Por Hernán Andrés Kruse.-

María Eva Duarte de Perón dividió profundamente a la sociedad argentina. Su figura no admitía los grises. Se la amaba o se la odiaba con igual intensidad. Evita fue el emblema de los desposeídos, de los “grasitas”, de los millones de argentinos que siempre fueron ignorados por el orden conservador. Gracias a ella dejaron de ser invisibles, tomaron conciencia de su relevancia histórica. Por eso la amaron, la idolatraron, la endiosaron como nunca antes había sucedido con un dirigente político. De fuerte temperamento, pasional e intolerante, Eva les declaró la guerra a todos aquellos que se le opusieron, especialmente a los miembros de la oligarquía. Para las clases acomodadas resultaba agraviante que una mujer que provenía del subsuelo de la estratificación social estuviera a un paso de ocupar la vicepresidencia de la nación. El odio que despertó en esos sectores fue químicamente puro. Como si el destino la hubiera marcado con fuego su salud se encargó de desbaratar sus planes políticos. Un cáncer acabó con su vida cuando estaba en plenitud. Su partida de este mundo acongojó a sus seguidores y llenó de dicha a sus enemigos. Fue tal la euforia que provocó en el antiperonismo su fallecimiento que al poco tiempo aparecieron pintadas algunas paredes de Buenos Aires con la leyenda “viva el cáncer”. Millones de argentinos le agradecían a una temible enfermedad por haber terminado con la vida de su más acérrima enemiga.

Durante el semestre de 2008 el país se conmocionó con el conflicto provocado por la resolución 125. Un aumento de las retenciones a la soja y el girasol abrió una caja de Pandora que nos hizo retrotraer a la década del cincuenta del siglo XX. En efecto, en los numerosos cacerolazos que tuvieron lugar a lo largo y ancho del país en contra de esa medida resurgió de entre las cenizas aquel odio que había estallado durante el apogeo del peronismo. Ahora el odio no era contra el recuerdo de Evita sino contra la presidente Cristina Kirchner. La televisión registró a muchos caceroleros gritar “¡Néstor, llevate a Cristina!”, en alusión al fallecido presidente de la nación. Aquel odio de los cincuenta del siglo pasado reapareció para ensañarse ahora con Cristina. La historia volvía a repetirse. El antiperonismo deseaba fervientemente la muerte de su peor enemiga.

Hace pocos días, Hebe de Bonafini expresó que los votantes de Macri “son un cáncer permanente del país, que te quiere comer las entrañas”. El mismo odio pero esta vez proveniente de la otra vereda. Ahora fue un emblema del kirchnerismo quien les deseó la muerte a sus enemigos antiperonistas. Horas más tarde Julián Cook, CEO de la empresa Flybondi, manifestó: “no puedo creer que vuelva Cristina, me voy del país, les deseo lo mejor, amo la Argentina y espero que un día se vaya el peronismo, un cáncer que destruye el país día a día desde hace décadas, abrazos a todos”.

Pasaron sesenta años desde aquel tristemente famoso “viva el cáncer”. Hoy, lamentablemente, ese odio enfermizo sigue vivito y coleando. Pero con una diferencia: dejó de ser patrimonio exclusivo del antiperonismo. Ahora también el peronismo -por lo menos el sector que adhiere al kirchnerismo- no titubeó en invocar al cáncer para manifestar su aversión por su histórico enemigo. La pregunta que cabe formular es la siguiente: ¿es posible vivir en democracia cuando se utiliza el nombre de una enfermedad tan cruel y despiadada para aludir a quien piensa diferente? Por supuesto que no lo es. Cuando una persona le desea a otra que se muera de cáncer, aquélla está dominada por un odio enfermizo, considera a su oponente no un adversario sino un enemigo con el que es imposible reconciliarse. Para Hebe de Bonafini los votantes macristas deben desaparecer de la faz de la tierra. Para el CEO de Flybondi debe suceder lo mismo con el peronismo. Tanto para Bonafini como para Cook los problemas de la Argentina comenzarán a solucionarse cuando el enemigo sea destruido.

El “viva el cáncer” está más vigente que nunca. Hoy la sociedad está divida en dos sectores antagónicos. Un 48% responde al liderazgo de Alberto y Cristina, y un 40% responde al liderazgo de Macri. El 48% considera al 40% un cáncer que debe ser extirpado cuanto antes. El 40% piensa exactamente lo mismo respecto al 48%. Lo peor es que con posterioridad a la elección del 27 de octubre ni el presidente electo ni el presidente en ejercicio han hecho el mínimo esfuerzo por apaciguar algo los ánimos. Están jugando con fuego. Son unos verdaderos irresponsables. Porque mientras la dirigencia política que ejerce la conducción de ambos sectores continúe utilizando el odio como herramienta de manipulación psicológica, el país jamás logrará ser una verdadera nación, como lo son los países más adelantados del mundo como Australia, Suecia, Noriega, Dinamarca, Canadá, etc. Seguiremos, pues, sumidos en el atraso, el oscurantismo y el fanatismo.

Anexo

Diálogo entre Platón y Trasímaco (segunda parte) (*)

Luego de que los presentes se percataron de la falacia del razonamiento de Trasímaco, éste, lejos de abandonar la pelea, continuó con la defensa de su postura con un argumento que ni Nicolás Maquiavelo lo hubiera elucubrado mejor. El párrafo es largo pero vale la pena transcribirlo casi en su totalidad.

“Tú crees que los pastores y vaqueros procuran el bien de las ovejas y las vacas, y las cuidan y engordan teniendo en cuenta muy otro fin que el interés de sus amos y el suyo propio, y de la misma manera imaginas que los que mandan en las ciudades, y me refiero a los gobernantes de verdad, tienen otros sentimientos con respecto a sus gobernados que los que inspiran los rebaños a sus pastores, y que día y noche andan buscando otra cosa que no sea su conveniencia personal. Te encuentras tan lejos de comprender la naturaleza de lo justo y la justicia y de lo injusto y la injusticia, que ignoras que lo justo y la justicia es en realidad un bien ajeno conveniente para el más fuerte y el que gobierna, y un daño para el que obedece y está sometido; y que la injusticia es su contrario y ejerce su dominio sobre los verdaderamente sencillos y justos, que mandados hacen lo conveniente para el más fuerte y sirviéndole aseguran su felicidad y no la propia. Observa, candoroso Sócrates, que al hombre justo le va peor en todo lugar y circunstancia que al hombre injusto (…) En la vida ciudadana, cuando hay que abonar las contribuciones el justo, en igualdad de fortuna con el injusto, paga más y el injusto menos; en cambio, cuando hay repartos públicos, y se trata de recibir y no de dar, el injusto saca buen provecho y el justo nada. Cuando uno y otro ejercen una magistratura, el hombre justo, si es que no sufre además otros perjuicios, sufre al menos del obligado abandono en que deja sus asuntos privados, sin aprovecharse en nada de los bienes públicos por ser justo, y además se hace odioso a sus parientes y amigos al no querer favorecerlos en contra de la justicia. Con el hombre injusto ocurre todo lo contrario; y entiendo por injusto al hombre que, como ya lo he dicho antes, puede tener grandes ventajas sobre los demás. Ése es el hombre que precisas considerar si quieres comprender hasta dónde le es más conveniente la injusticia que la justicia. Y todavía podrás comprenderlo mejor si consideras una injusticia llevada ya a su último grado, que hace en extremo feliz al que la comete y del todo desdichados a los que la sufren y no quieren cometerla. Me refiero a la tiranía que arrebata, mediante la fuerza y el fraude (…) los bienes ajenos (…) Cuando un ciudadano cualquiera es sorprendido infraganti en uno de estos delitos, se lo castiga y recibe los más odiosos ultrajes; y se llama sacrílegos, traficantes de esclavos, ladrones con fuerza y violencia, expoliadores y rateros a todos aquellos que se hacen culpables de algunas de estas injusticias. Pero cuando un gobernante se ha apoderado de los bienes de sus ciudadanos y hasta de sus personas, reduciéndolos a la esclavitud, en vez de esos nombres injustos suele llamársele hombre feliz, hombre privilegiado, no solamente por los ciudadanos, sino hasta por aquellos que saben que no ha habido injusticia que no haya consumado (…) De tal modo la injusticia, Sócrates, llevada hasta cierto punto es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia, y lo justo, como lo dije desde el principio, consiste en lo más conveniente para el más fuerte, y lo injusto en lo más conveniente y provechoso para uno mismo” (República, Eudeba, 1981, ps. 119/121).

El párrafo asombra por su vigencia. Siempre que el justo y el injusto se encuentran, el segundo sale favorecido. Es más hábil a la hora de sacar el mayor provecho posible a una situación determinada, probablemente porque, a diferencia del justo, carece de escrúpulos. Respecto al gobernante tirano Trasímaco enarbola la quintaesencia del realismo político. Un hombre cualquiera que roba es un ladrón; si lo hace un gobernante que detenta la suma del poder, es un “hombre privilegiado”. Se trata de una visión pesimista de la política y ello explica, quizás, el porqué de la decisión de Platón de elucubrar una teoría de la ciudad perfecta gobernada por un gobernante filósofo.

La respuesta de Sócrates no se hace esperar. Aquí Platón contrapone su visión idealista de la ciudad perfecta con la cruel realidad política imperante en su época. “(…) Por lo que a mí respecta, declaro que no estoy convencido y que no acepto que la injusticia sea más ventajosa que la justicia, aun en el supuesto de que nada le impida hacer lo que ella quiera. Sí, amigo mío, aunque siga el injusto en su injusticia y esté en su poder cometerla, oculta o abiertamente, no habrá de persuadirme de que sea más provechosa que la justicia. No soy el único, entre los que estamos aquí, que piensa de esta manera; pruébanos entonces, querido amigo, y en forma satisfactoria, que nos equivocamos al preferir la justicia a la injusticia” (p. 122).

Para refutar el argumento de Trasímaco, Sócrates le pregunta si cree realmente que los verdaderos gobernantes sienten placer al ejercer el poder. Al responder Trasímaco por la afirmativa, Sócrates le hace ver que cuando se trata de otras magistraturas los gobernantes las desempeñan sólo si se los retribuye económicamente, con lo cual queda de manifiesto que para tales gobernantes el ejercicio de tales magistraturas no es en beneficio propio sino en beneficio de los gobernados. Cada arte, remarca Sócrates, procura un beneficio particular. Así, por ejemplo, la medicina procura la salud. El arte del asalariado procura su propio beneficio: el salario. Cada arte posee su propia especificidad. El arte del médico no es el mismo que el del piloto. Es erróneo, por ende, llamar medicina al arte del piloto porque alguien recupere su salud por resultarle beneficioso navegar por el mar. Respecto a la medicina, continúa razonando Sócrates, no es un arte asalariado en caso de que el galeno reciba un salario por curar a sus enfermos. Ahora bien, como cada arte tiene su beneficio propio “es evidente que el beneficio que en general reciben todos los profesionales lo obtienen de un algo común que ellos agregan a su arte (…) Podemos, pues, afirmar que la remuneración que en general obtienen los profesionales proviene de que ellos también se sirven del arte del asalariado” (p. 124). El médico ejerce el arte de la medicina proporcionando la salud a los enfermos. Al mismo tiempo, el arte del asalariado (que acompaña al arte del médico) lo recompensa con un salario. “Cada una de ellas (las artes) ejecuta la obra que le es propia, siempre con ventaja de aquel o aquellos a que se aplica. Pues si no se añade la ganancia, ¿qué beneficio sacaría un profesional de su arte?” (p. 124).

Sócrates concluye su razonamiento afirmando que ningún gobierno o arte procura su propio beneficio sino que, por el contrario, procura el beneficio de terceros. Es por ello que nadie quiere ejercer cualquier arte gratuitamente sino que lo hace en función de una retribución determinada, “porque aquel que desea ejercer convenientemente su arte no ejecuta ni ordena nunca lo que es más ventajoso para sí, sino para aquel para quien ejecuta y ordena. Ha sido, pues, necesario, a fin de atraer a los hombres al poder, la creación de una recompensa, como el dinero y los honores, o la de un castigo para el caso de que se nieguen” (p. 124).

La justicia revela “una generosa simplicidad de carácter” mientras que la injusticia, “discreción prudente” (p. 126). Son sabios y buenos, continúa el calcedonio, los hombres injustos que tienen el poder suficiente para someter a las ciudades y los pueblos, para cometer la más completa injusticia. Los hombres perfectamente injustos son buenos y sabios porque gozan de impunidad para actuar arbitrariamente.

Lo que más sorprende a Sócrates es la afirmación de Trasímaco de que la injusticia forma parte de la virtud. “(…) también le atribuyes”, dice el sabio, “la fuerza, la belleza y los demás calificativos que damos a la justicia, desde el momento en que te has atrevido a elevarla al rango de virtud y sabiduría” (p. 127). Inmediatamente el calcedonio se puso en guardia esperando el ataque dialéctico de Sócrates. Trasímaco dijo que el hombre justo no desea aventajar en algo a otro hombre pues dicho accionar no condice con su delicado e inocente carácter. En cambio, sí desea aventajar al hombre injusto. Éste, por el contrario, pretende aventajar tanto al hombre justo como al injusto. Su deseo de sentirse superior a todos los hombres, justos e injustos, hace a su esencia. En definitiva, mientras que al hombre justo sólo le interesa vencer al hombre injusto (su contrario), el hombre injusto no hace distinción alguna entre hombre justo e injusto ya que pretende imponerse a ambos. Ahora bien, para Trasímaco el hombre injusto es sabio y bueno, mientras que el hombre justo no es ni sabio ni bueno. En consecuencia, reflexiona Sócrates sobre el argumento de Trasímaco, el hombre injusto se parece al hombre sabio y bueno, y el hombre justo, no. Lentamente Sócrates va envolviendo a Trasímaco en su telaraña. Le dice: “Tratándose de cualquier conocimiento o falta de conocimiento, dime si el que sabe quiere aventajar, en hechos y palabras, a otro que también sabe, o solo actuar, en igualdad de circunstancias, como su semejante” (p. 129). Trasímaco responde que el que sabe actúa, en igualdad de circunstancias, como su semejante. Por el contrario, afirma Sócrates, el que no sabe procurará, a diferencia del que sabe, imponerse al sabio y al ignorante. Trasímaco asintió no muy convencido. Ahora bien, el entendido, dijo Sócrates, es sabio, y si lo es, entonces es bueno. En consecuencia, el hombre bueno y sabio sólo ejercerá su superioridad sobre quien no es ni sabio ni bueno, es decir, sobre su contrario. Por el contrario, el hombre malo e ignorante tratará de ejercer su poder tanto sobre el hombre sabio y bueno como sobre el ignorante y malo. Trasímaco asintió casi con resignación.

Si ello es así entonces el hombre injusto, sentenció Sócrates, tratará de ejercer su poder tanto sobre su semejante como sobre su contrario, mientras que el hombre justo actuará de diferente manera: procurará no imponerse a su semejante (otro hombre justo) sino tan sólo a su contrario (el hombre injusto). “Por consiguiente, el justo se parece al sabio y bueno, y el injusto al malo e ignorante (…) Por otra parte, hemos convenido en que cada uno es tal como aquel a quien se parece (…) Luego el justo se nos revela como sabio y bueno, y el injusto como ignorante y malo” (ps. 1239/130).

Si Trasímaco creyó que con esta última afirmación Sócrates daría por concluido el debate se equivocó groseramente. Por el contrario, el sabio aplicó con más fuerza el bisturí. Dijo: “Una vez más te pregunto para comprender ordenadamente la discusión, en qué consiste la injusticia comparada con la justicia. Se ha dicho, me parece, que la injusticia es más poderosa y fuerte que la justicia; pero si la justicia es sabiduría y virtud, como acabamos de afirmarlo, fácil será demostrar que es más fuerte que la injusticia, pues esta última implica ignorancia” (p. 130). Pero el sabio no se conformó con una argumentación tan simple y decidió recorrer otro camino para arribar al mismo destino. Hay, sentenció, ciudades injustas cuya intención es esclavizar a otras ciudades y sus pueblos. Inmediatamente después de que Trasímaco dijo estar de acuerdo, Sócrates quiso saber si una ciudad que subyuga a otra puede hacerlo sin el auxilio de la justicia o, por el contrario, deberá recurrir a ella para el logro de su objetivo. La respuesta de Trasímaco fue por demás lógica: si la justicia es sinónimo de sabiduría, como proclama Sócrates, la ciudad deberá valerse de la justicia; pero si la justicia no es sinónimo de sabiduría (como sostiene el propio Trasímaco), la ciudad deberá valerse de la injusticia parra subyugar a otras ciudades y sus pueblos.

Sócrates continuó con su argumentación implacable. Trasímaco coincidió con el sabio en que ninguna organización social o política que se proponga un objetivo en común tendrá éxito si sus miembros actúan entre sí injustamente. Ello es así, enfatizó Sócrates, porque la injusticia sólo conduce a la discordia, a la división, al odio, mientras que la justicia posibilita un ambiente de concordia y amistad. En consecuencia, si la injusticia provoca violencia y desunión lo más probable es que ningún grupo esté en condiciones de realizar ninguna obra en común. Ante el asentimiento de Trasímaco, Sócrates afirmó “que la injusticia, donde quiera que se la encuentre, ya sea en una ciudad, o en una tribu, o en un ejército, o en una sociedad cualquiera, parece impedir la acción en común a consecuencia de las diferencias y discrepancias que excita, además de que la hace enemigo de ella misma y de cuantos elementos le son contrarios, es decir, de los justos” (p. 132). Finalmente, luego de aplicar el mismo análisis al hombre y sus acciones, llega a la conclusión de que la injusticia hace del hombre su peor enemigo al sembrar la discordia en su alma.

La justicia, en suma, es preferible y es superior a la injusticia. “Acabamos de ver”, dice el filósofo, “que los justos se nos revelan sabios, mejores y capaces de obrar, en tanto que los injustos son capaces de toda acción en común, y cuando decimos que éstos han emprendido de consuno alguna acción duradera, no expresamos toda la verdad, porque si fueran completamente injustos no se respetarían entre sí; es evidente que hay entre ellos cierta justicia que les impide hacerse mutuamente daño, mientras se lo hacen a todos aquellos contra quienes se dirigen, y que esta justicia les ha servido para lograr sus propósitos; en realidad, se han lanzado a sus perversas empresas corrompidos solo a medias por la injusticia, pues quienes son malos e injustos del todo son asimismo completamente impotentes para obrar” (ps. 132/133).

(*) Ser y Sociedad, junio de 2010.

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