Por Hernán Andrés Kruse.-

El Covid-19 sacudió, como no podía ser de otra manera, al sistema carcelario argentino. Ante la amenaza concreta de contagio numerosos presos exigieron ser beneficiados con el arresto domiciliario. La decisión corresponde a la justicia y comenzó a obrar en consecuencia. Hasta ahora son más de mil los presos beneficiados con el arresto domiciliario, lo que ha provocado una furibunda reacción de todo el arco opositor y también de sectores del oficialismo (Sergio Berni, por ejemplo). ¿Cómo es posible, brama la oposición, que el gobierno privilegie los derechos de los delincuentes y se desentienda de los derechos de las víctimas de esos forajidos? Si fuera por mí, exclamó Berni, ningún detenido saldría de la cárcel. Patricia Bullrich consideró, enarbolando un marcado maniqueísmo, que la oposición y el oficialismo son partidarios de dos paradigmas antitéticos: nosotros protegemos los derechos de las víctimas mientras que ellos protegen los derechos de los delincuentes. De esa forma el Covid-19 logró poner nuevamente sobre el tapete el paradigma del garantismo que millones de argentinos lo asocian con impunidad, con la prevalencia de los derechos de los delincuentes por sobre los derechos de los ciudadanos de bien.

Qué duda cabe que la decisión de la justicia de liberar a más de mil presos por la pandemia ha provocado un profundo malestar en amplios sectores de la sociedad. Es lógica tal reacción porque resulta difícil de tolerar que quienes cometieron un delito resulten beneficiados de esta manera. Y el destinatario principal de ese malestar es el garantismo, palabra “maldita” para millones de argentinos y argentinas. Ahora bien ¿es justo acusar de esa manera al garantismo? Porque seguramente quienes lo detestan no tienen la más remota idea de su genuino significado. Asocian ese paradigma con la ausencia de cárceles, con el abolicionismo, con los jueces arrodillados frente a la delincuencia. Cuando dominan los prejuicios y los fanatismos, nada mejor que hacer prevalecer la razón sobre la pasión, el intelecto sobre el sentimiento. Antes de dejarse manipular por aquellos que levantan la bandera del garantismo para acusar a jueces como, que decidieron liberar a muchos presos por el coronavirus, es conveniente tratar de saber algo sobre este paradigma para después sacar conclusiones racionales. Para ello qué mejor que comenzar con la lectura de uno de los padres fundadores del garantismo, el jurista italiano Luigi Ferrajoli. Este destacado profesor de la Universidad de Roma dictó en abril de 2018 una conferencia en la Universidad de Palermo sobre el significado del garantismo. He aquí algunos de sus párrafos más destacados.

¿Qué es el garantismo?

Sobre la noción de garantismo. El garantismo penal

Dedicaré esta ponencia al significado del garantismo, es decir a la estructura del paradigma teórico del constitucionalismo garantista y de la democracia constitucional. ‘Garantismo’ es un término del léxico jurídico y político relativamente nuevo. En el viejo léxico jurídico, se entendía por “garantías”, sobre todo, una clase de institutos del derecho privado provenientes del derecho romano, dirigidos a asegurar el cumplimiento de las obligaciones y la tutela de los correspondientes derechos patrimoniales: las garantías reales como la prenda y la hipoteca y las garantías personales como la fianza y el aval. Actualmente, por “garantías” se entiende también, y diría sobre todo, el conjunto de los límites y vínculos impuestos a los poderes públicos en garantía de los derechos fundamentales. Más en general, las garantías pueden ser redefinidas, en sede de teoría del derecho, como las obligaciones y prohibiciones correlativas a derechos subjetivos, sean ellos fundamentales o patrimoniales. Por “garantismo” se entiende, por consiguiente, un modelo de derecho dirigido a la garantía de los derechos subjetivos. Según los distintos tipos de derechos en sostén de los cuales se prevén las “garantías”, es decir las técnicas idóneas para asegurar su efectiva tutela o satisfacción, distinguiremos diversos tipos de garantismo. Hablaremos, por lo tanto, de garantismo propietario para diseñar el sistema de garantías colocadas en protección del derecho de propiedad y de los demás derechos patrimoniales; de garantismo liberal, y específicamente penal, para designar las técnicas dispuestas en defensa de los derechos de libertad, primero entre todos la libertad personal, contra las intervenciones punitivas arbitrarias de tipo policial o judicial; de garantismo social para designar el conjunto de las garantías encaminadas a satisfacer los derechos sociales, como los derechos a la salud, a la educación, al trabajo y similares; de garantismo civil para designar las garantías puestas en tutela de los derechos civiles de autonomía negocial, pero también los límites impuestos al ejercicio de tales derechos en tutela de los derechos de los trabajadores o de los consumidores, o bien en protección del ambiente y de la competencia; y, por último, de garantismo internacional para designar el conjunto de las garantías, lamentablemente ausentes casi por completo, previstas en tutela de la paz y de los derechos fundamentales establecidos en las diversas cartas, declaraciones, pactos y convenciones de derecho internacional.

En todos estos significados, el “garantismo” se configura como la otra cara del constitucionalismo, así como las garantías son la otra cara de los derechos constitucionalmente establecidos, a los cuales aseguran el máximo grado de efectividad. De hecho, todos los derechos fundamentales requieren leyes de actuación, es decir, la introducción de garantías eficaces y de adecuadas funciones e instituciones de garantía, en ausencia de las cuales aquéllos están destinados a permanecer en gran parte inefectivos. El sector del derecho con referencia al cual la teoría del garantismo ha sido originalmente elaborada es el derecho penal. En efecto, fue sobre el terreno penal que nació el garantismo, en la cultura jurídica italiana progresista de los años setenta y ochenta, como réplica a la legislación y a la jurisdicción de la emergencia que en aquellos años redujeron el ya entonces débil sistema de las garantías del debido proceso. En este sentido, el garantismo se conecta con la tradición clásica del pensamiento penal liberal. Y expresa la instancia, que fue propia del iluminismo jurídico, de la minimización de aquel “poder terrible” –tal como lo llamó Montesquieu– que es el poder punitivo, a través de su rígida sujeción al derecho: precisamente, a través de la sujeción a la ley del poder penal judicial y a través de la sujeción a normas constitucionales del poder penal legislativo. Por ello, esta instancia se ha venido identificando con el proyecto de un derecho penal mínimo. “Garantismo penal” y “derecho penal mínimo” son, en efecto, términos sinónimos, que designan un modelo teórico y normativo de derecho penal en condiciones de racionalizar y minimizar la violencia de la intervención punitiva, vinculándola –tanto en la previsión legal de los delitos como en su comprobación judicial– a límites rígidos impuestos en tutela de los derechos de la persona. En lo que respecta al delito, estos límites no son otra cosa que las garantías penales sustanciales: desde el principio de estricta legalidad o taxatividad de los hechos punibles a los principios de lesividad, materialidad y culpabilidad.

En lo que respecta al proceso, los límites corresponden a las garantías procesales y del ordenamiento: el contradictorio, la paridad entre acusación y defensa, la separación entre juez y acusador, la presunción de inocencia, la carga acusatoria de la prueba, la oralidad y la publicidad del juicio, la independencia interna y externa de la magistratura y el principio del juez natural. Mientras que las garantías penales están dirigidas a la minimización de los delitos, es decir a la máxima reducción de aquello que se le permite prohibir al poder legislativo, las garantías procesales están encaminadas a la minimización del poder judicial, es decir a la máxima reducción de sus márgenes de arbitrio. Adicionalmente, existe un nexo no sólo entre derecho penal mínimo y garantismo, sino también entre derecho penal mínimo, efectividad y legitimación del sistema penal. Sólo un derecho penal que tiene por fin únicamente la tutela de bienes primarios y de derechos fundamentales se halla en condiciones de asegurar, junto a la certeza y a las otras garantías penales, también la eficiencia de la jurisdicción contra las formas de la criminalidad organizada, cada vez más potentes y amenazantes. Y solamente un derecho procesal garantista, basado en la paridad entre la acusación y la defensa y en la reducción de la prisión preventiva, puede ofrecer un fundamento creíble a la independencia de la magistratura y a su rol de control de las ilegalidades de los poderes públicos, más allá de la legitimación, siempre impropia y precaria, del consenso de la opinión pública. Defensa social y garantismo, protección de bienes primarios y garantía de los derechos de los imputados y condenados, se configuran, por ello, como los dos fines no sólo esenciales sino entre ellos conectados, que legitiman la potestad punitiva. El derecho penal mínimo resulta así caracterizado como la ley del más débil, que en el momento del delito es la parte ofendida, en el del proceso es el imputado y en el de la pena es el condenado.

Una noción ampliada de garantismo

A mi parecer, una concepción semejante del garantismo se presta para ser ampliada –como paradigma de la teoría general del derecho– a todo el campo de los derechos de la persona. De hecho, todos los derechos fundamentales –desde los derechos de libertad hasta los derechos sociales, de los derechos de los trabajadores a los derechos de las minorías– pueden ser concebidos como leyes del más débil, en alternativa a la ley del más fuerte, la cual prevalecería en su ausencia. De este modo, por “garantismo” se entenderá, en esta concepción más amplia, un modelo de derecho fundado en la rígida subordinación a la ley de todos los poderes y en los vínculos impuestos a ellos en garantía de los derechos, primeros entre todos los derechos fundamentales establecidos en las constituciones. En este sentido, el garantismo es sinónimo de “Estado constitucional de derecho”, es decir, de un sistema que reproduce el paradigma clásico del Estado liberal, ampliándolo en dos direcciones: por un lado, a todos los poderes, no sólo al judicial sino también a los poderes legislativo y de gobierno, no sólo a los poderes públicos sino también a los económicos privados y no sólo a los poderes estatales sino también a los poderes supra-estatales; por el otro lado, a todos los derechos, no sólo a los de libertad, sino también a los sociales, y no sólo a los derechos sino también a bienes estipulados como vitales, con consiguientes obligaciones de satisfacción y protección, además de prohibiciones de lesión, a cargo de la esfera pública. Por lo demás, también históricamente el primer modelo del Estado de derecho fue elaborado sobre el terreno penal, como sistema de límites al poder punitivo, ampliados luego, en el Estado constitucional de derecho, a todos los poderes y en garantía de todos los derechos. No está de más añadir que hoy, en Italia, la opción entre uso restringido y uso ampliado de “garantismo” no es políticamente neutral. La apelación al garantismo como sistema de límites impuestos sólo a la jurisdicción penal se ha conjugado, en la propaganda de las fuerzas políticas que hacen un uso restringido del término, con la ausencia de todo límite y control jurídico –y en particular de tipo judicial– al poder político y al poder económico.

La “democracia”, según la imagen que está detrás de este uso restringido de “garantismo”, no sería otra cosa que la omnipotencia de la mayoría, legitimada por el voto popular, que serviría para permitirle cualquier abuso, incluido el conflicto entre intereses públicos e intereses privados; así como el “liberalismo” equivaldría, por su parte, a la ausencia de reglas y límites a la libertad de empresa. La expresión “liberaldemocracia” terminó así por designar –con estos usos restringidos de garantismo y ampliados de liberalismo y de democracia– dos formas convergentes de absolutismo, ambas contrarias al sistema de vínculos y contrapesos en el que consiste el garantismo como categoría general: el absolutismo de la mayoría y el absolutismo del mercado, de los poderes políticos y de los económicos, cada vez más amenazantemente confundidos entre ellos. Está claro que, en este sentido, “garantismo” significa exactamente lo contrario a aquello que significa como paradigma teórico general: que quiere decir sujeción al derecho de cualquier poder, ya sea público o privado, a través de vínculos jurídicos y controles jurisdiccionales idóneos para impedir su ejercicio arbitrario e ilegal, en garantía de los derechos de todos. En esta noción ampliada, el garantismo designa el conjunto de los límites y de los vínculos impuestos al sistema de los poderes e idóneos para asegurar la máxima efectividad a las promesas constitucionales. Él designa, precisamente, en oposición a las concepciones a-constitucionales y formales de la democracia como omnipotencia de la mayoría, la dimensión constitucional y sustancial que vincula a la democracia no sólo en cuanto a la forma, es decir al quién y al cómo de las decisiones, sino también en cuanto a la sustancia, es decir al qué cosa no está permitido decidir o no decidir. Esta esfera de lo no decidible –de lo no decidible que y de lo no decidible que no– no es otra cosa que aquello que en esos contratos sociales de forma escrita que son las constituciones, se convino en sustraer a la voluntad de la mayoría: los derechos fundamentales de todos –la vida y la libertad personal, la dignidad de la persona y sus mínimos vitales–, que conforman las precondiciones del vivir civil y la razón de ser del pacto de convivencia y que no pueden ser sacrificados ante ninguna voluntad mayoritaria, ni ante ningún interés general o bien común.

Precisamente, las garantías de los derechos de libertad y de inmunidad, al consistir en las correspondientes prohibiciones de lesión por parte del Estado, definen la esfera de lo que ninguna mayoría puede decidir: ninguna mayoría, ni siquiera la unanimidad, puede decidir que un hombre sea privado de su libertad personal sin un proceso o que sean limitadas sus libertades fundamentales. Contrariamente, las garantías de los derechos sociales, al consistir en las correspondientes obligaciones de prestación en cabeza de la esfera pública, definen la esfera de lo que ninguna mayoría puede no decidir: como no proveer a cada uno asistencia sanitaria, educación básica, asistencia previsional y de supervivencia. Indudablemente, en tanto prohibiciones y obligaciones, las garantías de los derechos fundamentales establecidos en las constituciones limitan la democracia política. Aun así, sirven también para integrarla y, por decirlo de algún modo, reforzarla, junto a la noción, que está detrás suyo, de “soberanía popular”. Todos los derechos fundamentales –no sólo los derechos políticos, sino también los derechos civiles, los derechos de libertad y los derechos sociales–, al ser conferidos de modo igual a todos en tanto personas o ciudadanos, aluden al “pueblo” entero, refiriéndose a poderes y a expectativas de todos, aún más que el mismo principio de la mayoría. La soberanía popular, comúnmente expresada en las constituciones democráticas por el principio de que “la soberanía pertenece al pueblo”, resulta redefinida en el único sentido en el cual es compatible con el Estado constitucional de derecho, que no admite poderes legibus soluti: por un lado, como garantía negativa, en virtud de la cual ella pertenece al pueblo y a nadie más; y nadie, ni asamblea representativa, ni mayoría parlamentaria ni presidente elegido por el pueblo, puede apropiarse de ella y usurparla o de algún modo invocarla como fuente de una pretendida omnipotencia; por el otro lado, como garantía positiva, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con la suma de esos fragmentos de soberanía, es decir de esos poderes y contrapoderes que son los derechos fundamentales de los que todos y cada uno son titulares. En pocas palabras, la soberanía es de todos y (por ello) de ninguno.

De allí el carácter “democrático” de las garantías de los derechos fundamentales en cuanto derechos de todos, que insertan una dimensión “sustancial” en la democracia política, sometiéndola, junto al respeto de las “formas” mayoritarias de las decisiones, también a los límites y a los vínculos de “sustancia” relativos a sus contenidos. De lo dicho también se desprende el carácter no consensual ni representativo –porque, contrariamente, es anti-mayoritario– de las funciones y de las instituciones de garantía: de las funciones y de las instituciones de garantía primaria, como por ejemplo la escuela y la salud pública, destinadas a la tutela y satisfacción directa de los derechos fundamentales; y de las funciones y de las instituciones de garantía secundaria o jurisdiccionales, destinadas a sancionar o a anular las violaciones de las garantías primarias. Justamente porque los derechos fundamentales, según una feliz expresión de Ronald Dworkin, son derechos “contra la mayoría”, también sus garantías y las relativas funciones e instituciones llamadas a aplicarlas deben ser virtualmente “contra la mayoría”. Por esto, el carácter electivo de los magistrados o la dependencia del ejecutivo del ministerio público estarían en contradicción con la fuente de legitimación política de la jurisdicción. El sentido de la célebre frase “aún habrá un juez en Berlín” es que debe haber un juez que esté en condiciones de absolver o de condenar contra la voluntad de todos cuando falten o cuando existan las pruebas de su culpabilidad. El garantismo, en fin, no es sólo un modelo de derecho caracterizado por la presencia de garantías dirigidas a asegurar el máximo grado de efectividad al catálogo de los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos. Aquél es, antes bien, una filosofía política sobre los fines y fundamentos que justifican el derecho y, a la vez, una teoría jurídica de las garantías de aquellos principios de justicia que están formulados en las constituciones de los ordenamientos democráticos. Como filosofía política, el garantismo es una doctrina normativa sobre el deber ser del derecho desde un punto de vista axiológico externo.

De aquí su dimensión proyectiva, además de normativa. La doctrina filosófica del garantismo, de hecho, elabora y proyecta los modelos normativos que en los diversos sectores del ordenamiento –no sólo en el penal– sirven para justificar el derecho como ley del más débil. Y sirve además para proveer los criterios de crítica y de deslegitimación externa de los perfiles de injusticia del derecho en concreto, o de sus normas particulares o institutos, en tanto contrarios o incluso sólo inadecuados a aquel rol justificante. Como teoría jurídica, el garantismo es, en cambio, una teoría empírica y a la vez normativa, sobre el deber ser del derecho desde el punto de vista jurídico interno de los principios de justicia incorporados como normas positivas en las constituciones de los ordenamientos democráticos. En este sentido, el garantismo se confunde en gran parte con el constitucionalismo, es decir con aquella extraordinaria innovación del derecho moderno que consiste en la proyección, también sustancial, del derecho por parte del derecho mismo. Y se configura, también ella, por un lado como teoría proyectiva, destinada a colmar o a integrar las eventuales lagunas de las garantías requeridas por los derechos constitucionalmente establecidos; y por el otro lado como teoría crítica, destinada a identificar los perfiles de invalidez y de incoherencia de la legislación vigente y de la práctica judicial, respecto del modelo constitucional.

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