Por José Luis Milia.-

¿Deberíamos llorar?, En verdad ya no queda leche por derramar ni, menos aún, lágrimas. Seguimos solos en nuestra confusión y desencanto. La mentira con la que a buena parte de nuestra hipócrita sociedad le dieron la oportunidad -siempre que la aceptaran a rajatablas- de sentirse perdonada por haber pedido en los años de guerra un cadalso en cada plaza de la república, se cae. Se desgrana en el viento como un castillo de arena abandonado en la playa y si alguna música acompaña este derrumbe no es “La caída de los dioses” sino una mísera cumbia villera entonada por un coro de hijos chorros. Lo que era emblemático -las madres, las abuelas, los 30.000 desaparecidos- está volviendo a su exacta dimensión de cartón pintado al servicio de intereses espurios.

Podríamos hacer un recuento de los capítulos de la mentira con la que durante todos estos años nos agobiaron- el plan sistemático, el robo de bebes, el módico “genocidio” argentino, los 30.000 desaparecidos- pero, ¿para que?, ¿serviría para algo? Quizás como dato histórico para que las generaciones que vengan después de nosotros, si aún existen en ese brumoso futuro las Provincias Unidas del Río de la Plata, no se empantanen en un barrial de lodo y mierda, pero ¿hoy?, no, un pueblo no se convierte en grande de la noche a la mañana, son demasiados años manoseados por los proxenetas del pensamiento único y políticamente correcto como para que en algunas horas cambiemos.

Esto, ese cambio de mentalidad tantas veces declamado y jamás realizado, supondría un milagro tan grande que dudo que Dios Nuestro Señor esté dispuesto a concederlo luego de todo lo que nos dio y desperdiciamos, ya que enfrentarse a la mentira que se repitió hasta la nausea en Argentina hubiera sido un ejercicio que implicaría una valentía ha tiempo perdida por muchos, porque lo primero que estos deberían hacer es un recuento de cuantas agachadas tuvieron como grupo humano, cuantas veces pusieron la rodilla en tierra, no para rezar, sino como ejercicio de la genuflexión timorata, esa cobardía de infinitos nombres que alegremente practicaron, desde el “deme dos”, el repetitivo “por algo será” o el mirar hacia otro lado cuando de presos políticos se trata.

Estos políticos que allá por 1976 en el desbarajuste ácrata que campeaba en la República ni siquiera tenían idea de lo que sucedía y solo eran cultores del “animémonos y vayan” mientras coqueteaban con todos -guerrilla, soldados o curas- en función de su pellejo fueron los mismos que en el 83 volvieron con sus fueros intactos pisoteando la sangre, el dolor y la angustia de los combatientes que eran -es cierto que no se necesitaba mucho para eso- infinitamente mejores que ellos

De allí en más el pueblo argentino ha asistido, pero también ha colaborado con su silencio pusilánime a la ruina de las Instituciones que hacen a la esencia de una República. No hay uno solo de los políticos que entraron al saqueo de la Nación luego de la baraúnda post Malvinas que no haya centrado su esfuerzo en la destrucción de todo lo que hace a la identidad de un País, de todo aquello que un estado en serio no puede resignar y que, si abjura de estas obligaciones, deja de ser un estado para convertirse en una murga desafinada. De esta manera todos los gobiernos que se sucedieron -y no hay uno que se salve de esto- hicieron lo posible para destrozar a las Fuerzas Armadas, prostituir a la justicia convirtiéndola en coto de caza de revanchistas, prevaricadores y falsarios y a secas. Eliminaron, por demagogia, la capacidad de las Fuerzas de Seguridad para reprimir el delito y las algaradas pretendidamente revolucionarias, para terminar finalmente destrozando la educación y la salud pública, y digámoslo con todas las letras con el aplauso vil de periodistas y medios de difusión.

Porque si hay una verdad, hoy, en la República, esta es que a ninguno de los que se han apropiado del País desde 1983 -conchabándose en cualquiera de los “cuatro poderes” que son la columna vertebral que mantiene tambaleante a una republiqueta bananera- le importa un carajo que este sea un país de brutos y enfermos y de chicos que mueren de hambre o reventados por la droga.

Las esperanzas son pocas y lo peor es que no se encuentra respuesta a la pregunta de si terminará alguna vez esta ordalía. No hay buenos, los malos son bastantes y los idiotas mayoría. Si Discepolo hubiera escrito cambalache hoy, y no en 1934, al ver el desfile obsceno de políticos, gremialistas, jueces, periodistas y, por que no, generales y almirantes, todos ellos mangantes y genuflexos, hubiera escrito: “Y en la misma mierda todos manoseaos…”

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