Por Hernán Andrés Kruse.-

“Lo que le ocurre a sociedades como la nuestra no es que observe la falta de órganos de control, que los hay —incluso después de la reforma de 1994— en demasía, porque ha sido completada la Constitución con nuevos órganos de control; sino que la sociedad percibe (por eso la encuesta a la cual me referí hace un instante lo recoge, creo que en gran medida) que no funciona el principio de responsabilidad. Control hay, pero no se traduce en las sanciones y queda la impunidad presente. Y en eso tiene mucho que ver el Poder Judicial, porque el Poder de la toga tiene que poner sobre la mesa algo que, para decirlo en términos elegantes, llamo energía jurisdiccional. Es decir, lo que la jurisdicción le permite, sin excederse, sin extralimitarse. Pero mucho es lo que la jurisdicción le permite para evitar no sólo el ilícito, sino para evitar que el ilícito quede impune y la sociedad entre en la idea o en el conocimiento de que se está viviendo en una situación de anomia.

Me permito añadir que hay que cambiar también algunas cosas en el Poder Judicial, para que todo sea según la vieja frase según la cual no sólo se tiene que parecer, sino también ser. Creo que hay que acentuar el régimen de incompatibilidades, que es demasiado flexible en la práctica, en el desempeño de las funciones judiciales. En ciertos casos, por ejemplo, creo que es fácilmente comprobable que la dedicación que requiere la tarea judicial en un país tan litigioso y complejo como el nuestro, hace muy difícil poder ejercer con la misma responsabilidad y con la misma idoneidad, varias otras funciones además de la función judiciaI. Creo además que en casos como el de la Corte Suprema, hay que modificar su estructura de trabajo, por el exceso de delegación —exagerado e indebido— que lleva muchas veces a que el litigante, el justiciable, el pueblo en general, no sepa en definitiva quién es el que ha estudiado y quién es el que ha resuelto el tema, más allá de las firmas que se exhiben al pie.

Creo además en la necesidad de la vida austera y recatada del magistrado y en la limitación, en todo lo posible, del exhibicionismo jactancioso y a veces hasta “cholulo” que en muchas ocasiones hemos presenciado. Me parece aleccionadora una anécdota de un juez, de un gran juez, que fue Antonio Bermejo, quien después de haber transitado por los carriles de la política, de haber sido incluso ministro, llega a la presidencia de la Corte —corte de cinco miembros y austera— donde, según relata Octavio Amadeo, tenían su pequeña estufita y se reunían con sobretodo puesto, en el invierno, porque no había ni siquiera el confort de una calefacción mínima.

Y un día, lo invita a tomar el té a solas a uno de sus colegas (por lo general, los jueces de la Corte, en la época en que yo era colaborador de ese tribunal, tomaban el té todos juntos a una cierta hora del día). Pero invita a uno solo, en determinada oportunidad. Toman el té amigablemente, y al final de la pequeña reunión lo saca de tema y le dice: —Doctor, discúlpeme el atrevimiento, pero usted es muy amigo de la familia tal. —Sí, sí, efectivamente somos muy amigos. —Y usted frecuenta casi todas las semanas el palco de la familia tal, en el teatro Colón, en la temporada de ópera. —Sí, efectivamente, concurro allí. —Le aconsejo que altere esa costumbre porque en esa asidua concurrencia con una familia, que es además muy poderosa y que además está, o puede estar, envuelta en pleitos que pueden eventualmente llegar a este tribunal, hace que usted sufra —a lo mejor inmerecidamente— un menoscabo, a través de la sospecha respecto de su imparcialidad.

¡A qué distancia estamos de aquel caso de Bermejo! Ha existido en nuestro país, desde hace muchas décadas atrás —sin fijar fecha cierta para no entrar en polémicas estériles— una suerte de delegación gerencial, debido a la cual, la llamada clase dirigente creyó más fácil y sencillo, que el poder fuera ejercido por una representación (llamémosla vicarial) de terceros; que algunas veces le tocó a un sector y algunas veces a otro, ya sean tecnócratas, partidócratas, financieros, fuerzas armadas, etcétera. Y la sociedad se resignó ante esa delegación a la que no puso coto en su debido momento, ni le exigió la debida rendición de cuentas.

Podemos obtener una conclusión de lo que venimos diciendo; y es que el problema al que asistimos —que no es novedoso— es en su origen un problema cultural. Un problema que ha tenido un desborde total, y que gracias a la facilidad de acceso a los datos y a los hechos por parte de los medios de comunicación, hemos tomado conciencia de la gravedad que tiene. Basta leer La ciudad indiana, de Juan Agustín García, o páginas de otros autores de comienzos de siglo, para ver que ya hablaban de estas cosas y trataban el problema ético.

Sin embargo, la diferencia cualitativa está en que en las últimas épocas, no son bandidos sino que son “bandas”. Es decir, organizaciones que se valen de la impunidad que les otorga la cercanía del poder, o algún tipo de complicidad, para poder operar desde las sombras, visiblemente en detrimento del bien común y del interés general. Por eso digo que no basta con el Código Penal. Éste es condición necesaria, pero no suficiente. Tiene que haber, por supuesto, rigor en el Código Penal, pero él por sí solo no va a re-moralizar la República. Esto resalta más aún la importancia de un Código de Ética, particularmente referido a la función judicial. También es cierto, y hay que reconocerlo, que muchos medios de comunicación exaltan paradigmas que no son siempre los de la virtud, sino precisamente el contramodelo: ellos pertenecen a la anticultura.

Es oportuno traer a colación la explicación que nos da uno de los grandes pensadores norteamericanos de este siglo, John K. Galbraith, estudioso de la economía y de la sociología del norte de nuestro hemisferio. Galbraith señala dos datos, al buscar las razones del gran desarrollo de los Estados Unidos —que en forma indetenible adquirió, desde la segunda mitad del siglo pasado, hasta constituirse en potencia mundial—: la educación pública y la enseñanza moral, que los norteamericanos recibieron en gran medida e integralmente. Al establecer la comparación con nuestro país —reconozcámoslo con tristeza— deberíamos decir que la escuela pública ha sido destrozada. A Sarmiento lo hemos escondido. De su obra hemos abjurado y la enseñanza moral la hemos erradicado por la vía del mal ejemplo.

Es por eso que el problema no pasa sólo por las normas, sino que primariamente pasa por las conductas. Decía Rawson: “Lo que nos falta, es el experimento de un gobierno honrado, que respete la Constitución hasta en sus más mínimos detalles”. Como vemos, la frase es muy sobria; pero su contenido muy rico, porque el secreto en esto (la llave del misterio) está en estas pequeñas grandes cosas del comportamiento político. Platón, por su parte, afirmó: “Tal es el hombre, tal es el Estado. Los gobiernos cambian como el carácter de los hombres; el Estado es lo que es, porque los ciudadanos son lo que son; y los Estados no serán superiores, mientras los hombres no sean mejores”. Tiene razón Platón; y la clave radica en la escuela y la enseñanza moral. Porque desde ahí se forjarán los ciudadanos tal como deben ser, o no serán nada, parafraseando al general San Martín.

Frente a una época sin parámetros morales, nuestro deber es reivindicar una cultura ética y humanista. Las culturas materialistas y tecnicistas, llevan a la devaluación, o lisa y llanamente a la desaparición de los valores. Una sociedad sin valores, es igual a una sociedad sin normas. En esa sociedad, primero se pierden los valores y después se abandonan las creencias. El siglo XX recién traspuesto, ha sido el siglo de la deshumanización: atrocidades, quema de libros, totalitarismos de toda laya, una sociedad de masas mal entendida y exaltada en lo irracional, en lugar de encauzarla en lo racional. Junto a ello, el abandono de una sabia premisa del Estado de derecho que se resume en una sentencia muy breve: “A todo acrecentamiento del poder, debe corresponder un mayor vigorizamiento de los controles, un acrecentamiento de las garantías y un potenciamiento de las responsabilidades”. Y esto es válido para todo, tanto para el sector público, cuanto para las grandes concentraciones del poder privado.

A mayor poder, mayor control. No hemos respetado esta sentencia y el desborde está a la vista en todas partes. Entonces, el ciudadano inocente se pregunta: ¿Pues quién controla al control? ¿Quién se ocupa del bien común? ¿Quién custodia el interés general? Recordemos que nuestro sabio preámbulo constitucional incluye, entre los grandes objetivos de la organización nacional, el de procurar el “bienestar general”. Reaccionemos a tiempo, nunca es tarde; pero desde luego, recordemos la advertencia de Andre Maurois: “La vejez es el sentimiento de que es demasiado tarde”. No vaya a ocurrir, que un día amanezcamos con la sensación de la vejez ética, y sea demasiado tarde para restablecerla en el pináculo que le corresponde.

Señoras y señores, acaso el meollo de la cuestión repose en la sociedad toda; esa misma sociedad a la que despiadadamente aludiera Borges en su obra sobre Evaristo Carriego —inmortales ambos— cuando señalara: El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción, lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano… El Estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. ¡Sin comentarios!”

(*) Jorge Reinaldo Vanossi:“La ética en el poder judicial” (Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Jurídicas-2003).

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