxativamente se perfilaría el paradigma de la figura ética, en este caso del juez, es algo intelectual y materialmente difícil.

Porque el problema de la ética del funcionario público, en general, como la ética del juez, en particular, no pasa por el orden de las normas, sino que pasa por el orden de las conductas, de los comportamientos. Normas existen: tengo aquí presente la Ley 25,188 de 1999, sancionada en virtud de un mandato de la Constitución reformada, en 1994, que exige una ley de ética en el ejercicio de la función pública. Y podemos repasar todo su articulado, que no es demasiado extenso; pero son casi cincuenta artículos, donde están contempladas una cantidad considerable de previsiones, a efectos de tomar resguardos que puedan asegurar la ética. Sin embargo, la percepción que la sociedad tiene es otra muy distinta. Y no sólo se refiere a las dudas que la sociedad alimenta respecto de los jueces, sino respecto de muchas de las entidades que componen el poder público, y poderes particulares o privados, es decir, de gran importancia como factores de poder, pero que no son el poder público propiamente dicho.

Hace algunos meses una encuesta de 1,600 casos que realizó Graciela Römer y publicó el diario La Nación distinguía, con un puntaje de cero a cien, una serie de casos que podían fácilmente agruparse en tres sectores: uno, de alta consideración pública, que no llegaba a cien de todos modos; pero que estaba en los puestos más altos, dentro del relativismo que en este momento domina a una sociedad en la que —como decíamos recién— predomina el descreimiento. En ese grupo privilegiado estaba la Iglesia en primerísimo lugar, la educación —que del primer lugar había pasado al segundo— y los medios de comunicación. Luego venía un sector intermedio, de un grado de credibilidad que oscilaba en el 50%, y luego venía un sector de muy baja credibilidad, en algunos casos bajísima; y ese sector estaba compuesto por los dirigentes políticos, los dirigentes sindicales, los jueces, los legisladores y el Poder Ejecutivo.

Si uno repasa mentalmente lo que esto significa, no cuantitativamente sino cualitativamente, es muy preocupante para el vigor de las instituciones de un país que la sociedad, graficada en este caso con una encuesta —que podrá tener su margen de error, pero que por lo general son encuestas serias—, arroje un resultado que está por debajo de los niveles de sostenimiento del vigor mínimo necesario que tienen que tener las instituciones públicas, entre ellas los tres poderes del Estado, a efectos de que la sociedad funcione, las normas se respeten y exista —en definitiva— una confianza acerca de la calidad de vida institucional de un país. Porque así como hay una calidad de vida vinculada con el medio ambiente, una calidad de vida vinculada con el confort, hay también una calidad de vida institucional que hay que respetar y tomar en cuenta si no se quiere caer en situaciones de anomia.

Yo creo que estamos en situaciones de anomia, desde hace tiempo: no es un problema reciente. Y no sólo de anomia sino de anemia. Es decir, hay una serie de anemias que aquejan a la sociedad en su conjunto, individual y colectivamente y que se relacionan con el grado de falta de paradigmas en lo personal, de falta de parámetros en lo normativo, de falta de credibilidad en lo institucional; y entonces “todo vale” —como dirían los chicos con esa inocencia que los caracteriza, pero que los lleva a decir verdades muy sabias—. Todo vale, no se pueden distinguir muy bien los límites o las fronteras.

Por eso creo que uno de los actos fundamentales en la vida de los estadistas, es saber elegir a los jueces. Porque los jueces son los que en nuestro sistema institucional están dotados de la mayor cantidad y calidad de poder. Son los que deciden sobre la vida, el honor, la libertad, el patrimonio, las garantías y los derechos en general de todos los habitantes del país. Y máxime en un sistema como el nuestro, donde tienen el control de constitucionalidad, que todos los jueces poseen. Todos pueden declarar la inconstitucionalidad de una norma que consideren violatoria de la ley suprema de la nación y, donde además, la Corte Suprema se reserva —porque a sí misma así se ha calificado—, como intérprete final de la Constitución y como tribunal de garantías constitucionales.

Entonces, pavada de tarea es la de seleccionar a los jueces y darle al Poder Judicial la composición que reúna la doble idoneidad que se debe tener para la función pública: la idoneidad técnica y la idoneidad moral. La idoneidad técnica tiene una enorme importancia, pero de nada vale si falta la otra. Por eso creo que cuando cito el pensamiento de Couture referido a los ingleses —y que éstos reflejan en una sentencia muy sencilla: que el juez sea un caballero, que sea un señor, si sabe derecho mejor— tienen razón. Porque Couture comprobó que con apenas ciento y pico de jueces civiles en todo el reino de las islas tenían una justicia digna y eficiente, de la cual el pueblo estaba satisfecho y se sentía orgulloso.

Mientras que en Europa continental, la proporción era totalmente distinta: para un país de veinte millones, dos mil jueces; para un país de cuarenta millones, cuatro mil jueces; para un país de sesenta millones de habitantes, seis mil jueces; y el pueblo estaba insatisfecho del nivel que esa justicia tenía en cada uno de esos países. ¿Cómo seleccionaban los ingleses sus jueces? No era burocráticamente sino fundándose en los antecedentes éticos y en el prestigio profesional. De donde se deduce que el juez es fundamentalmente un hombre que llega a la función judicial con una gran experiencia de la vida, con gran sapiencia del derecho y de la profesión, que le permite entonces decir: con esto “mi currículum ya está cerrado, no necesito seguir juntando antecedentes porque ya estoy tocando el cielo con las manos”.

Entre nosotros fallan muchas cosas: Ralph Dahrendorf —como todos saben es un gran politólogo de origen alemán, pero que optó por la ciudadanía británica y es miembro de la Cámara de los Lores— ha dicho que para que un sistema funcione como verdadera democracia, se requieren dos requisitos: uno —que él menciona— vinculado con la vieja tradición inglesa, que no puede haber impuestos sin ley, que tiene que haber un sistema fiscal basado en la legalidad, en la claridad, en la certeza, en la perdurabilidad. Y segundo, que el juez esté totalmente emancipado de las aparcerías políticas y también de las gratitudes mal entendidas —agregaría yo—, es decir, que el cordón umbilical que pueda haber tenido hasta ese momento, con fracciones o facciones, quede roto, quede superado a partir del momento en que accede a la función judicial.

No ha sido así por lo general en todos los casos, aunque hay muy honrosísimas excepciones que hasta creo que constituyen numéricamente la mayoría. Lo que ocurre, es que cuando las excepciones son muy notorias y escandalosas, dan la impresión de que son realmente la mayoría. Hans Kelsen —probablemente el gran jurista del siglo XX que ideó, integró y presidió diez años la Corte Constitucional de Austria, donde nace verdaderamente un control a través de la jurisdicción especial— dijo en alguna oportunidad al incorporarse al tribunal que, si bien él tenía sus simpatías políticas, no quería de ninguna manera que se sospechara o se pensara que el ligamen subsistía. Porque así como él le negaba al Estado el poder de cercenar su pensamiento y su libertad de criterio para resolver los problemas, con mayor razón les negaba a los partidos políticos que pudieran “pasarle una cuenta” por eso, es decir, que pudieran exigirle algún tipo de adhesión o de desviación de sus veredictos en razón de haber contribuido al nombramiento en el cargo que pasaba a ocupar.

Y esa lección que dio Kelsen ha sido seguida en muchas partes en ejemplos que realmente honran. Quiero mencionar algunos ejemplos, aunque sea muy rápidamente, porque es posible (algunos creen que no es posible) que se tenga un deber de gratitud para siempre. Cuando Roosevelt presidía los Estados Unidos en una situación de enorme depresión —que nos recuerda algunas cosas que vivimos ahora de cerca— y la Corte Suprema no era muy afecta a convalidar las leyes que el Congreso sancionaba por iniciativa del presidente Roosevelt, éste pedía a Dios que se produjera alguna vacante, que pudiera en definitiva poderse consumar alguna renovación en la Corte. Y en la primera vacante que se produce, él propone el nombre de Black. Por supuesto, en Estados Unidos el acuerdo del Senado es una cosa muy seria, lo mismo ocurre con los embajadores: les toman examen, tienen que comparecer personalmente ante la comisión respectiva donde son sometidos a un largo interrogatorio que a veces dura varias sesiones, en las cuales se indaga sobre todos sus antecedentes, su pasado, su formación, su manera de pensar, etcétera.

Sale entonces la denuncia de que Black había pertenecido al Ku-Klux-Klan, lo que significaba, obviamente, una llamada de atención muy grave. Black reconoce que en su juventud había cometido ese pecado de haber pertenecido a una entidad racista; pero anunció, ante quienes tenían que dar su voluntad y su voto, que él iba a ser un juez de la Constitución y que eso no tenía nada que ver con lo que pudieran haber sido sus errores del pasado. Y cuando es nombrado, se convierte en el campeón de los derechos civiles en la Corte. Pasa a encabezar, a dirigir intelectualmente, el ala más firme en la defensa de la igualdad contra el racismo, contra la discriminación, por “la igual protección ante la ley” ; como reza el frontispicio del propio edificio de la Corte Suprema de Estados Unidos.

El otro caso es el de Frankfurter, amigo personal de Roosevelt, militante del partido demócrata. Salta la objeción: había tomado actitudes de izquierda en la Primera Guerra Mundial, que podían considerarse demasiado radicales respecto de lo que un país en guerra —como era Estados Unidos— podía tolerar en esas circunstancias de emergencia. Y Frankfurter, que reconoce los hechos, es designado. Dice lo mismo: voy a cumplir con la Constitución. Con el espíritu y la letra de la Constitución. Se transforma así en el líder del ala conservadora de la Corte Suprema. Su posición de self restraint, su posición de autolimitación de ciertas revisiones que la Corte practicaba en un híper activismo en ese momento, lo convierten a él en un paradigma de lo que han sido los grandes jueces de la Corte de Estados Unidos.

Un caso muy parecido es el de Warren, que había competido con Eisenhower en la interna del partido republicano para la candidatura presidencial en las primarias y en la convención. Es derrotado. Eisenhower lo nombra presidente de la Corte y Warren, que venía del partido republicano, en su larga presidencia de la Corte —conocida como “el periodo de Warren”— fue también un campeón de los derechos civiles, de la igualdad y de la libertad política. Es la época en la que la Corte modifica su vieja jurisprudencia de la no justiciabilidad, y protege ciertos derechos políticos que estaban avasallados en alguno de los estados sureños. En fin: hombres que consideraban que el acceso a la función judicial era realmente lo más sublime a lo que podía aspirar un espíritu jurídico.

Me he permitido traer estos ejemplos —y no me voy a extender mucho más para no incurrir en una injusticia con respecto a los demás colegas—, porque creo que así como el juez debe emanciparse de esas lealtades, la partidocracia tiene también que emanciparse de los prejuicios que anida respecto de ciertas ramas de la actividad pública de un país. Hay una tradición de mal entendimiento entre la partidocracia y la justicia por un lado; y entre la partidocracia y la investigación, la ciencia y la educación por el otro. A veces, me he preguntado por qué, y la única explicación que encuentro es que los resquemores de la partidocracia (y no estoy utilizando la palabra en el sentido peyorativo, sino en el sentido técnico preciso) respecto de la investigación y de la ciencia, son porque la investigación y la ciencia buscan la verdad. La verdad remplaza al error, y una verdad puede tirar abajo cientos de años de normas y de actos que se han celebrado anteriormente. Y eso, no le gusta por lo general al sector político dominante, cualquiera sea él.

Y con respecto a la justicia, porque la justicia da garantías, la justicia es el garante por antonomasia, es el poder que asegura las libertades, que delimita todo aquello que en el imaginario del político podría no tener límites. Pero está el juez. Y esto recuerda un poco la vieja anécdota —que no por vieja pierde validez, sino que la mantiene— del molinero de Postdan, que ante la pretensión de los asesores o consejeros del rey de Prusia, que lo querían forzar a vender su molino para poder ampliar el palacio de verano, en algún momento se siente extorsionado cuando le dicen: — Bueno, no tiene más remedio que arreglar. Y él contesta preguntando si todavía existían jueces en Berlín. Es decir, el hombre creía en la justicia, creía que por encima del rey (y eso que aquellos eran reyes de la época del despotismo ilustrado, a fines del siglo XVIII) el juez podía hacer frente y parar el abuso de los secuaces del monarca.

Todo esto obliga a que el juez tenga también una conducta ética muy especial, porque así como es el funcionario con mayor poder es, por lo tanto, el funcionario con mayor responsabilidad. No olvidemos la sabia regla del artículo 902 del Código Civil, de la cual se infiere, no sólo para el derecho civil sino incluso para todo el derecho en general, que a mayores jerarquías corresponden mayores responsabilidades. Y, por supuesto, la jerarquía del juez hace que se incentive su grado de responsabilidad, y la responsabilidad es algo más que el control. Es la etapa que después del control hace efectiva la sanción, hace concreta la medida en virtud de la cual se gratifica lo bien cumplido y deja de estar en la impunidad lo mal cumplido”.

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