Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del jueves 10 de marzo, La Nación publicó la entrevista que el periodista Martín Rodríguez Yebra le hizo en Madrid a Mario Vargas Llosa, quien, una vez más, opinó sobre el peronismo. Dijo el laureado escritor: “Yo creo que la Argentina se jodió con el peronismo. El peronismo fue fatal para la Argentina. Introdujo una especie de nacionalismo que cerró a la Argentina y frenó el extraordinario progreso que había traído la política de fronteras abiertas. Era un país del primer mundo a comienzos del siglo XX y fíjese en lo que se convirtió la Argentina. Yo creo que eso tiene un nombre y es el peronismo. El país fue empobrecido, pero no hubo ninguna catástrofe natural ni ninguna guerra. Yo tengo la impresión de que el país es tan próspero que con una buena política puede resarcirse y volver a crecer. Para América Latina sería formidable. Brasil se está hundiendo por la corrupción y la demagogia. Vamos a necesitar un país que sea líder regional”.

El peronismo cambió para siempre a la Argentina. Constituye un fenómeno tan   nuestro, tan argentino, que quienes lo analizan desde el exterior, Estados Unidos, por ejemplo, se esmeran por encontrarle su significado. ¿Cómo fue posible, se ha preguntado Vargas Llosa desde siempre, que en un país que era tan próspero y pujante haya surgido el peronismo? Veamos. Entre 1880 y 1916, es decir entre la federalización de la ciudad de Buenos Aires y las elecciones presidenciales que consagraron a Hipólito Yrigoyen, la Argentina fue, efectivamente, un país pujante, una potencia que nada tenía que envidiar ni a los Estados Unidos ni a Europa. Conducida por la generación del Ochenta, la Argentina pasó a ser “el granero del mundo”. Sin embargo, el modelo de país enarbolado por el orden conservador lejos estaba de ser perfecto. Desarrollado económicamente, el sistema político del régimen conservador no hizo más que dinamitar el futuro de la Argentina. En efecto, en aquella época no estaba vigente la democracia tal como la entendemos en la actualidad. Era una democracia restringida, elitista. Era una democracia reservada exclusivamente para la élite que gobernaba el país. Las elecciones presidenciales quedaban reducidas a una puja entre candidatos de la oligarquía. Los sectores medios, a pesar de su crecimiento económico, estaban   marginados. Ni qué hablar de la clase trabajadora, invisible para el régimen conservador. Resultaba por demás evidente que un régimen de estas características no podía perdurar indefinidamente. Era una olla a presión que en algún momento iba a estallar. Los primero síntomas de disconformismo con el statu quo surgieron de una fuerza política que había sido creada en 1890 y que deseaba participar en política en representación de los sectores medios. Entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX el radicalismo protagonizó acciones revolucionarias que atemorizaron al régimen conservador. El escenario había cambiado y fue Roque Sáenz Peña el encargado de abrir las compuertas del régimen a los sectores medios. El objetivo del régimen conservador era claro: “democratizar” el sistema político para enervar los deseos de cambio revolucionario de quienes se sentían excluidos. La ley Sáenz Peña tuvo como objetivo precisamente eso: descomprimir la situación política que imperaba en el país a comienzos del siglo XX. A raíz de ello, Hipólito Yrigoyen, candidato radical, se presentó en 1916 a las elecciones presidenciales. Su principal rival era Lisandro de la Torre. Es probable que Sáenz Peña y los suyos jamás hubieran creído que Yrigoyen iba a ser el triunfador. Pero la vida a veces da sorpresas. La elección presidencial de 1916 fue una de esas sorpresas. ¡Y qué sorpresa! Por primera vez en la historia llegaba a la presidencia un político que no era un emblema del régimen conservador.

Pese a ser radical, Yrigoyen en ningún momento atentó contra los intereses de la oligarquía. Jamás pretendió ser un presidente “anti sistema”. Sin embargo, la oligarquía no lo toleraba por una sencilla y contundente razón: el “peludo” no era uno de ellos, era el representante de la “chusma” radical. Para el régimen conservador Yrigoyen era un cuerpo extraño que necesariamente debía ser eliminado para evitar que la sociedad argentina se enfermara. En 1922 asumió como presidente Marcelo T. de Alvear y ahí sí la oligarquía volvió a dormir tranquila. Pese a ser radical, Alvear era uno de los “suyos”. Seis años más tarde volvió la pesadilla. Yrigoyen fue plebiscitado en las elecciones presidenciales de 1928 ante el estupor de la oligarquía. La “chusma” había retornado al gobierno. Otros seis años de Yrigoyen en el poder eran inimaginables para los dueños de la Argentina. Si bien el golpe de estado cívico-militar del 6 de septiembre de 1930 obedeció a una serie de causas, no cabe duda alguna que el hartazgo y el temor de la oligarquía por un nuevo período presidencial del “peludo” mucho tuvo que ver. Además, ese derrocamiento desnudó la impotencia del orden conservador de crear una fuerza política de derecha capaz de ganar en elecciones libres y cristalinas. Entre 1930 y 1943 gobernó la oligarquía, como lo había hecho entre 1880 y 1916. Pero en esta oportunidad el radicalismo estaba proscripto y cuando fue autorizado a participar en procesos electorales el fraude impuso sus condiciones. Para el régimen conservador todo lo que ayudara a evitar el regreso del radicalismo al poder era válido y legítimo. Las elecciones presidenciales de 1937 fueron, como no podía ser de otro modo, escandalosamente fraudulentas. El nuevo presidente, Roberto Ortiz, fue consciente desde un principio de su carencia de legitimidad de origen. Por eso trató de hacer todo lo que estuviera a su alcance para democratizar el sistema político. Lamentablemente su salud no era la mejor y en 1940 se alejó de la presidencia siendo sustituido por el vicepresidente Ramón Castillo, un conservador de pura cepa. En aquel entonces el mundo estaba siendo sacudido por la segunda gran guerra protagonizada por los aliados y el eje. Si bien las fuerzas políticas eran aliadófilas, había sectores de las fuerzas armadas que simpatizaban con el Eje, como el denominado Grupo de Oficiales Unidos (GOU) que tuvo activa participación en la denominada “Revolución de 1943” que no fue más que otro derrocamiento cívico-militar contra la figura de Castillo. Fue entonces cuando irrumpió en la escena política nacional el coronel Juan Domingo Perón. En los dos años siguientes Perón acaparó una cuota impresionante de poder al adueñarse de la Secretaría de Trabajo, del ministerio de Guerra y de la vicepresidencia de la Nación. Y fue precisamente desde aquella Secretaría donde Perón edificó su estrategia política que le permitiría llegar a ser presidente elegido democráticamente en 1946. Hábil e inteligente, Perón vio lo que los demás no veían o se negaban a ver: la importancia de la clase obrera como actor político. Ni lerdo ni perezoso, hizo del movimiento obrero y de las fuerzas armadas las columnas centrales de la comunidad organizada, la piedra basal de su doctrina. La inmensa mayoría de las fuerzas armadas y las fuerzas políticas tradicionales quedaron perplejas ante el meteórico ascenso político de Perón. Finalmente el coronel fue encarcelado y a los pocos días una multitud reunida en la Plaza de Mayo clamó por su liberación. El 17 de octubre de 1945 fue la fecha de nacimiento del peronismo. Con Perón en libertad el presidente Farrell decidió convocar a elecciones presidenciales. A esa altura de los hechos, ya estaba instalada la antinomia peronismo-antiperonismo, antinomia que fue alimentada por la prepotencia y petulancia del embajador norteamericano Spruille Braden, quien no tuvo mejor idea que inmiscuirse en los asuntos internos del país militando abiertamente por la Unión Democrática. Perón encontró en Braden al enemigo perfecto. “Braden o Perón” fue su slogan de campaña. El 24 de febrero de 1946 Perón ganó por un estrecho margen a una coalición de todas las fuerzas políticas que existían hasta el momento, a los grandes medios de comunicación, al establishment y a la embajada de Estados Unidos que lo consideraba un simpatizante de Hitler. Ese día la Argentina dejó de ser la misma, para bien o para mal según la postura ideológica de cada uno.

El Nobel de Literatura jamás tuvo en cuenta, al referirse a la irrupción del peronismo, algo fundamental: Perón fue posible porque el orden conservador le entregó el país en bandeja. Su elitismo, su petulancia, su desconfianza por los sectores populares y, por qué negarlo, su racismo le allanaron el camino a un demagogo sin igual, a un experto en el arte de manipular a las masas y de conservar el poder a cualquier precio.

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