Por Jorge Raventos.-

Ya se ha ingresado en el último mes de las campañas electorales. Después de las primarias de agosto, las encuestas que otean la intención de voto para el comicio presidencial registran un paisaje a primera vista inmóvil: variaciones mínimas en los porcentajes de los tres competidores principales. Analistas y candidatos se preguntan si esa foto permanecerá fija o si sólo ilustra un período de reflexión de los ciudadanos que empezará a traducirse en dinámica y en toma de decisiones (quizás sorprendentes) en vísperas del domingo 25 de octubre.

Si, pese a los esfuerzos que despliegan los candidatos por mover el amperímetro, la respuesta social es la atonía, podría también conjeturarse que la mayoría de la sociedad no espera nada decisivo de la política, no observa grandes diferencias entre los candidatos y da por concretado el cambio más importante: el ciclo kirchnerista concluye el 10 de diciembre por mandato constitucional.

La indiferencia y el desapego mayoritario por la política contrasta con el activismo crispado de los sectores militantes. Muchos hechos que llegan desde la esfera de los partidos y el poder parecen contribuciones a la discepoliana conclusión fatalista de que “todo es igual, nada es mejor”: algunos hacen fraude, unos y otros, indistintamente, lucran o benefician a amigos y allegados con contrataciones públicas opacas o prácticas nepóticas, gambetean los compromisos o directamente incumplen los que asumieron.

Si hubo momentos en que la sociedad pudo considerar a la política como un instrumento de equilibrio y regulación, hoy parecen prevalecer la distancia y la desconfianza. Se abre una grieta entre los políticos y los ciudadanos de a pie cuando estos advierten o consideran que aquellos jerarquizan sus propios intereses muy por encima del interés común.

Eso sí: la sospecha sobre la política no es un fenómeno exclusivo de la Argentina. Se registra casi universalmente allí donde la cosa pública está en manos de sistemas de partidos (y no bajo el control de dictaduras, cualquiera sea su signo o la profesión de sus tiranos). Hace más de una década que las sucesivas ediciones del Global Corruption Barometer que elabora Transparency International sobre la base de más de un centenar de encuestas en otros tantos países, destacan a los “partidos políticos” como sujetos principales de corrupción, seguidos de cerca por variedades próximas, como parlamentarios, funcionarios y policías.

Parece evidente que las sociedades de base democrática, sostenidas en la representación electoral, están muy disconformes con sus representantes: no se fían de ellos ni se encariñan con ellos, en algunos momentos se movilizan contra ellos para castigarlos o derrocarlos, en otros caen seducidas por discursos o liderazgos disruptivos, encarnados en cómicos o en militares o en predicadores de soluciones drásticas, de tono a la vez vindicativo y redentor, y de formulación sencilla. Umberto Eco escribió que “todo problema complejo tiene una solución simple… que es errónea”.

Por cierto, los políticos de esta época están mucho más expuestos que los de décadas atrás: medios y redes sociales extendidos universalmente escrutan sus movimientos como los de reclusos de un penal panóptico, rastrean o incitan sus reacciones y sus pecados, iluminan sus contradicciones, enfrentan sus dichos actuales con los de sus prehistorias políticas. Ellos, que (al menos en sus categorías superiores) deberían ocuparse de los procesos que duran años y de los objetivos de mediano y largo plazo, deben responder ante medios cuya lógica no es ya siquiera la de la renovación diaria, sino el “tiempo real” de la web, alimentado con sucesiones de instantáneas que se sustituyen vertiginosamente unas a otras.

Los políticos muy raramente están en condiciones de afrontar otro desafío: el que plantea la globalización, con su necesidad de estar al tanto de fenómenos y procesos geográficamente lejanos pero prometedora o amenazantemente próximos. Ya no alcanza con saberes ligados a la circunscripción, la sección electoral o el distrito.

Los representantes son juzgados también por la mayor o menor eficacia que exhiben cuando esos desafíos se vuelvan presentes. Se ve en el mundo que no están saliendo bien del examen.

Aquí, entre tanto, la frustración quizás se expresa como resignada pasividad que alimenta, en silencio, un doble resentimiento: la queja por los abusos de poder y la queja por las impotencias del poder. Hay una doble expectativa implícita en esa queja: la ilusión de una política que tenga capacidad para imponer, pero que mande con justicia y equilibrio. Sin excesos.

Prevalecen en la sociedad la añoranza de un poder público que garantice seguridad y prevalezca sobre los intereses particulares (visible en el hecho de que hasta las corrientes consideradas “de derecha” reivindican el protagonismo estatal) y el rechazo a un poder público que, a través de la política, se convierta en interés y dominio particular o faccioso, subyugue subsidiando y sofoque a quienes aspiran a moverse con independencia.

Ese nostalgia se convierte en exigencia para los políticos más visibles: los candidatos. Se requiere de ellos que expliquen con claridad cómo van a dar respuesta a esa búsqueda, se espera de ellos que sean capaces de disipar el escepticismo y de despertar (así sea moderadamente) confianza y entusiasmo.

La atonía que estas semanas evidencian las encuestas indica que todavía esa esperanza no tiene nombre propio.

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