Por Carlos Tórtora.-

Es el acuerdo de deuda pública menos celebrado de la historia nacional. Prácticamente no hubo elogios del gobierno para la tarea realizada. Tal fue el temor del presidente a que se intentara presentar el acuerdo como un gran éxito de su gestión o, en otras palabras, como el lanzamiento de su reelección. Alberto Fernández actuó con una sobriedad estudiada que al menos por ahora evitó cualquier reacción de la vicepresidenta. A tal punto esto, que el kirchnerismo casi no dijo nada. Por otra parte, la misma naturaleza instrumental del acuerdo deja poco para festejar.

Una trama enredada

El acuerdo obligará a vivir con revisiones trimestrales y acaso el regreso de la dinámica de la negociación extenuante de incumplimientos y waivers. Semejante negociación cargada de tecnicismos llevaría con facilidad a situaciones de crisis difíciles de evitar.

Tal como están las cosas, el haberse desechado el default como perspectiva no quiere decir que no se esté instalando un nuevo juego de poder. Esto es, los cuestionamientos al funcionamiento del acuerdo por parte del kirchnerismo.

Esto se traduciría en que la mesa de negociaciones será el reflejo de lo que ocurra en la política nacional. Cualquier crítica a la forma de llevar las negociaciones podría desencadenar consecuencias imprevisibles.

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