Por Jorge Raventos.-

El estilo impiadoso, lindante con lo discriminatorio, que el gobierno ha decidido emplear para tratar al decano de la Corte Suprema, el respetado jurista Carlos Fayt, no responde a un repentino ataque de crueldad de sus voceros, sino a la vocación presidencial de subordinar a la Justicia, un objetivo que la Casa Rosada no termina de alcanzar y que se vuelve más apremiante cuanto más se aproxima el 10 de diciembre, la fecha de vencimiento del período K.

Manipular o inmovilizar

En Tribunales se acumulan causas que golpean fuertemente al oficialismo (sin excluir a la misma Presidente y a su familia) e impugnan su relato justificatorio. Algunas de ellas podrían empezar a desempaquetarse antes de las elecciones y muchas -muchas- otras perturbarían con su ominoso tictac la etapa de retiro presidencial que se inicia hacia fin de año.

El gobierno perdió este año a su cortesano dilecto cuando el doctor Eugenio Zaffaroni se acogió a la jubilación. La Corte quedó con cuatro miembros y la Casa Rosada ni siquiera pudo sustituir a Zaffaroni por su discípulo Roberto Carlés, un joven abogado sin experiencia judicial (y ahora sospechado de ser ñoqui en el Senado).

Nombrar un Juez de la Corte requiere el acuerdo de una mayoría especial del Senado con la que el oficialismo no cuenta. Y la oposición se ha comprometido a no allanar designaciones en el tribunal supremo hasta que el Congreso no refleje los cambios que la ciudadanía decidirá en las urnas de octubre.

El gobierno vio asimismo frustrada su idea de manejar el alto tribunal a través de una nómina de conjueces aprobada por la mayoría simple senatorial del oficialismo. La propia Corte se deshizo de esa lista invocando la letra y el espíritu de la Constitución: “El Poder Ejecutivo -recordó- no puede aprobar una lista de conjueces para reemplazar en situaciones excepcionales a los ministros de la Corte que no hubiera contado con el voto de la mayoría de dos tercios, exigida en el texto constitucional”.

El 3 de marzo, después de sufrir dos días antes en obligado silencio los mandobles del discurso de la señora de Kirchner al abrir las sesiones parlamentarias, el presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, había adelantado un concepto que repitió una semana atrás: “El Poder Judicial debe poner límites”.

Esos conjueces escogidos por la Casa Rosada estaban pensados como instrumento complementario de una jugada mayor: la ampliación de la Corte de cinco a nueve miembros. Con ese número, los cortesanos actuales quedarían en minoría y no tendrían siquiera quórum para funcionar sin incorporar al menos un miembro más.

No es venganza

Los golpes lanzados contra Fayt (maltratado por su edad: en enero cumplió 97 años; lo que no le impide mantener en pleno ejercicio su lúcida mente jurídica) no son exactamente una venganza por los fracasos experimentados en la búsqueda de sometimiento judicial, sino más bien un nuevo intento, cada vez más forzado, de alcanzar el mismo objetivo. Se trataría de presionar a Fayt para que este renuncie al alto tribunal y dejar a este reducido a tres miembros e inmovilizado. La situación evidenciaría un punto aún más alto del conflicto de poderes que se estimula desde la Casa Rosada. Y quizás obligaría a la oposición y a la actual Corte a una negociación sobre el precipicio.

El gobierno ya tiene suficientemente probado que puede traspasar límites si se trata de lograr sus fines, no necesita sobreactuar. No lo está haciendo. Sus embates contra la Corte (además de Fayt, Lorenzetti es un blanco habitual) están motorizados por una sincera pulsión existencial. La señora siente que no puede terminar en paz el extenso ciclo K mientras queden abiertas causas como, por dar un solo ejemplo, la que trata de la empresa Hotesur y está en manos del juez Claudio Bonadío. Hay varias de ese tipo, contando sólo las que rozan (o embisten) a la familia presidencial; hay decenas que afectan a funcionarios de distintas (altas) jerarquías.

La ofensiva sobre la Corte no cesará. Pero los tiempos se encogen y hay que prepararse para la eventualidad de que el tribunal consiga resistir con éxito e incluso pueda alentar un contraataque desde algún juzgado de los que manejan casos inflamables. Para el gobierno se vuelve, entonces, indispensable pensar en la mejor forma de manejar situaciones de cierto poder en el próximo ciclo. Cualquier delirio ideológico referido a que la “reelección del proyecto” (consigna de la mostacilla camporista) pueda concretarse desde el llano y desentendiéndose de los candidatos que pueden aportar votos y, quizás, triunfos, debe ser abandonada de inmediato.

Retirada y control de territorio

Para el oficialismo llegó la hora de la seriedad electoral: ahora empieza a mirar con ojos más respetuosos a Daniel Scioli, y en el plenario del partido se debate la idea de reducir las ofertas electorales a aquellas más plausibles.

Una plaza a defender por el oficialismo es el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Inclusive si el magnetismo de Scioli sobre una parte del electorado independiente no alcanza para ganar la presidencial, el kirchnerismo pretende complementar lo que le quede (y lo que eventualmente sume) en el Congreso con el manejo de u n territorio grande. Parece difícil un triunfo K en Santa Fe, Córdoba, Mendoza o Capital Federal, de modo que la provincia de Buenos Aires se vuelve una plaza indispensable, la única de gran porte (por otra parte, la mayor y decisiva) en la que el gobierno puede jugar con chances: el desafiante Pro de Mauricio Macri acaba de perder la personería en el distrito y no consigue asentar en él una estructura sólida ni candidatos competitivos; en cuanto al Frente Renovador, sería un peligro indudable si Sergio Massa fuera candidato a gobernador, pero por el momento el tigrense juega su capital en la arena de las presidenciales (habrá que ver si él y su socio político, José Manuel De la Sota, se muestran dispuestos a repensar esa decisión durante el mes de junio, en vísperas de la crucial elección cordobesa, en la que la dupla corroborará sus fuerzas).

El oficialismo necesita poner orden en sus fuerzas bonaerenses, hoy superpobladas de candidatos (hay más de una docena) y componer una fórmula electoralmente atractiva. Las encuestas ofrecen hoy dos nombres bien posicionados: el de Martín Insaurralde y el de Diego Bossio. Pero con Insaurralde sucede, en otra dimensión, lo que venía ocurriendo con Scioli. El kirchnerismo le reconoce su arrastre pero no lo cataloga como confiable (ni por estilo ni por el hecho de haber coqueteado durante algunas semanas con el Frente Renovador), de modo que abundan los intentos de bloquearle el camino a la candidatura a gobernador: se pretende que limite su ambición a defender el condado municipal de Lomas de Zamora.

A diferencia de lo que ocurre en el terreno de la disputa presidencial, donde Scioli aparece como un candidato irreemplazable para el Frente para la Victoria, en el plano provincial los estrategas del kirchnerismo creen tener una buena alternativa a Insaurralde con Diego Bossio (mucho más si éste arma pareja con Sergio Berni), pero corren el riesgo de que Insaurralde no esté dispuesto a desperdiciar su oportunidad y, si no lo dejan jugar en la interna del oficialismo, encuentre otra vía para postularse a la gobernación. Se dice que su alcancía le permitiría inclusive financiar una campaña independiente.

A la ofensiva sobre la Corte y a su búsqueda de reordenamiento electoral apoyado en el cálculo racional más que en la ideología, el oficialismo quiere sumarle este mes la fiesta: pretende montar alrededor del 25 de mayo una romería patriótica parecida a la que le dio muy buenos resultados en la celebración del Bicentenario.

Con esos ingredientes y un pequeño estímulo al consumo (aunque con paritarias controladas) aspira a que el fin de ciclo sea menos dramático y temible de lo que le auguraban hasta hace poco sus adversarios.

Share