Por Luis Tonelli.-

En esta democracia del minuto-a-minuto resulta que ahora no se puede siquiera invocar a las encuestas, luego del supuesto fracaso de ellas en pronosticar el resultado de las elecciones de segunda vuelta en la Ciudad de Buenos Aires. Dominique Walton hace años ya había alertado sobre las cambiantes alianzas entre los tres actores que se disputan su ascendencia sobre ese colectivo fantasmagórico denominado “la G.E.N.T.E.” Así, políticos, encuestas y periodistas hacen duplas ocasionales para sacar ventajas sobre el tercero excluido. Luego de castigar a Martín Lousteau por su altanería por osar cumplir con la ley e ir a ballotage, cuando “no sacaría en el más de 30 puntos”, resulta que si no fuera por el 5% de izquierda dura que votó en blanco, hubiera desbancado a Horacio Rodríguez Larreta y generado casi un suicidio colectivo en el PRO. En la movida del “bajate Martín” participaron periodistas de la talla de Joaquín Morales Solá o de Marcelo Longobardi, aliados ocasionales de las mismas encuestas que después fueron utilizadas como chivos expiatorios por ellos mismos.

La verdad, es que más que las encuestas falló la utilización de ella por parte de los encuestadores. No es conveniente poner a los mismos encuestados a analizar la política (y sacarnos así el trabajo a nosotros que se supone analizamos la política profesionalmente, o al menos, nos pagan para ello). Los encuestados pueden tanto esconder su decisión o no pensar seriamente en ella en situaciones como la del ballotage, hasta que está frente a las urnas. Por eso, tanto en los cuestionarios como en el análisis posterior de los datos, hay que valerse de otras herramientas de análisis.

Los que habíamos echado mano al arsenal de la teoría de juegos y la teoría espacial del voto (no se refiere a algo propiedad de la NASA, si no, a considerar las preferencias electorales como ordenadas en un espacio geométrico) estuvimos más cerca de los resultados, aun cuando los datos con los que alimentábamos nuestro análisis provenían de las encuestas.

De todos modos, el análisis demandaba de una apuesta teórica acerca de la naturaleza de la mayoría del voto porteño en el ballotage: si este era un voto de identidad -el que vota a quien prefiere más allá de sus posibilidades de ganar, y si no prefiere a ninguno vota en blanco-,un voto independiente -el que vota por motivos ligados a las propuestas y a la publicidad de campaña- o un voto estratégico -el que vota al que más posibilidades tiene de ganarle al que menos prefiere por razones digamos históricas. Los dos primeros tipos de voto, el identitario y el independiente, podríamos llamarlo votos sinceros, el voto estratégico no es un voto mentiroso obviamente, pero deja de lado a su primer preferencia para jugar a ganador con su “secondbest”. Hay un cuarto tipo de voto, el clientelar al que solo mencionaremos, pero como las brujas, “que las hay, las hay”, pero aquí asumiremos que los punteros juegan estratégicamente a ganador leyendo más que ninguno las encuestas.

Encuestadores, políticos del PRO y periodistas desestimaron este voto estratégico otorgándole al votante no kirchnerista el status de voto independiente, y al votante kirchnerista el de voto de identidad. Resulta que más de dos tercios del voto kirchnerista voto estratégicamente, y fue la izquierda con su voto identitario la que dio paradójicamente ganador al PRO.

Un análisis ecológico a vuelo de pájaro -valga la redundancia- abona estas intuiciones. El voto a Horacio Rodríguez Larreta siguió las pautas del voto tardo-menemista, atrayendo tanto el voto de los sectores altos y medios altos como el de los sectores bajos no estructurados -en esa coalición que Mora y Araujo denominaba ya a principios de los 80 como la base electoral natural de todo partido de centro derecha, frente a la excepcionalidad peronista de juntar bajos estructurados con no estructurados-. El PRO ganó donde el sentido común dice que tenía que ganar (en el norte GCU -de Gente-como-Uno) pero también ganó en la 31 y en el sur de la Ciudad.

En cambio Lousteau se enseñoreo de lo que siempre fue el bastión radical en la Ciudad, la Avenida Rivadavia, sumando sectores del peronismo progresista porteño, en una especie de triangulo con su vértice en la 9 de julio, y ensanchándose hacia Flores y Mataderos.

Colorarios varios, entonces. El primero, es que los tifosi de la Nueva Política no están equivocados cuando dicen que se acabó el voto de identidad en la Ciudad de Buenos Aires (cosa que es temeraria de sostener en varios parajes el interior del país). Sin embargo, los votantes no son átomos que reaccionan pavlovianamente a los impulsos marketineros: ellos tienen una historia, y en la Ciudad, “progresía” y “conservas” marcan líneas que no se cruzan tan fácilmente. Ahí pifia y por lejos el amigo Durán Barba.

De este modo, como segundo corolario, se puede decir que manda el “voto estratégico” antes que el “voto independiente”: esto puede encerrar una clave interesante. Los nuevos partidos como el PRO son fidelizadores de segundo orden -esto obviamente, depende de cuestiones de edad- frente a votantes que fueron fieles a partidos que hoy aparecen debilitados. Si estos, partidos, caso la UCR, tuvieran candidatos competitivos que pueden romper el cálculo estratégico, quizás renazcan de sus cenizas.

Tercero y último corolario: las encuestas sirven y mucho (también para hacer operaciones ya que el voto estratégico las usa para orientar su decisión, como quedó demostrado en la CABA, a pesar de lo que decían los encuestadores). Quien aparezca como tercero en las P.A.S.O. nacionales que se vienen corre el riesgo de desaparecer en una primera vuelta que es muy diferente que el ballotage porteño, ya que con 45 puntos o más de 40 y diez de ventaja se llega a presidente. (7 Miradas, editada por Luis Pico Estrada)

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