Por Carlos Tórtora.-

En los próximos días la crisis de la deuda puede desplazar al coronavirus del centro de la escena.

Los fondos de inversión -que presentaron dos contraofertas distintas- ya asumieron que el gobierno nacional no pagaría los 503 millones de dólares que tienen vencimiento el próximo viernes. La apuesta de los bonistas consiste en “no acelerar” el default, abrir un waiver sui generis para cerrar las negociaciones y enterrar el incumplimiento legal en los términos del acuerdo que se podría concluir a principios de junio. El próximo 22, Alberto Fernández pondría entonces a la Argentina en default al no pagar los 503 millones de dólares del Global, y deberá esperar que los bonistas no aceleren su declaración contractual a cambio de un acuerdo que satisfaga sus intereses financieros. El contexto del inminente default no sólo se diferencia del último episodio similar con Adolfo Rodriguez Saá por el hecho de que se continuaría la negociación con los acreedores sino porque tanto el FMI como la Casa Blanca se muestran bien predispuestos hacia la estrategia argentina. De cualquier modo, transitar por la cornisa del default tiene riesgos obvios.

Con su primera oferta rechazada por los acreedores, Alberto sabe que deberá pagarse más por un arreglo y que esto será difícil de explicar políticamente.

Ante este panorama, el albertismo también se hace tiempo para preparar el frente interno. Una de las previsiones del grupo más allegado al presidente es que Cristina Kirchner podría reasumir un rol protagónico respaldando la decisión de no pagar el vencimiento del próximo viernes. El cristinismo se prepararía entonces para capitalizar políticamente la situación de default técnico asumiendo la representación de todo el peronismo ante la crisis.

Más cuarentena

Por una coincidencia, la crisis de la deuda llega a su punto más alto junto con lo que parece ser el pico de la pandemia en la Argentina. El crecimiento de la curva de contagios en la Capital, localizada en la Villa 31 y en la 1-11-14, provoca tensiones entre la Casa Rosada y la jefatura de gobierno porteña. La apertura de negocios autorizada por Horacio Rodríguez Larreta descomprimió algo el malestar de la clase media porteña por la duración del encierro pero produjo el malestar de Axel Kicillof y muchos intendentes peronistas del conurbano, partidarios de mantener la cuarentena estricta. Como era previsible, la gente del conurbano se traslada ahora a la Capital, donde los negocios están abiertos. Pero esta mínima flexibilización en la Ciudad choca con otra realidad sanitaria y política: Alberto necesita prorrogar la cuarentena por varios motivos. Para empezar, una distensión con respecto al COVID-19 provocaría que la sociedad se concentre más en la crisis de la deuda. Pero lo más grave es algo que fuentes del gobierno reconocen en voz baja: cuando la gente asuma que la crisis sanitaria quedo atrás, saltarían al primer plano los números de la crisis económica y las tensiones económicas se multiplicarían peligrosamente. La cuarentena es, entonces, el único método de control social eficaz del que dispone el gobierno. Ante el clima de optimismo generalizado, el presidente apareció anteayer en los medios para enfriar los ánimos y decir “no hemos ganado ninguna guerra”. Así las cosas, el presidente trataría de que su aliado Larreta dé marcha atrás con la flexibilización, lo que tendría un alto impacto en la población y justificaría la cuarta prórroga de la cuarentena pero significaría un fuerte tropiezo para la carrera ascendente del larretismo.

Alberto se aferra entonces a la prolongación de la cuarentena ante una perspectiva económica desastrosa y teniendo que ceder además frente a los bonistas para no adentrarse en el curso del default.

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